Con el objetivo de rescatar las tradiciones mexicanas, Canal 22, el Canal Cultural de México, lanzó su primer concurso de cuento.
Dicha convocatoria se cerró el pasado sábado 17 de octubre, con más de 300 cuentos recibidos.
Los ganadores elegidos por el jurado son:
Cárdenas siempre ha sido uno de los pueblos más fríos de San Luis Potosí, y más después de octubre: la neblina baja desde los cerros por la madrugada y trae consigo un fresco casi insoportable. La mayoría de la gente que sale temprano para irse a trabajar en los rastros y loncherías tiene que atravesar la bruma; se sabe que es casi imposible ver más allá de cinco metros. En este pueblo, como en muchos otros ocurren cosas a diario, por ejemplo ellos, los Almazán, que viven en una casa, como tantas otras, hecha de adobe y con techos altos de paja y madera; en el patio de su casa hay un jardín que tiene un nopal y muchas flores, al lado está un fogón, mismo que en este momento utiliza Doña Carlota Salazar; mientras todos duermen ella ya está preparando la comida para recibir a los Santos Difuntos, al parecer será mole con guajolote el plato principal, ya empieza a oler la mezcla de chiles molidos y apenas y se empiezan a asomar los aromas dulzones del cacahuate y el piloncillo.
De una de las habitaciones de la casa, justo de la del centro, sale la hija mayor del matrimonio de Doña Carlota y Francisco Almazán: Amparo, quien se ha despertado para ir al baño, camina soñolienta tallándose los ojos y alisándose el batón; con apenas ocho años la incontinencia que padece la obliga a ir más de dos veces al baño durante la noche. Amparo comienza a distinguir los olores, voltea al fogón y ve a su madre preparando comida. Se acerca a ella y le ofrece ayuda, Doña Carlota asiente. Ambas se mueven con sutil gracia al preparar los alimentos, poco a poco los guisos comienzan a tomar otro aspecto y mejor aroma. Cuando ya están casi listos el mole y la capirotada, Amparo voltea en dirección al cerro del Picacho y se queda contemplando algo un momento. "Qué es eso, mamá" pregunta señalando con en dirección al cerro. "Qué es qué, mhijita" añade Doña Carlota. "Esas bolas que se ven en el cerro", ambas están con la mirada fija en el Picacho, atentas para cuando una ráfaga de aire logre disipar la neblina y les permita un ángulo de vista adecuado. Finalmente Doña Carlota recuerda haber escuchado algo sobre esas bolas de fuego, toma de la mano a Amparo y le dice: "Algunos comentan que son brujas que andan haciendo cosas malas, pero yo creo que más bien son almas de niñitos que murieron y que ahora andan de juguetones; mi papá decía que son espíritus a los que les dan permiso de venir por estas fechas sólo para visitar a sus parientes, a sus seres queridos, pero para hacer eso deben ser buenos todo el año para que en este día los dejen salir y puedan estar, aunque sea un ratito, cerca de su familia" Amparo escucha todo atenta y con los ojos atentos en la mirada de su madre quien no para de acariciarle las manos. "¿Puedo decirle a mis hermanos que nos terminen de ayudar?" Pregunta la niña. "No, no los despiertes, déjalos descansar, si quieres ve poniendo el camino de cempaxúchitl para ir organizando la ofrenda; ¿Sabes si tu papá compró las veladoras?" "Creo que sí, ahorita voy por ellas" contesta la niña dando un gran bostezo. Doña Carlota la ve con ternura, sabe que Amparo interrumpió sus horas de sueño para ayudarla, le pide que se vaya a dormir, la niña se niega y le pide quedarse al lado del fogón un instante para recibir el calor de las brasas que arden y truenan. Los olores mezclados se han esparcido por todo el patio: el mole está en su punto exacto, Doña Carlota lo prueba sobre el dorso de su mano; el atole de maíz azul también está listo, Amparo bebe un poco en un jarro; la capirotada quedó con una consistencia precisa, huelen todos los ingredientes: será un festín la comida de los Santos Difuntos. Amparo se recarga sobre la pared de adobe y abraza sus rodillas sosteniendo entre las piernas el jarro con atole, ha comenzado a quedarse dormida, su madre la mira, se quita el rebozo para abrigarla mientras termina de preparar el altar de la ofrenda.
