Letargo, descanso, “vida” eterna, oscuridad, fin. La muerte ha resultado, junto al amor o belleza, ser una musa más en el arte de las letras, ya sea por el enigma en el que está envuelta o la desesperanza y la melancolía que genera estar inevitablemente cerca de ella. Para las plumas de la literatura mexicana, la muerte tiene un lugar especial porque, además de la tristeza, el temor o la intriga que emana de ella, resulta que los mexicanos tenemos la fama de, valiente y devotamente, reírnos de ella.
Así como Juan Rulfo y su insigne Pedro Paramo; Carlos Fuentes y sus célebres La muerte de Artemio Cruz o Aura; hasta lo paranormal de Amparo Dávila en varios de sus cuentos y en El entierro; o la sensatez de José Revueltas en El luto humano; por no dejar a Las muertas de Jorge Ibargüengoitia -relato documentado en siniestros casos reales-, son claros ejemplos de cómo las mentes literarias de México hacen de un mismo tema un crisol de posibilidades y narraciones. Pero en esta ocasión daremos cabida al género que desde la más profunda entraña nos habla a flor de piel de la pérdida, el dolor, la liberación, la animadversión o el miedo: la poesía y la muerte en cinco autores mexicanos.
La chiapaneca Rosario Castellanos incursionó con éxito en la novela, la poesía, el cuento y la dramaturgia, además del periodismo y con ello se convirtió en una de las intelectuales más importantes del México del siglo XX. Aunque en su obra hay dos constantes, la mujer y lo indígena, la muerte (y otros temas varios) también tuvieron cabida en sus pensamientos más profundos. Amanecer forma parte de su séptimo libro de poemas, Lívida luz, publicado en 1960.
“¿Qué se hace a la hora de morir? ¿Se vuelve
la cara a la pared?
¿Se agarra por los hombros al que está cerca y oye? ¿Se echa uno a correr, como el que tiene
las ropas incendiadas, para alcanzar el fin?
¿Cuál es el rito de esta ceremonia?
¿Quién vela la agonía? ¿Quién estira la sábana?
¿Quién aparta el espejo sin empañar?
Porque a esta hora ya no hay madre y deudos.
Ya no hay sollozo. Nada, más que un silencio atroz.
Todos son una faz atenta, incrédula
de hombre de la otra orilla.
Porque lo que sucede no es verdad”.
La caótica poesía de Pita Amor, la undécima musa, encontró siempre un lugar para la oscuridad. Alabado por el círculo de imprescindibles de la época, entre ellos su buen amigo y promotor Alfonso Reyes, Polvo, de 1949, es un poemario de 22 décimas en las que todo nos remite al “polvo eres y en polvo te convertirás” del Génesis.
“Cuando en polvo esté esparcida
mi carne ya no vibrante,
y este cerebro enervante
deje de inventar la vida;
ahí en la tierra, perdida,
encontraré polvo amigo,
de alguien que lloró conmigo
hasta consumir sus ojos.
¡Qué alivio que sus despojos
le den a mi polvo abrigo!”.
Las letras románticas de Manuel Acuña atraen a pesar del paso del tiempo. Poeta de finales del siglo XIX, tuvo una muerte tormentosa a los 24 años, cuando decidió poner fin a su vida con cianuro. De orígenes pobres, Acuña estudió Medicina y logró salir adelante de esa pobreza a través de la poesía en la cual reflexionó sobre la ciencia desde su trinchera lírica, como en el materialismo del cuerpo que ofrece en Ante un cadáver.
“¡Y bien! Aquí estás ya..., sobre la plancha
donde el gran horizonte de la ciencia
la extensión de sus límites ensancha.
Aquí, donde la rígida experiencia
viene a dictar las leyes superiores
a que está sometida la existencia.
Aquí, donde derrama sus fulgores
ese astro a cuya luz desaparece
la distinción de esclavos y señores.
Aquí, donde la fábula enmudece
y la voz de los hechos se levanta
y la superstición se desvanece.
Aquí, donde la ciencia se adelanta
a leer la solución de ese problema
que solo al anunciarse nos espanta.
Ella, que tiene la razón por lema,
y que en tus labios escuchar ansía
la augusta voz de la verdad suprema.
Aquí está ya... tras de la lucha impía
en que romper al cabo conseguiste
la cárcel que al dolor te retenía.
La luz de tus pupilas ya no existe,
tu máquina vital descansa inerte
y a cumplir con su objeto se resiste.
¡Miseria y nada más!, dirán al verte
los que creen que el imperio de la vida
acaba donde empieza el de la muerte.
Y suponiendo tu misión cumplida
se acercarán a ti, y en su mirada
te mandarán la eterna despedida.
¡Pero no!..., tu misión no está acabada,
que ni es la nada el punto en que nacemos,
ni el punto en que morimos es la nada.
Círculo es la existencia, y mal hacemos
cuando al querer medirla le asignamos
la cuna y el sepulcro por extremos.
La madre es solo el molde en que tomamos
nuestra forma, la forma pasajera
con que la ingrata vida atravesamos.
Pero ni es esa forma la primera
que nuestro ser reviste, ni tampoco
será su última forma cuando muera.
