Novela de anticipación, anti-utopía, distopía. El concepto designa un género literario cuyas simientes pueden rastrearse desde finales del siglo XIX y que se caracteriza por ofrecer un panorama desolador sobre el futuro del colectivo humano si son llevadas a sus últimas consecuencias las premisas civilizatorias actuales: progreso tecnocientífico y debacle ambiental, poder sin contrapesos para las grandes potencias del mundo, guerra en escalada a la extinción, relativismo y negacionismo a ultranza, entre otras. El género refleja el desencanto y descreimiento de los estadios ideales a los que se suponía llegaría la humanidad por la vía del desarrollo, utopía que se vio pronto vaporizada por los regímenes totalitarios y las consecuentes guerras mundiales de la primera mitad del siglo pasado: los hechos constataban por todas partes que no nos dirigíamos a ningún lugar feliz, todo lo contrario, parecía que habíamos puesto a correr nuestro último reloj de arena.
Se considera que la primera distopía de la literatura es la novela Nosotros de Yevgueni Zamiatin escrita en 1920, este relato refleja mucho de lo que el escritor ruso vivió y padeció tanto en la Rusia zarista como soviética, y pone sobre la mesa las posibles consecuencias de que una facción política se vuelva total, absoluta, en una visión francamente desesperanzadora, que se ha vuelto canónica para el género. La distopía de Zamaitin, tan poco conocida, influyó directamente sobre dos obras que se consideran fundacionales: Un mundo feliz de Aldous Huxley y 1984 de George Orwell, y cabe aún decir que la de Orwell tiene también como precedente la anti-utopía de un mundo producido por ingeniería genética, controlado por hipnopedia y drogas de la felicidad que maquinó Huxley.
Ahora bien, de las novelas que conforman la llamada tríada distópica, en la que además de El mundo feliz y 1984 se encuentra Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, es la de Orwell la que logró colar mucho de su imaginario en la cultura popular: el Gran Hermano (Big Brother is watching you!), ente panóptico de vigilancia que pasó a dar nombre en los 2000 a un reality show que ofrecía como espectáculo la vida de personas ordinarias 24/7 (y aún se hace en algunos lugares del mundo); o bien, la Policía del pensamiento y el crimental como otras formas de traslucir la persecución fáctica de la disidencia. Tal ha sido el influjo de esta obra que el adjetivo orwelliano se adoptó en múltiples discursos para describir a las sociedades disciplinarias y de control en las que vivimos.
No obstante, el decir que vivimos en una realidad orwelliana causa extrañeza. En 1984, el año que da título a la novela, un balance de mundo hecho en comparación con la distopía del escritor inglés arrojó que en ese momento de la historia no había un mundo divido en tres superpotencias totalitarias, podía presumirse incluso que los totalitarismos habían cedido sus puestos a las emergentes potencias neoliberales; la vigilancia hacia adentro y la guerra hacia afuera como prácticas políticas de mantenimiento del statu quo se perpetraban en la realidad de formas aparentemente distintas a las que auguraba la novela; y ni qué decir de la moral de aquel mundo ficticio, pues, más que el recato y la prohibición de la sexualidad, hoy nos encontramos con toda una industria para la que el sexo ha resultado tremendamente rentable. Se llegó entonces a la conclusión de que Orwell había fallado en sus anticipaciones.
A propósito de esto, relucen las lecturas hechas en clave histórica que señalan que la distopía orwelliana está denunciando claramente al sistema soviético, que el Gran Hermano es Stalin, que la Policía del pensamiento es la KGB o que el enemigo del régimen, Emmanuel Goldstein, es el Trotski caudillo desertor de la URSS; y ahondando aún más, la terrible Habitación 101 y las prácticas de tortura mental y física que ahí se perpetran contra los detractores serían apenas un esbozo de los mecanismos habituales con los que el régimen estalinista despachaba a quienes consideraba personas no gratas. No obstante, cabe señalar que los hechos de 1984 no suceden en territorio ruso, sino en la ficticia Oceanía, que comprende al mundo anglosajón y vive bajo el Ingsoc, socialismo inglés; en tanto que el bloque soviético se ha hecho de Europa formando Eurasia y el bloque del Asia Oriental comprende China, Japón e Indochina; igualmente, la ficción apunta a que en todos estos lugares, todos, se vive bajo algún tipo de totalitarismo.
