La lápida del sarcófago de K’inich Janahb’ Pakal conocido popularmente como el astronauta de Palenque
2 de octubre del 2022. San Lucas Xolox, Tecámac, Estado de México. Lo recuerdo per-fec-ta-men-te. Habíamos llegado a esta localidad mexiquense −una de las más antiguas del Valle de México− la víspera para celebrar el cumpleaños de quien en adelante llamaré M. Ese día, después del desayuno, M nos llevó a dar una vuelta por su pueblo con destino al templo, donde, nos relataba en el camino, había un precioso retablo de estilo churrigueresco debidamente laminado de oro. Ya en el lugar, M nos hizo notar el contraste entre el arte sacro que enviste el altar y el de la cúpula, casi herético, el cual, señalaba M, era obra de las personas originarias de Xolox, otrora poblado chichimeca.
Mirando esa cúpula, entre las mujeres pintadas con sus canastas plenas de flores y frutos divisé otras figuras, cargadas igualmente con canastas, pero de rasgos… ¡alienígenas! En el instante quise enviarle una foto a mi padre, fiel creyente del fenómeno OVNI, extraterrestres y cía., pero advertí casi de inmediato que, al igual que estas cuestiones paranormales, el más allá me era inaccesible, es más, imposible. Quizás todo este asunto tiene que ver con esa terrible, abrumadora y desasosegante certeza de abandono y vacío que sentí en aquel momento, o quizás estaba ante una de esas evidencias de que seres superiores de otros mundos siguen nuestros pasos desde el principio de los tiempos y de que naaaadie haaaaace naaaada...
Mas, hay que advertir que esta creencia en alienígenas ancestrales no es en realidad tan ancestral, ni una centuria ha pasado desde que en 1947 el avistamiento del piloto Kenneth Arnold disparó un fenómeno que, quién sabe si paranormal, se convirtió en un éxito mediático y adhirió bastante bien en el imaginario colectivo, al menos del mundo yanqui y su globalidad, tal que resulta innecesario enumerar todos los productos de imprenta, radio, televisión, cine y digitales que existen sobre platillos voladores, aliens, contactados y abducidos, teorías de la conspiración, y un largo etcétera.
Es cierto que las naves espaciales y los seres de otros mundos aparecen ya en la ciencia ficción desde el siglo XIX, incluso podríamos hallar a los primeros contactados por entidades de otras partes del universo en alguna de las sesiones espiritistas que en la misma época iban al alza. Pero no podemos dejar de lado que la relación que se ha establecido entre OVNIs −bautizados por las fuerzas aéreas norteamericanas para designar a cualquier objeto volador no identificado por ellos (globos aerostáticos, satélites, basura espacial, meteoritos, incluso ilusiones ópticas)− y naves espaciales procedentes del espacio exterior, para luego establecer que estos platillos voladores están tripulados por alienígenas, y de ahí que estos seres nos observan y llegan a abducir gente, y de ahí que el gobierno oculta toda pista de ellos, y de ahí que estos seres tan desarrollados intelectual y tecnológicamente habrían venido desde los albores de la humanidad a moldear nuestra especie y marcar el curso de nuestra historia, y de ahí a… Toda esta intrincada relación entre ideas lleva la marca propia y registrada de nuestros tiempos.
Con la Guerra Fría como telón, la odisea espacial en ciernes daba cuenta de la posibilidad de viajar fuera de la órbita terrestre; esto, sumado al auge de los medios de comunicación masiva, la consolidación de las industrias culturales y su consiguiente cultura de masas; y, por no dejar de lado, el acceso de las personas a diversas fuentes de información, a tecnologías de la comunicación e incluso al ámbito de lo mediático. Son algunos de los factores que favorecieron la aparición y desarrollo de la ufología, el saber propio sobre naves extraterrestres y sus tripulantes, más todo un amplio imaginario y sus consiguientes exponentes, obras canónicas y hechos paradigmáticos (el primero y fundacional, el avistamiento ya citado de 1947, en el monte Rainer, Washington).
A este respecto baste citar, entre el inabordable cúmulo ufológico, la reciente presentación de restos milenarios de entes xenomorfos en el Senado de México por parte del reputado especialista en la materia, Jaime Maussan; estos restos procedentes del Perú vendrían a ser una prueba contundente más sobre las visitas extraterrestres a nuestro planeta y su larga data. La noticia dio la vuelta al mundo, para beneplácito de los creyentes en el fenómeno y para gran cantidad de satíricos que reventaron en memes, por ejemplo, pero también encendió las alertas de otros expertos, las personas de ciencia que, en pos de la verdad, desmontaron el mentado fraude mostrando tanto su falaz argumentación, como la evidente manufactura de las presuntas momias y la no contundencia de los pocos datos científicos presentados por el conductor del Tercer Milenio.