La neblina comienza disiparse, en la lejanía se escucha el arreo de los animales, el cantar de un gallo y el trinar de los pájaros. Las campanas de la iglesia han comenzado su talán. En medio del patio, Doña Carlota, observa el Picacho: el sol está saliendo y hace que la neblina se llene de chipas anaranjadas que parecieran danzar, ´Es como si el viento se incendiara´ piensa. Voltea a ver a Amparo quien yace profundamente dormida, se acerca para darle un beso en la frente.
Como el hombre serio y formal que siempre ha sido, Francisco Almazán se despierta tres minutos antes de las seis. Antes de salir de su habitación rumbo al patio, la nariz se le llena de los aromas de la comida, al salir se encuentra de frente con Amparo dormida en el piso, junto al fogón aún encendido, envuelta en el rebozo de Doña Carlota, ve la ofrenda lista con los guisos y el altar para los Santos Difuntos ya preparado. Toma a Amparo entre sus brazos y la lleva a su habitación, la recuesta en la cama. Aún con sudor frío, saca de la bolsa de yute que está en la mecedora, una veladora, camina a donde ha quedado el altar, la prende, se persigna y la coloca frente a la fotografía de su amada Carlota.
Cárdenas siempre ha sido uno de los pueblos más fríos de San Luis Potosí, y más por las mañanas, los que se levantan temprano, si tienen suerte, pueden ser testigos de alguno que otro suceso maravilloso y más después de octubre.
El mero día de los Fieles difuntos el Clemente Baragán se levantó como siempre y como si nada, pero a diferencia de todos los otros soles que atrás quedaban, ese dos de noviembre le sucedió lo que nadie imaginó jamás: una nota en la puerta de su casa encontró pegada, escrita con letra fea y medio chamuscada.
Ora Clemente que te quedan tres días de vida y, según mis notas, te has portado bastante mal así que la arrastrada te va a tocar fatal. Pero no te preocupes que al menos yo la voy a disfrutar. ¡Jijos! Ya no aguanto la espera por la divertida que contigo me voy a dar.
Atentamente La muerte
—La muerte me ha escrito una nota. Vaya, qué considerada señora—pensó—. Pero este debe ser un tremendo error pues si yo con todos siempre he sido un amor— afirmó—. Este asunto lo tengo que aclarar ya mismo, pues que espanto estar viviendo lo último, con el susto de que me traten peor que a un fisco—concluyó.
Salió entonces Clemente con el sombrero bien puesto a buscar a la autora de su actual suplicio. Caminó cerro abajo y no se detuvo ni aunque lo agarró la lluvia que más bien parecía diluvio. Pasó sin siquiera voltear frente a la tienda de Don Juan quien todavía le reclamaba las cervezas que se tomó sin pagar.
—Míralo mujer, ahí va ese embustero y mojigato. Que no se atreva a pararse por aquí porque ahora si lo mato—le dijo Don Juan a su esposa cuando lo vio pasar.
Llegó Clemente a la falda del cerro de Chamilpa y se detuvo unas vueltas antes del río porque se encontró a la Mariana que estaba sentada bordando manteles junto al camino. No pudo evitar mirarla como pervertido.
—Oye Clemente—le dijo Mariana cuando lo cachó morboseando— ¿por qué no me has ido a buscar? Pensé que lo nuestro era serio, me vas a tener que explicar.
