Por: Arody Rangel

¡Qué maquiavélico!, ¿qué enfermo?
O de como el fin, ¿justifica los medios?

De ordinario, solemos usar el término maquiavélico-ca para referirnos a alguien que actúa con maldad premeditada. El adjetivo tiene su origen en el conocido filósofo político italiano del Renacimiento, Nicolás Maquiavelo y sus enseñanzas sobre el arte de gobernar escritas en el también popular título El príncipe. Ahora bien, si el contenido de esas páginas justifica que su apellido se use de forma negativa para señalar a quien, según asienta la RAE, es “astuto o engañoso” o “procede con astucia, doblez y perfidia”, es algo que estamos por dilucidar.

A Maquiavelo se lo considera el padre de la política moderna, debido a que en El príncipe insistió en atender al ejercicio del poder tal como este es y no sólo como debiera ser, es decir, sin considerar únicamente las cuestiones morales o ideales, sino ceñirse ante todo a los hechos. En sus páginas, el filósofo advierte que su postura es realista y que lo que busca es compartir una serie de consejos prácticos para quien pretende gobernar y mantener un Estado. Hasta aquí, podríamos creer que el hecho de no considerar la política desde la moral justifica que se lo tenga por inmoral, pero aún tenemos que advertir un par de cosas.

El príncipe es una obra escrita en tiempos de crisis política y que pretendía asimismo ayudar a superar esa crisis. En el territorio que hoy ocupa Italia había distintos principados, muchos de ellos en disputa entre familias oriundas como los Medici o los Borgia, pero también por nobles de otras coronas, como Fernando de Aragón. Ante este escenario, Maquiavelo, quien durante un tiempo sirvió a los Medici, les dedicó este tratado para guiarlos en el ejercicio del poder político, su conservación y su hegemonía. Y es debido a este escenario crítico en el que imperaban la guerra y la violencia, que en la obra se plantean consejos que hoy, a cinco siglos de distancia, podrían parecernos radicales. Queda aún por discutir si, más acá de nuestra corrección política, no sigue siendo ésta una de las máximas de la política en nuestros tiempos:


“Un príncipe no debe tener otro objeto ni pensamiento ni preocuparse de cosa alguna fuera del arte de la guerra, pues es lo único que compete a quien manda. La razón principal de la pérdida de un Estado se halla siempre en el olvido de este arte, en tanto que la condición primera para adquirirlo es la de ser experto en él”.


Es tan fundamental el arte de la guerra, sobre el que Maquiavelo también escribió un libro, que el pensador florentino advierte que el príncipe se debe entrenar en él incluso en tiempos de paz, en cuerpo y mente, esto es, ejercitando a las tropas y estudiando la historia para aprender cómo se hicieron de sus imperios un Alejandro Magno o César Augusto, pero también cómo fueron derrotados y buscar siempre emular sus aciertos y evitar sus errores. En tiempos de guerra, se dice, todo está permitido, y es así que nos encontramos con consejos del tipo: hacer buen uso de la crueldad, optar por ser temido más que amado (pero cuidarse de no ser odiado), o en resumen “aprender a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad”.

Y aquí está la segunda cuestión que hemos de considerar: el matiz de actuar conforme a la necesidad. Se ha atribuido a Maquiavelo la frase de “el fin justifica los medios”, la cual no aparece como tal en ningún pasaje de El príncipe, pero con la que se ha buscado resumir el argumento del libro: hacer lo que haya que hacer con tal de conseguir lo que se quiere. Mas, esta visión reduccionista pasa por alto que, aunque Maquiavelo tiene una visión realista y pragmática de la política, esto no implica que para él, el objetivo del gobierno sea el beneficio egoísta del propio príncipe, antes bien, su objetivo máximo debe ser conservar el Estado y para esto, debe tener de su lado al pueblo y también a las clases nobles o altas, o al menos en tranquilidad; y esto no se logra únicamente con el uso de la fuerza, hace falta también entrenarse en el arte de la prudencia, del saber actuar.


“Un príncipe, cuando es apreciado por el pueblo, debe cuidarse muy poco de las conspiraciones; pero debe temer todo y a todos cuando lo tiene por enemigo y es aborrecido por él. Los Estados bien organizados y los príncipes sabios siempre han procurado no exasperar a los nobles y, a la vez, tener satisfecho y contento al pueblo. Es este uno de los puntos a que más tiene que atender un príncipe”.


Como se ve, podemos tener por maquiavélico-ca a quien actúa con astucia, engaño o perfidia, siempre y cuando esto sea el medio para un fin mayor: el bienestar del Estado, porque fuera del ámbito político, el término está descontextualizado. Y cabe aún señalar que maquiavélico-ca no tiene sólo una carga negativa, sino que refiere al arte de saber gobernar, de hacer política, arte que consiste en “ser cauto en el creer y el obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo vuelva imprudente, y una desconfianza exagerada, intolerable”.

Y El príncipe, como cualquier otro manual que busca orientar a alguien sobre los asuntos de la vida, no pretende ser verdad absoluta, antes bien, alerta sobre la importancia de saber leer las circunstancias y atenerse a las decisiones que se tomen, porque en la política, como en la vida en general, somos juzgados por cómo y por qué actuamos. Ningún consejo es infalible, sobre todo si obviamos que el curso de las situaciones no depende únicamente de nosotros, sino que estamos sujetos a mil factores distintos que podríamos resumir con la palabra suerte. Y a propósito de ella, encontramos un fragmento de Maquiavelo sobre el que muy bien podríamos polemizar:

“Como la fortuna varía y los hombres se obstinan en proceder de un mismo modo, serán felices mientras vayan de acuerdo con la suerte e infelices cuando estén en desacuerdo con ella. Sin embargo, considero que es preferible ser impetuoso y no cauto, porque la fortuna es mujer y se hace preciso, si se la quiere tener sumisa, golpearla y zaherirla. Y se ve que se deja dominar por estos antes que por los que actúan con tibieza. Y, como mujer, es amiga de los jóvenes, porque son menos prudentes y más fogosos y se imponen con más audacia”.

En un solo párrafo el sesgo de la inferioridad femenina y la pretendida justificación de su sometimiento, ante esto cabe preguntarse ¿por qué la violencia? Que quede claro: lo que hoy identificamos y denunciamos como patriarcado no nació con Maquiavelo, pero es muy problemático advertir que este orden de mundo encuentre solapamiento y hasta justificación en figuras clave del pensamiento, como vemos claramente en el texto citado.

Y así como en esta ocasión hemos querido ahondar en los matices que hay detrás de lo maquiavélico para ser justos y no equipararlo sin más con lo enfermo, como reza la célebre frase de nuestra Niurka. Así también queremos aprovechar la ocasión para evidenciar un hecho que acompaña a nuestra especie y que cabe obviar: la violencia. Para Maquiavelo, tanto como el arte de la prudencia, para quien gobierna es esencial el arte de la guerra. ¿Acaso hemos tenido otra forma de proceder a lo largo de la historia que no haya sido guerrear? Tal parece que no y con esta política hecha por la fuerza se ha conseguido el sometimiento de un género sobre otro, de una clase sobre otra, de una etnia sobre otra, de un pueblo sobre otro, de una cultura sobre otra…

¿Podemos pensarnos sin violencia? Y si no, ¿qué podemos hacer con ella? Nuestros tiempos son críticos como los de Maquiavelo, somos herederos de esa bélica historia y como se ve no es que hayamos logrado mucho por la vía de la violencia −quizás sea momento de pensar en los medios−.