Con este tipo de armas los científicos se enfrentan a, los tildados por ellos, pseudocientíficos, gesta que también tiene una larga historia y desborda el ámbito de lo paranormal −donde caben igualmente entes extraterrestres que del más allá o la quinta dimensión−, llega también al negacionismo del cambio climático o de la evolución biológica, hasta el movimiento antivacunas o el terraplanismo, por citar algunas creencias contemporáneas más o menos extendidas. La gente de ciencia se alerta por la falta de rigor de estos sistemas de creencias y por las implicaciones de que las personas los asuman como verdaderos y actúen en consecuencia. La problemática no se define tanto por quién tiene o no la razón, sino por cómo esta disputa por la verdad configura nuestra realidad.
La verdad, por cierto, hace tiempo que no lo es más. También en la segunda mitad del siglo pasado, algunos filósofos señalaron la arbitrariedad de todo lo que pretendemos como verdadero, desde las creencias populares, pasando por los grandes sistemas religiosos o ideológicos, hasta llegar a las ciencias, todo esto no sería más que construcción social de sentido, cuentos que nos contamos, pura fábula, puro mito. Y como bien podemos avistar a lo largo de la historia humana, estas explicaciones entran en conflicto y se imponen, más que por la razón, por la fuerza o por el interés de quien o quienes tienen el poder o se hacen de él.
Tal parece que al animal que somos le es igualmente ineludible la disputa que la necesidad de sentido; de ella deriva una pregunta del tipo ¿estamos solos en el universo?, tan existencial como lo puede ser preguntarse por el sentido de la vida, el universo y todo lo demás. Y por supuesto, no ha sido ajena al ámbito de la filosofía: desde la oposición de los atomistas como Demócrito, que apostaban por la infinidad del cosmos y la consecuente posibilidad de que hubiera seres vivientes además de en la Tierra, frente a unicistas como Aristóteles, que planteaban un universo finito en el que los únicos vivientes somos los terrestres y, entre todos, los únicos inteligentes, los humanos; pasando, por ejemplo, por el herético Giordano Bruno y sus infinitos mundos animados y poblados, frente a la verdad teológica de la creación que se limita al sistema solar y ante todo a la humanidad; hasta Immanuel Kant, filósofo moderno que estableció un imperativo categórico moral para cualquier ser racional, advirtiendo la posibilidad de que la razón humana no fuera la única en el universo.
Hoy por hoy, en el seno mismo de la ciencia, algunos bandos se definen por su adscripción o no a la astrobiología. Y es que sí, tan legítimo es el planteamiento sobre la posibilidad de que exista vida en el universo además de la terrestre que se hace investigación al respecto. Baste señalar que Carl Sagan, famoso divulgador y hombre de ciencia, apostó por la causa y es uno de los genios detrás de la placa de la sonda espacial Pioneer 10 que lleva información cifrada sobre nuestra especie y nuestro mundo con la esperanza de ser encontrada alguna vez por otros seres inteligentes allá afuera. Sabemos que el universo no es propiamente infinito, pero es lo suficientemente extenso y viejo como para que la vida se haya dado en otro lugar, incluso que deviniera en seres inteligentes y… así podríamos seguir elucubrando posibilidades, no hay límite para nuestra imaginación, pero si nos atenemos a los hallazgos científicos más recientes, no podemos postular nada al respecto, todos los pros y los contras caen ante el gran silencio que parece circundarnos en el espacio exterior.
Ahora bien, si lo que queremos es mantenernos en el ámbito de lo hipotético y aceptamos la posibilidad de que existan seres inteligentes además de nosotros en el universo, ¿tendrían también un sentido de la moral o del conocimiento?, ¿bajo qué parámetros distinguirían lo verdadero de lo falso?, ¿serían violentos o pacíficos?, ¿soñarían igualmente con seres inteligentes distintos a ellos, pero con la misma urgencia existencial de entender el sentido de la vida, el universo y todo lo demás? Preguntémonos asimismo ¿por qué los pensamos bajo nuestros propios parámetros? Todos nuestros referentes de alienígenas son xenomorfos, es decir, de rasgos humanos, más que físicos, de carácter. Ni tan ilimitada resulta nuestra fantasía, y así de difícil como es el desasirnos de nuestras antropocéntricas anteojeras, resulta también el desembarazarnos de la angustia de sabernos sinsentido y el rehuirle haciéndonos y asiéndonos de mitos.