“En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos”.
El sentimiento de lo fantástico, Julio Cortázar
Que andaban sin buscarse, pero sabiendo que andaban para encontrarse… Es así como va la Rayuela, ese novelón que precisamente el junio pasado cumplió seis décadas de publicarse y tras la pista del cual la generación del 68 y las que vinieron después y algunas de las que vinimos luego desvariamos de amor… El amor, esa palabra, como si pudiera elegirse −como leerse el novelón−, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estoqueado en la mitad del patio y como si no se tratara siempre de la operación imposible en la que pretendemos que un puente se sostenga de un solo lado −jamás Wright ni Le Corbusier, reza el famoso capítulo 93, podrían hacer un puente sostenido de un solo lado−. Esa novela que desafió el canon de la linealidad y planteó para su lectura emular el juego de la rayuela e ir saltando de un capítulo a otro en el completo caos de ese amor amoratado, esa novela es ante todo lo que se pone luego del nombre de Julio Cortázar.
Mas Cortázar fue también traductor: Defoe, Yourcenar, Chesterton… Poeta: “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera…”. Novelista, que eso ya se ha dicho. Y cuentista consumado, de los mejores de habla hispana, tal asientan los especialistas. Publicó antes cuentos que novela y se dice que le envió a Borges Casa tomada, el relato que abre la primera antología, Bestiario de 1951, habría sido el visto bueno del autor de El Aleph el que animaría a Cortázar a llevar los folios a la imprenta. A Bestiario siguió Final del juego, cuya primera edición en 1956 fue hecha en México por la editorial Los Presentes y contaba con nueve de los 18 cuentos que sumaron el total general del Final del juego tal como lo conocemos hoy, publicado en 1964 por la argentina Editorial Sudamericana. A ese Cortázar cuentista dedicamos este Librero.
Para Cortázar lo fantástico es un sentimiento y no, como solemos creer, algo que se asimila a lo sobrenatural o lo extraordinario; lo fantástico es un asalto a la realidad, el revés de lo que pretendemos nuestra lógica y racional cotidianeidad, su otra cara aguardando el momento de volcar en este mundo de todos los días el sentido y la razón. Por supuesto que el poder experimentarlo quizás tenga que ver con cierta disposición del ánimo o de la sensibilidad, por fortuna, les hubo y hay como Cortázar que así predispuestos para lo fantástico, han logrado traducirlo en palabras, en específico en cuentos, esos breves relatos en que lo fantástico tiene su casa propia, como dice el Cronopio de cronopios.
En Final del juego, Cortázar opera lo fantástico en su radical ruptura y transgresión, y habría que pensar lo que implica la frase que da título a esta antología “final del juego”: con el juego nos damos oportunidad de poner entre paréntesis el mundo y simular que podemos habérnoslas con el caos y el azar, pero en realidad todos los días “nos la estamos jugando” frente al sinsentido, y eso que está en juego de ordinario es la vida, o la muerte, el final, que si no es lapidario en sentido literal, tiene otros rostros como la locura o el sueño, sí, ese lugar al que nos entregamos todos los días con la ingenuidad de quien no entiende que todo ahí dentro es reinante demencia sobre la que nada podemos.
Sobre lo fantástico del sueño está, sin lugar a duda, La noche boca arriba, ese cuento en el que un motociclista parisino se sueña indio moteca mientras se recupera de un accidente en un hospital; este sujeto se desplaza por los vasos comunicantes entre el sueño y la vigilia hasta el punto en que la fantasía cede a la realidad o ésta a lo fantástico y el pobre termina como víctima en la piedra de sacrifico de los mexicas: el sueño era en realidad eso de ser motociclista. Cosas como estas pueden ponerse en juego en un sueño, pero también las que nos cuenta Torito, el boxeador del cuento homónimo quien, entre sueños, también en un hospital, repasa vertiginoso las glorias de su carrera hasta esa última pelea con El gringo que es la que lo tiene ahí; ¿se habla a sí mismo o a nosotros lectores?, lo mismo acudimos a las imágenes de su memoria, entramos en sus recuerdos o ensoñaciones, y eso es de nuevo lo fantástico.
