“Yo era dios, sencillamente, porque era hombre. […] Creo que hubiera podido sentirme dios en las prisiones de Domiciano o en el pozo de una mina. Si tengo la audacia de pretenderlo se debe a que ese sentimiento apenas me parece extraordinario, y no tiene nada de único. Otros lo sintieron, o lo sentirán en el futuro.”
Nació un 8 de junio de 1903, en los albores de un nuevo siglo. Sus padres pertenecían a la aristocracia, su padre a los nobles franceses sin títulos y su madre a una reconocida familia de Bélgica; fue ahí, en la ciudad de Bruselas, donde Marguerite vino al mundo. A sus diez días de vida murió su madre, Fernande de Carttier de Marchienne, de modo que no pudo hacerse de ella siquiera un recuerdo y desde entonces fueron solo ella y Michel-René Clenewerck de Crayencour, su padre. Él mismo se encargó de la educación de su hija a quien enseñó desde temprana edad el griego y el latín, y le dio a leer, también desde su infancia, a los clásicos como Virgilio y a cumbres de la literatura universal como Racine, Flaubert, Maeterlinck o Rilke. De su padre Marguerite aprendió asimismo que viajar es también una forma de aprender y conocer.
Entre Francia, Montecarlo, Italia y Suiza pasó la infancia de Marguerite, guiada por los pasos errantes de ese padre suyo tan hecho a los placeres y divertimentos aristócratas como el veraneo y el juego. Su nombre completo fue Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour, pero cambió tan pronto como dio las primeras señales de ejercer su vocación de escritora: para publicar sus primeras líneas, algunos poemas, ella y su padre idearon el anagrama Yourcenar a partir de las letras del apellido Crayencour (sin una de las c) y años luego ese terminó por ser su verdadero nombre. Al padre le dio a leer, poco antes de que el cáncer terminara con sus días, su primera novela, Alexis o el tratado del inútil combate, publicada en 1929, su buena acogida por la crítica sólo confirmó lo que su mentor ya sabía: que ella era de las letras y la palabra.
Tras la muerte de su padre, Marguerite Yourcenar dispuso de su herencia para dedicarse de lleno a la escritura. Sus líneas vienen del viaje, sea metafórica o literalmente, o de ambas formas. Ampliamente versada en la literatura grecorromana, a Marguerite le interesaba actualizar los mitos, esa sabiduría arcana sobre la que ella sabía transitar para traer al presente sus lecciones sobre las vicisitudes humanas, pues reconocía que, sin importar el paso de los siglos, los mortales derroteros han sido los mismos. Lo suyo era viajar, a través de los libros accedía a otros momentos de la historia y en sus visitas reales a Italia, Grecia y parte de Oriente buscaba recuperar aquellas atmósferas que le permitieran situar y hacer cercanos a sus personajes.
Se dice que la Yourcenar no escribió sobre su tiempo, afirmación increíble si aducimos los hechos: se vio obligada a desplazarse de su hogar durante los años de la Primera Guerra Mundial cuando era apenas una jovencita y años luego, ella misma vio marchar a las tropas fascistas en Roma; poco después salió de Europa casi al unísono de que los nazis se hicieran de Polonia, nadie imaginaba el terror que se avecinaba y ella, por cierto, no huía, pero durante un tiempo no pudo regresar y en Europa no tuvo más un domicilio fijo. Pese a lo que podrían hacer creer títulos como El denario del sueño, narración situada precisamente en la Italia fascista, o El tiro de gracia, sobre las guerras bálticas desatadas tras la Revolución rusa de 1917, Marguerite no escribió realmente sobre su tiempo sino sobre el artífice de todo tiempo: el hombre, cuyo breve y terreno transitar sólo por la conquista de la libertad se vuelve eterno.
El llamado lo halló en la lectura de la correspondencia de Gustav Flaubert, el gran novelista del realismo apuntaba en algún folio que “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre”. La obra de la Yourcenar va tras la pista de ese hombre solo, a retratar su rostro, a dar cuenta de su carácter. Ese hombre, por cierto, no se reduce a un tiempo o una geografía, está lo mismo en sus Cuentos orientales que en sus reelaboraciones de la tragedia griega; en Zenón, el alquimista renacentista de su Opus nigrum, pero ante todo, en el emperador romano de su magnum opus, las Memorias de Adriano.
A Adriano lo conoció en un viaje a Italia en 1922, allí, en la Villa Adriana, entró en contacto con la vida de este emperador, un Cesar nombrado dios que gobernó en los primeros años del siglo II de nuestra era. No obstante la fascinación por el personaje, Marguerite se tomó su tiempo para trabajar en el epistolario a través del cual le dio un rostro, un cuerpo y una voz: 27 años, los precisos para madurar una obra y una vida; los necesarios para advertir las distancias entre aquel español de la Itálica romana y ella, descendiente de los nobles de la Flandes francesa; los suficientes para borrar las fronteras, tanto espaciales como temporales, y actualizar a aquel hombre, a ese hombre que se supo divino por el simple hecho de ser mortal… Traerlo a aquel presente en que luego de haber matado a dios, el hombre perseguía fútiles ansias de poseerlo todo muy a pesar de exterminarse a sí mismo; con la aparición de las Memorias de Adriano en 1951, la Yourcenar ciertamente no ofrecía una obra sobre su tiempo, sino el mensaje de un hombre venido de lejos que entendía perfectamente los entresijos del poder y sabía que ningún imperio material es posible sin antes haberse hecho dueño uno de sí mismo.