—Mira muchacha—respondió sin vergüenza—tengo mucha prisa pues a la flaca voy a buscar, pero de una vez te digo que tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Además qué vas a saber tú de lo serio con tan chamaca que estás.
Y con esas frías palabras el Clemente retomó su camino con prisa, pues como dijo, con la flaca quería aclarar, no se hable ya de su muerte, sino de lo mucho que lo iba a maltratar. Fue ahí, antes de cruzar el puente de madera y cuerda, que se encontró a Doña Cecilia quien en aprietos parecía estar.
— ¡Ay Clemente, ayúdeme! Que se me ha caído el niño al río— le dijo desconsolada.
—Lo siento Cecilia, pero no le puedo ayudar. Tengo mucha prisa. Ando buscando a la flaca que con ella un asunto importante tengo que tratar— respondió el mísero holgazán y bien decidido siguió su camino. Con el sombrero bien sujeto y paso firme, cruzó por encima del río. Luego atravesó el valle hasta llegar al pueblo de San Gaspar. No durmió, les juro. Así se le pasaron las horas y los días. Nada lo detenía. Se había convertido en el Clemente que nadie creería, uno que con la mirada al mundo se comía.
— Ahorita que llegue esa flaca y yo nos vamos a arreglar pues no es justo que así nomás me tache de pelafustán.
Después de dos, tres vueltas alrededor de la sierra el exhausto Clemente se sintió aliviado mientras se decía con aire triunfado: —Por fin he llegado. Ahora sí, con la flaca he de negociar—. Pero al entrar al lugar de las penumbras Clemente se topó con otra nota de letra igual de fea e igual de medio chamuscada.
Buenas tardes tenga usted. No me ha de encontrar en este lugar pues a un niño en un río a tres cerros de aquí tuve que ir a buscar. De ahí a la casa de Clemente Baragán he de pasar. No regreso pronto así que si tiene un asunto urgente que conmigo tratar, alcánceme por favor en el velatorio de aquel haragán.
Y así fue la historia de Clemente, el Baragán, a quien nunca vimos regresar. Aquí en Chamilpa todos sabemos que ya le tocaba, por eso en su casa la caja dejamos preparada, no vaya a ser que un día regrese ya cansado y al no encontrar lugar para reposar el alma, por todo el cerro le dé por deambular.
Aquel día me rodeaban los primeros vientos de noviembre, las historias de la primavera y el verano servían para calentar los corazones melancólicos de aquellas tardes solas y tan llenas de rutina, de esas tardes agobiadas por el trabajo y con un breve sosiego en la resignación de un techo y un buen amor. Me asomé por la ventana y las calles decoradas de morado y naranja me hicieron recordar cuando éramos dos enamorados. Alegró mi corazón el aroma de esas flores, alguna vez tuvimos unas, tal vez un poco más ocres, pero fueron nuestras flores. Montábamos la ofrenda y a veces soltabas un par de lágrimas al mirar de nuevo las fotografías y yo solía decir “Están mejor que nosotros, te lo puedo asegurar, ellos ya no estudian ni trabajan, ni sufren. Son más libres que cualquiera” y reías y me volvía a enamorar ¡Que lejos están esos días del cempasúchil y el terciopelo!
Olía el copal en todas las casas vecinas y su aroma me hacía recordar cada vez más los días de muertos que solíamos pasar. Al caminar juntos y sentir tu tibia piel y a veces tus manos frías después de comer, era lo mejor de caminar entre velas y calaveras dulces, entre las catrinas elegantes y enigmáticas que con su paso bajo las luces citadinas adornaban aquel paisaje nocturno del centro de Coyoacán, lleno de gente que acudía para apreciar las ofrendas que montaban año tras año. Entre ellos caminábamos tu y yo sonriendo y enamorados de la muerte ¡Pero eso días ya están muy lejos, muy lejos! Y sin embargo seguimos aquí después de tanto tiempo, viviendo de los recuerdos, sin voltear a vernos, sin tocarnos y me llamas a veces cuando la noche es muy oscura, olvido mi enojo y te abrazo y te digo palabras al oído, pero tu no contestas. Si el amor se muere entonces vivamos y seamos de nuevo enamorados.