Por otro lado, hay que señalar que el protagonista de 1984, Winston Smith, burócrata del Ministerio de la Verdad, cuando inicia la escritura de su diario movido por la sospecha de que el mundo en el que le han dicho que vive no es más que una gran farsa, sitúa los hechos en 1984 sólo por convención, pues en realidad no está muy seguro de qué año es el que corre realmente: tanto se ha manido la historia que es difícil precisarlo. El año, que se ha vuelto emblemático, pasa a segundo plano si atendemos otra cuestión: el título de la obra, o no es más que resultado de una estrategia editorial de ventas, o producto de un juego de su autor, quien terminó de escribirla en 1948 y optó por cambiar los últimos dos dígitos para el título. Como fuere, si algo quiso anticipar o denunciar Orwell, esto no se encuentra en la literalidad de una fecha, o de alguna otra cosa o situación de su obra en absoluto.
El Ingsoc tiene como consignas que La guerra es la paz, La libertad es esclavitud y La ignorancia es la fuerza; por otro lado, el doblepensar es la operación mental requerida para asumir todas estas consignas como verdaderas, no se trata de un pasar por alto el evidente contrasentido de cada sentencia, sino que esta idea de contrasentido se ha anulado por completo y para quien, como a Winston Smith, le despierta la lógica, hay una instancia dedicada a reformarlo o vaporizarlo, volverlo nadie. Esta instancia es la Policía del pensamiento, brazo derecho del Ministerio de la Verdad, que junto con los de la Abundancia, la Paz y el Amor, se encarga de perpetuar la precarización que hace posible ese mundo “perfecto”.
Ahora bien, todo lo que está en juego en esta distopía es la “verdad”: este régimen totalitario no sólo ha impuesto su propia contralógica en todas las mentes, ha modificado los hechos históricos tanto como ha requerido para imponer su visión y también tunde contra toda memoria del presente si de un día para otro está en guerra con un bloque distinto al de ayer, el nuevo enemigo se convierte de facto en el enemigo de todos los tiempos. La verdad no es otra que lo que dice el régimen, contra toda lógica y contra toda memoria, esto se ha asumido entre la población en un grado tal que ni la lógica ni la memoria tienen cabida. Es más, el Ingsoc ha llegado a regir la realidad misma al nivel de implementar su propio lenguaje, la neolengua que será capaz de enunciar sólo la verdad del Estado.
Hacia adentro, esto es lo que regula y mantiene la estructura interna de este mundo, hacia afuera se proyecta el odio y se hace la guerra. Los habitantes de Oceanía viven en un recato que les impide, si no es para bien del Ingsoc, tender lazos interpersonales y mucho menos relaciones de pareja, no hay cabida para la individualidad y todo el afecto que les es negado se compensa con un odio exacerbado, dirigido al enemigo público número uno del Ingsoc y del Gran Hermano, el detractor Emmanuel Goldstein, así como al bloque de mundo con quien se guerree en turno, Eurasia o Asia Oriental. Además, ésta que es la única pasión admitida, también es controlada estatalmente, podríamos decir incluso suministrada: cada día, en un momento específico de la jornada, se dedican dos minutos para el odio y las personas se deshacen en gritos e improperios contra imágenes del enemigo y escenas de guerra que les son proyectadas en las pantallas de vigilancia, dispuestas en el espacio público y al interior de los hogares.
Se ha dicho, pero vale la pena detenerse en esto un momento: este estado totalitario, además del doblepensar, el Ministerio de la Verdad y la Policía del pensamiento, se asegura del orden a través de un complejo sistema de vigilancia que consta de pantallas que espectan a las personas en todos lados 24/7; ahora bien, el espectador y vigía no es cualquiera, sino el dirigente del Ingsoc, el Gran Hermano y su ojo que todo lo ve, al que nada ni nadie escapa. Sin embargo, ni este sujeto, ni su contraparte maniqueo Goldstein, aparecen jamás y nada impide, tal como se hacen las cosas en este mundo, que ni siquiera existan y sean sólo dos personajes creados para este peculiar teatro. Como se ha dicho, todo lo que está en juego es la verdad o, mejor dicho, el modo como el poder impone lo que él denomina que es verdadero y quizás sea esto sobre lo que quiere alertarnos Orwell.
El mundo contemporáneo es mucho más complejo geopolíticamente hablando que el que esboza 1984 y no obstante que, en muchos países se vive bajo pretendidas democracias, baste con enunciar Rusia, China, Corea del norte y diversos puntos en los mapas de África, Asia e incluso América para entender que el totalitarismo no ha sido desterrado del mundo y que ejemplos sobran para trazar paralelismos con la ficción orwelliana. Dicho esto, aún habrá quien dude de que la “verdad” o su “propio” pensamiento son manipulados en el mundo “libre”, donde cada uno hace consigo mismo lo que quiere, adopta sus propios ideales y traza su propio camino de vida… Que este discurso esté tan generalizado, que no haya uno entre nosotros que no crea que es “único y diferente” basta para incitar la sospecha.