Ella, Clásica en pleno siglo XX y la última Humanista, así se la reconoció debido a su Adriano, obra que además representa el parteaguas de la novela histórica, de las biografías noveladas y otras astucias literarias que buscan hacer presente la Historia y sus personajes, no en volúmenes académicos sino en el vivaz palpitar de la ficción. En sus Memorias, Adriano le escribe a Marco (Aurelio), su sucesor al frente del imperio, una larga, larga carta en la que le comparte la sabiduría que ha llegado a poseer, más que por docto y entendido ‒eran aquellos los tiempos en que los gobernadores se instruían en todo el conocimiento y las artes de su tiempo, en que estar al mando implicaba también ser culto‒, más que por haber llegado a estudiar toda la sabiduría de su época y trabar contacto incluso con la de Oriente, más que por haber estado al mando de aquel imperio que heredó en su máxima extensión, por el hecho de haber vivido y medir con sus propios pasos, con el empuje de su propio cuerpo y temperamento, la consigna del buen vivir de estoicos y epicúreos.
Cuando se preguntaba a Yourcenar sobre sus influencias, ella no señalaba inmediatamente a Shakespeare o Goethe ‒a quienes por supuesto leyó y cuya obra es comparable a la de estos grandes‒, decía que para hacerse una idea había que ir a mirar a la filosofía, pero ¿a cuál de todas? A la de la Antigüedad, que a la par de la búsqueda del entendimiento del cosmos daba el imperativo a los hombres de conocerse a sí mismos, de forjarse un carácter en la virtud; a la del Renacimiento, que recuperó la sabiduría clásica y reivindicó el lugar del hombre en el cosmos, ser divino en medio de un todo poblado igualmente de dioses, cuya grandeza particular proviene de su indeterminación, de su libertad; o bien, a la de Nietzsche, el filósofo incomprendido que echó nueva luz al mundo griego y reivindicó la voluntad humana como voluntad de vida, voluntad artística cuya obra primordial es la hacerse a sí mismo.
El hombre solo, mas vinculado con todo, he ahí la cuestión; pero ¿y la mujer? La Yourcenar no habló nunca de su condición de fémina y fue hacia el final de su vida que emprendió la tarea de su propia biografía, El laberinto del mundo; no asistió a ningún colegio ni universidad, pero tampoco fue educada en conformidad con su género y no obstante esa tremenda libertad, que favoreció su ser escritora sin más, tuvo que confrontarse al mundo hecho a la medida del varón: en 1981, siendo ya una escritora consagrada, reconocida por el Femina y el Erasmus, e integrante también de la Academia belga, Marguerite Yourcenar se convirtió en la primera mujer en entrar en la celosa Academia francesa; a ese cerrado club de hombres que le dio cabida entre sus cubiles, no sin ciertos reacios, la escritora se dirigió en su discurso de ingreso con las palabras “Los académicos son unos payasos y las mujeres no tienen nada que hacer allí” y también les reclamó el no haber dado cabida a las escritoras que antes que ella merecían no tanto el “honor” como el reconocimiento.
El hombre y la mujer, a falta de palabras más precisas, son lo que hacen y no lo llegan a ser plenamente hasta que se enfrentan con la muerte, no porque entonces lleguen a ser completos sino porque ella marca el final. Adriano comienza a escribir sus Memorias cuando se sabe por morir: “Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo.” No es otro el destino humano y todo lo que hay entre venir al mundo y salir de él tiene que ver con lo que hacen la mujer y el hombre de sí mismos, con hacerse libres en última instancia.
A la Yourcenar le preguntaban si al igual que Flaubert ella podría afirmar algo como “Je suis Hadrien” y ella corrigió: no soy Adriano, me he convertido en Adriano. Así, en la demencia previa a su muerte, el médico la examinaba con preguntas como su fecha de nacimiento y ella le respondía que la que sí sabía era la fecha en la que había nacido Adriano. Con el chal que vistió en la gala de admisión a la Academia de las letras francesas ‒confeccionado por Ives Saint-Laurent, ni más ni menos‒, se arropó la urna en que reposan sus cenizas; con ese chal se la nombró una “Inmortal”, como se denomina a los miembros de la academia, y con él también entró a su morada perpetua. Pero ella ya se hizo eterna mucho antes de estos dos acontecimientos, al darle a la palabra su actualísima memoria ancestral.