Salí a la calle a caminar, para platicar, pero ya nuestros amigos no están, se fueron allá donde no hay angustias. Los hemos puesto uno por uno en el creciente altar, con el paso de los años en cada día de muertos cocinábamos más y dormíamos menos. Tan solo recordando anécdotas al azar de cada uno de nuestros muertos a veces con la precisión de las fechas, otras veces sin siquiera saber el año. Y así pasábamos los días de muertos en vela, hablando toda la noche de aquellos amados amigos, parientes, conocidos, mascotas. Café tras café sin azúcar como nos decía el doctor. Con el paso del tiempo te acostumbraste a mis historias de terror que repetía una y otra vez, hoy te las cuento y ni me miras, ni siquiera me reclamas por repetirlas.
Este día de muertos transcurre mal, saliste a caminar sola al mercado, pero me conmovió que te detuviste a mirar nuestra banca de la plaza, te sentaste ahí a descansar y aunque me ignorabas me senté a tu lado, ahí estuvimos en silencio y seguiste avanzando por la plaza iluminada y decorada ¡Que abrumadores son los recuerdos! Seguiste tu camino entre las ofrendas y los mariachis que le cantaban a los muertos, pero me detuve al notar que caminábamos con rumbo al panteón. Recuerdo haberte dicho que no debíamos ir ahí, caminar todas las tumbas de nuestros amados muertos era malo para tus piernas, pero me ignoraste, me ignoraste de una manera tan cínica que decidí regresar a casa y escribirte de una vez por todas que estoy dispuesto a salvar nuestra relación aunque seamos ancianos y ya no te importe. Si lees esto dime qué debo hacer, porque ya no se me ocurra nada.
Ahora entras por la puerta de nuestra casa tan campal y altanera como siempre has sido, llevas las bolsas llenas de flores, velas, calaveras dulces, incienso y hasta compraste un nuevo incensario ¡cínica! el incensario de barro negro que siempre quise y nunca me compraste, decías que los cráneos estaban horribles, que el de la casa estaba bien. Y así sigues montando la ofrenda ignorándome, pero debo admitir que te está quedando hermosa, la montas suavemente con tus bellas manos, te has puesto el vestido que siempre me gustó ¿Por qué me haces tanto daño? Ahora has desempolvado la caja de fotografías, las sacas con muchísimo cuidado y como cada año pasas una tras otra sin dejarme tocarlas, las veo contigo aunque no me quieras ni ver, suena en el radio las canciones que en varias fiestas bailamos, y tú a ratos ríes, a ratos lloras y yo ya no te digo más tan solo te tomo del hombro y a veces te abrazo ¡Jamás me habías ignorado tanto! Y así conforme pasas las fotos las vas colocando, cada una con su guisado, su bebida y su objeto preferido, foto tras foto vas llenando la ofrenda, como cada año. Estoy triste, pero me alegra saber que aún conservas nuestras costumbres.
Pero algo extraño ha pasado, un espacio más has dejado y una foto mía has tomado, caminas llorando con la foto entre tus manos, colocas la comida que me compraste en el mercado, y los discos que ponía una y otra vez, los discos con los que bailamos hasta el cansancio. Besaste la foto y la abrazaste tan fuerte que la arrugaste sin importar, con mucho cuidado la colocaste en la ofrenda. Hoy, dos de Noviembre, se dónde estoy, pero en verdad ya no me importa porque sé que aún nos amamos, y aunque estamos en distintos lados miraré esas viejas fotos, te abrazaré todas las noches oscuras, y te acompañaré a donde vayas aunque no me sientas ¡Anda amor mío! pasa foto tras foto y vivamos de nuevo.
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