Para derribar otro de esos lugares comunes que hace de lo fantástico una cosa de infancias edulcoradas de hadas y finales felices está Los venenos, donde un pequeño corazón roto, roto por vez primera, se vuelca a la destrucción sin piedad del objeto y el símbolo de su amor. O Después del almuerzo y ese tortuoso viaje que un chico debe hacer un domingo por la tarde con ese familiar maltrecho, y su indecible ansia de deshacerse de él y la inconfesable dicha de haberlo intentado. Que esas personas pequeñas a las que hemos anquilosado en el esquematismo de la inocencia, y otras blancas virtudes por el estilo, den batalla y muestren que están muy por encima de lo preestablecido, eso es también fantástico.
Y a propósito de otra presunción de los animales racionales y civilizados que somos, ¿qué tan detrás hemos dejado el furor báquico si en algo como un concierto las y los asistentes en éxtasis podrían perfectamente abalanzarse sobre quienes están en el escenario y fagocitar el motivo de su desbordada pasión, como ocurre en Las Ménades? Pretendemos que ese sentido de lo ritual ancestral que reclama sacrificio y sangre es para nosotros una curiosidad que estudiamos antropológica y objetivamente, sin que nos interpele, hasta que algo como El ídolo de las Cícladas nos pone delante de ese anhelo primordial de dar sentido al mundo, el mismo que se sació en la fantasía en primer lugar.
Fantásticas mutaciones y transmutaciones pueden acaecer en los lugares más insospechados, pues tan ordinarios son, como en Axolotl y la obsesión de uno que no puede dejar de ir a visitar los ajolotes del zoológico de París: su gana de querer no saberse absolutamente solo, humano y fútil lo hace ver en ese animalito rosa, que no deja jamás su condición larvaria, a un semejante, y entonces se le concede ser quien mira desde dentro de la pecera −otra condena−. O en un río, como en Relato con un fondo de agua, donde uno sabe por un sueño que morirá, pero es usurpado por otro que termina siendo el ahogado, quien además reclama no ser verdaderamente él quien flota sobre el agua. Cosas que pasan.
Pasa también que los cuerpos se teletransportan de la cama al Sena, de la batalla amorosa entre sábanas a la lucha no hecha contra las aguas, como ocurre con esa mujer que se arroja en El río. Lo fantástico opera también sobre lugares de naturaleza diferente y los troca, como en Continuidad de los parques y ese sujeto que lee una novela sobre alguien que lee una novela tal como él hace y que será asesinado por el amante de su mujer, justo en el momento en que está él en su sala leyendo como lee una novela.
Como lo fantástico es transgresor, se lo puede tener por ajeno y hasta siniestro: en No se culpe a nadie el hecho cotidiano y resabido de ponerse un suéter termina mal para alguien, quien, atrapado dentro de la prenda, termina por perder el control de sus extremidades y ser atacado por ellas. Como se ve, el sentimiento de lo fantástico está re lejos de ser recreativo, es más como una sacudida, el entender, como le sucede al fulano de La banda, que una vez que comprendemos lo irremediable de su irrupción y que ha irrumpido, no hay modo de decir qué es lo verdadero y qué lo falso.
Lo fantástico está para recordarnos que, a pesar de los pesares, pero también a pesar de las dichas, el sinsentido impera. Así en Una flor amarilla alguien descubre que todos somos inmortales porque detrás nuestro vendrá otra u otro a ocupar nuestro lugar, a repetir la absurda plana; ante esto, la mortalidad sería sin duda un consuelo, pero basta la belleza de una flor en la vereda para saber que nuestras vidas son miserables igual porque un día no estaremos para contemplar lo poco de bello que hay en el mundo. O para experimentarlo, como sucede con el amor, el imposible de los imposibles, Lety y Ariel lo saben: el amor es el Final del juego.