Tú sin aliento ya, dentro de poco
volverás a la tierra y a su seno
que es de la vida universal el foco.
Y allí, a la vida, en apariencia ajeno,
el poder de la lluvia y del verano
fecundará de gérmenes tu cieno.
Y al ascender de la raíz al grano,
irás del vergel a ser testigo
en el laboratorio soberano.
Tal vez para volver cambiado en trigo
al triste hogar, donde la triste esposa,
sin encontrar un pan sueña contigo.
En tanto que las grietas de tu fosa
verán alzarse de su fondo abierto
la larva convertida en mariposa,
que en los ensayos de su vuelo incierto
irá al lecho infeliz de tus amores
a llevarle tus ósculos de muerto.
Y en medio de esos cambios interiores
tu cráneo, lleno de una nueva vida,
en vez de pensamientos dará flores,
en cuyo cáliz brillará escondida
la lágrima tal vez con que tu amada
acompañó el adiós de tu partida.
La tumba es el final de la jornada,
porque en la tumba es donde queda muerta
la llama en nuestro espíritu encerrada.
Pero en esa mansión a cuya puerta
se extingue nuestro aliento, hay otro aliento
que de nuevo a la vida nos despierta.
Allí acaban la fuerza y el talento,
allí acaban los goces y los males
allí acaban la fe y el sentimiento.
Allí acaban los lazos terrenales,
y mezclados el sabio y el idiota
se hunden en la región de los iguales.
Pero allí donde el ánimo se agota
y perece la máquina, allí mismo
el ser que muere es otro ser que brota.
El poderoso y fecundante abismo
del antiguo organismo se apodera
y forma y hace de él otro organismo.
Abandona a la historia justiciera
un nombre sin cuidarse, indiferente,
de que ese nombre se eternice o muera.
Él recoge la masa únicamente,
y cambiando las formas y el objeto
se encarga de que viva eternamente.
La tumba sólo guarda un esqueleto
mas la vida en su bóveda mortuoria
prosigue alimentándose en secreto.
Que al fin de esta existencia transitoria
a la que tanto nuestro afán se adhiere,
la materia, inmortal como la gloria,
cambia de formas; pero nunca muere”.
A través de sus nocturnos, Xavier Villaurrutia habló sobre la muerte y la angustia de saberse fugaz en este mundo. A través de sus versos transformó esa ansia en una bella nostalgia.
“Si la muerte hubiera venido aquí, a New Haven,
escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,
en el bolsillo de uno de mis trajes,
entre las páginas de un libro
como la señal que ya no me recuerda nada;
si mi muerte particular estuviera esperando
una fecha, un instante que sólo ella conoce
para decirme: “Aquí estoy.
Te he seguido como la sombra
que no es posible dejar así nomás en casa;
como un poco de aire cálido e invisible
mezclado al aire duro y frío que respiras;
como el recuerdo de lo que más quieres;
como el olvido, sí, como el olvido
que has dejado caer sobre las cosas
que no quisieras recordar ahora.
Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:
estoy tan cerca que no puedes verme,
estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.
Nada es el mar que como un dios quisiste
poner entre los dos;
nada es la tierra que los hombre miden
y por la que matan y mueren;
ni el sueño en que quisieras creer que vives
sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;
ni los días que cuentas
una vez y otra vez a todas horas,
ni las horas que matas con orgullo
sin pensar que renacen fuera de ti.
Nada son estas cosas ni los innumerables
lazos que me tendiste,
ni las infantiles argucias con que has querido dejarme
engañada, olvidada.
Aquí estoy, ¿no me sientes?
Abre los ojos; ciérralos, si quieres.”
Y me pregunto ahora,
si nadie entró en la pieza contigua,
¿quién cerró cautelosamente la puerta?
¡Qué misteriosa fuerza de gravedad
hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?
¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,
la voz de una mujer que habla en la calle?
Y al oprimir la pluma,
algo como la sangre late y circula en ella,
y siento que las letras desiguales
que escribo ahora,
más pequeñas, más trémulas, más débiles,
ya no son de mi mano solamente”.
El mismo Fernando del Paso en su antología Quince poetas del mundo náhuatl, le da el título de “poeta, arquitecto y sabio en las cosas divinas”. De entre estos poetas que fueron llamados tlamatini, “el que sabe algo”, haciendo referencia a aquellos que meditan sobre los antiguos enigmas del hombre, el más allá y lo divino, está Nezahualcóyotl de Tezcoco, que reflexiona ante la muerte como un destino sin distinciones y que demuestra la fragilidad de la vida.
“Percibo lo secreto, lo oculto:
¡Oh vosotros señores!
Así somos,
somos mortales,
de cuatro en cuatro nosotros los hombres,
todos habremos de irnos,
todos habremos de morir en la tierra...
Como una pintura
nos iremos borrando.
Como una flor,
nos iremos secando
aquí sobre la tierra.
Como vestidura de plumaje de ave zacuán,
de la preciosa ave de cuello de hule,
nos iremos acabando...
Meditadlo, señores,
águilas y tigres,
aunque fuerais de jade,
aunque fuerais de oro
también allá iréis,
al lugar de los descarnados.
Tendremos que desaparecer,
nadie habrá de quedar”.