Por: Arody Rangel

Bruno, viajero sideral

“Ha liberado la mente humana, y su conocimiento, que estaban encerrados dentro de la estrecha cárcel de la turbulenta atmósfera de la Tierra, desde la cual apenas podían verse las más lejanas de las estrellas como a través de un orificio; sus alas estaban cortadas, de modo que no podían volar y traspasar el velo de nubes, y ver lo que realmente se encuentra allí… He aquí aquel que ha surcado los aires, penetrado el cielo, recorrido las estrellas, traspasado los márgenes del mundo, disipado los muros fantásticos de la primera, octava, novena y décima esferas…”

Giordano Bruno, La cena de las cenizas

En nuestros días, el descubrimiento de nuevos exoplanetas o los proyectos de Space X para colonizar Marte no son censurados o condenados a consumirse en las brasas de una pira inquisitoria. La búsqueda de mundos alternativos, fuera de nuestro planeta y más allá del sistema solar, responde a la expectativa de lograr que la civilización sobreviva a la catástrofe ambiental que ella misma ha propiciado. Partimos del hecho de que las estrellas que llenan el firmamento y nuestro Sol son astros de la misma naturaleza, de modo que nada impide que al igual que la corte de planetas que acompañan a nuestra estrella, otras estrellas formen sistemas planetarios; por su puesto, las trabas aparecen cuando de lo que se trata es de saber si esos mundos son habitables, aún más si planteamos la cuestión de cómo podremos emprender un viaje interestelar para llegar hasta ellos. Y, sin embargo, nuestra ambición se mueve

Tampoco escandalizan las alocadas creencias sobre seres inteligentes extraterrestres, viajeros cósmicos provenientes de civilizaciones superdesarrolladas que visitan a menudo nuestro planeta con propósitos diversos ‒experimentación, ocio, diversión, conquista, morbo‒; incluso hay quienes van más lejos y afirman que estos seres se camuflan entre nosotros o que son ni más ni menos que nuestros hacedores, creadores nuestros y de la civilización… Al margen de todas esas fantásticas especulaciones ‒que tienen un buen número de adeptos‒, en el mundo de la ciencia, el físico italo-estadounidense Enrico Fermi formuló su famosa paradoja en los años 50: si nada impide que en otros lugares del universo la vida se haya desarrollado en formas inteligentes como la nuestra, ¿dónde están?, ¿por qué no se han comunicado? Lejos de los presumibles contactos extraterrestres que aducen los aficionados, lo que sí sabemos es que los mensajes que lanzamos al cosmos a bordo de las sondas Voyager y Pionner aún no tienen respuesta…

Lo que hoy sería condenado como un acto de barbarie, un crimen de lesa humanidad, la muestra más violenta de intolerancia, otrora era el castigo de la impiedad: en la madrugada del 17 de febrero del año 1600, Giordano Bruno ‒mago, astrónomo, filósofo, alquimista‒ fue quemado vivo en el Campo dei Fiori de Roma por orden de la Santa Inquisición. Su delito fue decir y publicar que el Universo es ilimitado, que la Tierra da vueltas alrededor del Sol, que la Luna y los planetas de nuestro sistema solar son otros mundos; que las estrellas son soles, alrededor de los cuales giran planetas habitados; que toda la materia del Universo está compuesta por átomos, así como las cosas, los seres y las personas.

Bruno, al igual que otros mártires de la historia, pagó con su vida la “osadía” de pensar diferente. Para algunos, su papel en el desarrollo de la ciencia moderna no ha sido lo suficientemente destacado: él sería el precursor, ni más ni menos, que de nuestra idea actual de cosmos, del infinito espacio sideral, una idea que no tuvo cabida entre ninguno de los astrónomos de su época ‒Galileo o Kepler, por ejemplo‒. Para otros, la figura profética de Bruno pasa a los márgenes si consideramos que sus planteamientos eran más bien filosóficos y no científicos, y que las cosas que vaticinó no se han corroborado tal como él las planteó. Una estrechez de miras nos obliga a optar por una u otra posición, aunque lo cierto es que ambos puntos tienen su parte de razón; sin embargo, la apuesta de Bruno se nos escapa, su singularísima concepción del Universo se ha perdido en nuestros días.

Bruno no sólo desafió la cosmovisión de su época, sino que fue más allá de la rebeldía heliocéntrica copernicana: sí, la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés, y sí, el universo es infinito y abierto, no algo limitado y acabado; pero en este vasto espacio sideral no hay ningún centro: la Tierra no arrebata el trono al Sol, como tampoco el hombre a dios. De hecho, para Bruno el universo debía ser infinito como reflejo digno de su creador, la expresión de su ilimitada omnipotencia y aún más: dios es inseparable de su creación, está en ella. Lo que el filósofo postula es un panteísmo, sólo así es posible entender que para él todos los seres del cosmos estén animados, pues todos son divinos; no hay jerarquías, el universo es también homogéneo, todas sus partes poseen igual valor y dignidad, todas testimonian a su manera el poder divino.

Con las alas que Bruno restituyó a la mente humana no se sobrevuela el cosmos en busca de nuevos hogares qué habitar, explotar y abandonar. Lo que Bruno conquistó en su viaje sideral no se reduce al desmantelamiento de una cosmología y su reemplazo por otra nueva. Su trayecto fuera de la Tierra, hacia otros mundos, es emancipatorio, representa el poder liberarse de una estrechez de miras que impone cualquier orden o jerarquía establecidos, es romper con esos grilletes. En el universo de Giordano Bruno todo está iluminado, “la Luna es un cielo para nosotros, tanto como nosotros somos un cielo para la Luna”.