Los maíces en México se extienden en palomitas, tlayudas, pambazos, tacos, esquites, tostadas, pozole, tlacoyos, gorditas, quesadillas, totopos, itacates, tortillas, pozol, tamales, chilaquiles, atoles y tantas y tantas cosas, donde el único límite es la cintura y la saciedad. Al parecer, son pocos los países donde un solo grano cuenta con tantas caras. En el país hay 64 razas de maíz, casi el mismo número de pueblos originarios, que son 68, y cada una de estas tiene un uso especial para el que cosecha. Unos sirven para producir texturas doradas y crujientes, y otros, son “tiernitos”. “Están muy tiernitos” dicen los que prueban, cuando el cacahuazintle está perfectamente cocido y acompañado por su chile, su limón y otros aderezos. Y todo esto sería imposible si no existieran tantas diferencias en el mismo vegetal.
Pero ¿a qué se debe esta variedad? A que México parece ser la cuna del grano. Así como lo oye. Sorprendentemente, hasta donde hoy sabemos, los primeros maicitos bebés se mecieron en el aire de nuestro país, respiraron ese cielo transparente que ya no conocerán los que vienen, y fueron hijos de la convivencia de la humanidad con una planta gramínea conocida como teocintle. Nuestras y nuestros antepasados recolectaban, sembraban y cosechaban el teocintle –tal vez sólo por la belleza de ver crecer una planta– y posteriormente seleccionaban sus mejores semillas y comenzaban de nuevo. A la larga, este proceso fue domesticando el vegetal hasta desarrollar todo su potencial, es decir, la mazorca como la conocemos actualmente.
La investigación que le otorga a México el orgullo de ser el origen del grano, se la atribuimos a los trabajos realizados por el “usita” –como le dicen a los estadunidenses en algunos lugares del país– Richard Stockton MacNeish. Este arqueólogo primeramente observó que, en algunas partes del norte de México, existían cultivos de maíz de alrededor del 4 500 a. C. De estas informaciones, Stockton dedujo que era posible que hacia el sur del país existieran registros más antiguos de las cosechas. Era un buscador de lluvias pasadas. Así, se adentró en Honduras, Guatemala y Chiapas, pero los resultados no tuvieron éxito, pues, aunque el maíz ya tenía por casa esos lugares, ese no había sido su primer hogar. Stockton pensaba que esa primera cuna debía tener un clima caliente y seco, con poca precipitación pluvial, rocas sedimentarias y cuevas.
Así, llegó al valle de Tehuacán, donde pudo encontrar restos de maíz de alrededor del 9000 a. C., y acreditar las versiones de que el mismo Quetzalcóatl fuera quien enseñó cómo cosechar esta planta –tómese esto último como leyenda-.
El punto a destacar es que los maíces tardaron en cosecharse alrededor de 12,000 años. Y como dijera el poema “No los levantó la nada, / ni el dinero, ni el señor, / sino la tierra callada / el trabajo y el sudor”. Y gracias a las variedades obtenidas de este arduo esfuerzo resultan significativos los procesos que hoy vive nuestro hermoso grano. Los que dicen saber andan diciendo que los maíces alterados genéticamente para evitar plagas o mejorar su crecimiento enriquecen a la humanidad porque generan más volumen de granos, siendo más baratos para producirse. Y seguramente es cierto. Pero como vimos en estos pequeños párrafos que anteceden, un solo tipo de maíz, una sola raza, comparativamente contra 64, sí empobrece a México. Puede significar no tlayuda o no palomitas. 64 conseguidas a lo largo de 12,000 años, por millones de manos que actuaron con dolor de espalda y prisas mentales; que tomaron, una a una, las semillas y las separaron; que lloraron las heladas y sonrieron a las espigas, una y otra vez, volviéndose dueños sólo de esa tortilla, que acaba con el hambre; y que de oído a oído, calmarán el hambre de muchos que aún no nacen; en definitiva, sí empobrece que unas empresas, tres para ser exactos, tengan derecho definitivo sobre un dios como el maíz.