En filosofía, también en el siglo pasado, pero durante su segunda mitad, se propusieron algunos adjetivos para caracterizar a las sociedades contemporáneas: disciplinar y de control son algunos de ellos. A partir del panóptico propuesto por el filósofo utilitarista Jeremy Bentham para la vigilancia en las cárceles, el filósofo Michel Foucault trasladó esta figura hacia la arquitectura misma de todas las instituciones estatales, las cárceles, pero también los hospitales, las escuelas y la familia misma; este panóptico funciona de forma tal que, al ser colocado en un lugar desde el que puede ver todo sin ser visto y vigilar cada acción, logra interiorizarse en las personas, quienes sabiéndose bajo el escrutinio de esta mirada ubicua terminan por actuar del modo en que se espera que actúen. Las normas sociales y políticas son adoptadas por las personas en este proceso disciplinar de vigilancia que es puesto en escena en cada institución y gracias al cual, las personas se vigilan a sí mismas, y unas a otras, de actuar conforme a la norma.
Como se ve, no hace falta que tengamos pantallas y cámaras de vigilancia en todos los rincones del mundo, pues el Gran Hermano-panóptico ha logrado por otros medios que interioricemos su mirada vigilante y la adoptemos como propia, al punto de creer que actuamos libremente cuando hacemos una carrera universitaria, nos empleamos en algún lugar o formamos una familia, claro, de esa forma “única y diferente” en que lo hacemos todos. Para Foucault, el disciplinamiento está enfocado en el cuerpo, en lograr que las personas actúen de la forma que se espera de ellas, incluso cuando nadie las ve. Por supuesto que esto se logra no sólo interiorizando el ojo que todo lo ve, sino también el miedo al castigo, ¿qué más da esa mirada omnipresente si no puede hacerme nada si desobedezco? Y así como en 1984 se ha estipulado el delito del crimental y hay una Policía del pensamiento, sobra decir que en las sociedades reales los mecanismos de impartición de la ley se distinguen por hacer justicia al orden estatal y no al bien común…
No obstante, aún queda hablar de las pantallas. Luego de la sociedad disciplinar de Foucault, el también filósofo francés Gilles Deleuze propuso el concepto de sociedades de control. Para Deleuze, algo fundamental estaba pasando y cambiando con el desarrollo e implementación de diversas tecnologías, sobre todo las computacionales e informáticas. Al disciplinamiento a través de las instituciones tradicionales, se suma el control de la población a través de la información: fecha de nacimiento, lugar de residencia, nivel socioeconómico, grado escolar, calve de elector o registro de contribuyente son algunos de los datos que rigen nuestras vidas y que están en control de las instituciones y las empresas que cifran nuestras existencias. El panóptico crece, imperceptible, ya no sólo no reconocemos que nuestra voz interna es la suya, sino que a través de lo que sabe de nosotros controla nuestra posición en el mundo.
Lo atisbó Deleuze: el paso siguiente es moldear la mente. Llegados a este punto, uno bien podría señalar: pero si el ojo del Gran Hermano ya se ha interiorizado y logrado que acatemos las normas sociales. Sí, pero aún hay modo de ejercer mejor control sobre las personas y esto es a través de sus deseos, sueños, anhelos y aspiraciones. El cine, la televisión y la mercadotecnia se han encargado de suministrar ideales y estereotipos de vida desde hace décadas, y esto ha sido posible gracias al acceso de las personas a los aparatos que captan sus señales y al consumo; ese lavado de cerebro, que encontró en el deseo más que en el dolor la forma efectiva de tener a todo mundo en una carrera continua por lograr ser alguien en la vida (el alguien que el entorno mediático produce y reproduce por todas partes), tiene hoy otras formas de efectuarse: esos espejos negros con los que interactuamos a diario y en los que se nos juegan tantos y tantos aspectos de la existencia.
¿Quién quiere que yo crea lo que creo que quiero? El Gran Hermano en la época actual es tan ubicuo que se ha vuelto uno con nuestros pensamientos y nuestros anhelos, nadie tiene que amedrentarme para entrar en la rueda, yo quiero hacerlo: qué más da si esta aplicación hace dinero con mis datos personales, mi vida social depende de crear un perfil ahí. ¿Y el doblepensar? Algo pasa en nuestro mundo, lo que es noticia hoy, mañana ha quedado sepultado, sin importar sus implicaciones sociales, políticas o económicas. Vivimos un presente eterno, para nosotros los hechos del mundo no son más que contenidos que consumimos como tantos otros para entretenernos. Indiferentes, desmemoriados y acríticos, el poder no tiene (aparentemente) más necesidad de ejercer presión sobre nosotros. Un lugar común señala que la realidad supera a la ficción y puede que sea cierto, hace tiempo que vivimos en 1984, de una forma tan bien lograda que, en lugar de escandalizarnos, nos encanta decir que vivimos la distopía y así encantados, no hay mucho margen para el crimental u otra forma de rebeldía.