“En todas las edades del mundo en que la mujer ha sido la bestia de los bárbaros y la esclava de los civilizados, ¡cuánta inteligencia perdida en la oscuridad de su sexo! ¡cuántos genios no habrán vivido en la esclavitud vil, inexplotados, ignorados! Instrúyase a la mujer; no hay nada en ella que le haga ser colocada en un lugar más bajo que el del hombre. Que lleve una dignidad más al corazón por la vida: la dignidad de la ilustración. Que algo más que la virtud le haga acreedora al respeto, a la admiración y al amor.
Tendréis en el bello sexo instruido, menos miserables, menos fanáticas y menos mujeres nulas”.
La instrucción de la mujer, Gabriela Mistral
Escritora, pedagoga, diplomática y Premio Nobel. Gabriela Mistral nació el 7 de abril de 1889 en Chile, aquella fue la época de las vanguardias artísticas y si bien siempre se piensa en la pintura europea de finales del XIX como la punta de lanza de esos movimientos de renovación que perduraron hasta las primeras décadas del XX, en Latinoamérica, la tierra que Gabriela Mistral hizo suya en el corazón y en la convicción, la Literatura tuvo en el Modernismo una argucia tan de avanzada como sus contemporáneas en Europa. En esos tiempos de renovación estética y de los asuntos de los hombres apresurándose al combate bélico de escala mundial, de movimientos feministas incipientes con algunas demandas ganadas, destaca la vanguardia de Gabriela Mistral, la cual consistió en hacerse a sí misma.
Fue hija del segundo matrimonio de su madre, Petronila Alcayaga, y pasó su niñez en Montegrande, localidad del Valle del Elqui a donde se mudaron luego de que el padre las abandonara. Estudiaba en una escuela rural la formación primaria cuando ocurrió aquel suceso que marcó el rumbo de su vida: algunas compañeras hurtaron los materiales de clase de los que ella estaba a cargo y la maestra la responsabilizó y humilló delante de sus compañeros acusándola de ladrona, aquello terminó a la salida, donde sus compañeras las esperaban para tirarle de piedras. Después de eso, Lucila Godoy Alcayaga, su nombre real, no regresó a la escuela, ni al día siguiente, ni el resto de su vida, al menos no como alumna.
En casa terminó de formarse bajo la tutela de su media hermana, Emelina Molina, quien era maestra normalista; en los primeros años de su juventud, la madre y la hermana intentaron ingresarla a la escuela de normalistas, pero su solicitud fue denegada sin alguna razón aparente, aunque se dice que alguien a cargo de su elección leyó en una columna que ella escribió para algún diario que la joven Lucila creía que la naturaleza era dios, ideas que no iban con los principios de la institución. Aún con todo, la joven continúo sus incursiones como columnista y posteriormente, de nuevo por preocupación y ocupación de las mujeres de su casa, se desempeñó como maestra. Lucila era una mujer tímida, pero no obstante esa marca de su carácter y las heridas de su infancia, con profundo amor encontró en la escritura su ser para sí misma y en la enseñanza su ser para los otros, ambos rostros conformaron a la postre su figura pública.
Cuando en 1945 la Academia Sueca dio a conocer que el Nobel de Literatura correspondía a Gabriela Mistral, en reconocimiento de su poesía compilada bajo títulos como Desolación, Ternura y Tala, Lucila se convirtió en la primera mujer latinoamericana en recibir este reconocimiento y en la primera persona en la región en ser galardonada en esta categoría. La poesía, el género de su pluma por el que es más conocida, cuenta en su obra con apenas 6 volúmenes frente a los más de 700 textos en prosa que publicó como columnista, ensayista y pedagoga; por cierto que, los versos llegaron a su vida después de las primeras líneas escritas para los periódicos y detrás de la aparición en 1914 de sus Sonetos de la muerte, por los que ganó reconocimiento en su país, está el suicidio de Rogelio Ureta, su primer amor; fue también con ellos que apareció por primera vez su firma como Gabriela Mistral, identidad formada por la admiración de la escritora hacia Gabriele D’Annunzio y Frédéric Mistral.
En diversos lugares de su natal Chile Gabriela se desempeñó como profesora y suele destacarse de esta parte de su biografía su entrega amorosa hacia las infancias, pero sus concepciones profundas sobre la enseñanza parecen haberse cuajado en México, a donde fue invitada por José Vasconcelos en 1922 por su renombre como poetiza y formadora; por entonces, como secretario de Educación Pública, Vasconcelos lideraba el proyecto de educación de este país recién nacido de su revolución. Mistral fue invitada no sólo a las que podrían llamarse buenas escuelas, sino a las zonas rurales del país donde los maestros enseñaban en condiciones de precariedad y frente a esa realidad nació la pedagoga, para quien la enseñanza es un acto de amor hacia el otro, el cual tiene que ver más con ayudar a las personas a comprender el mundo en el que viven, emanciparse y amar la vida, que con sólo adoctrinarlas en toda clase de ciencias y conocimientos.
Lo que el proyecto de educación pública en México debe a Gabriela Mistral y lo que en ella se forjó en estas tierras puede calificarse de recíproco, no obstante, su estancia en el país vio su término en 1923, ese año se publicó su antología Lecturas para mujeres destinadas a la enseñanza del lenguaje que respondía a la necesidad de librar la brecha que existía entre la enseñanza destinada a las mujeres y la desinada a los varones, pero también se había encargado a Asúnsolo una estatua en su honor, hecho que le ganó la animadversión de personas que señalaban lo inapropiado de la situación siendo ella una extranjera. Como La extranjera firmó aquella antología; mas al partir, no regresó a su país ‒ni en ese momento ni en el futuro, sino en contadas ocasiones, una de ellas para recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Chile‒ en lugar de esto inició su carrera diplomática: en la década de los 20 y de los 30 se desempeñó como cónsul y también como representante de la Sociedad de las Naciones (organización predecesora de la actual ONU) en los países de Ginebra, Puerto Rico, Guatemala, Suiza, Italia, Francia, España y Portugal; y en la de los 40, en Brasil, a donde tuvo que desplazarse debido a la Segunda Guerra Mundial.
Gabriela Mistral tenía afinidades con las plumas de los poetas Rubén Darío y Amado Nervo, pero muchas de sus convicciones políticas le vinieron de figuras como Simón Bolívar y José Martí, tanto El libertador venezolano como el poeta de la independencia cubana compartían la idea de una América Latina unida en la hermandad de sus pueblos, aspiración que también definió a esta mujer política. Si se presta atención al hito que ella fue, sobreviviente del acoso escolar que se convirtió en referente de las ideas pedagógicas de nuestra América, escritora consagrada con el Nobel sin haber recibido instrucción escolar, pero, ante todo, mujer que como mujer fue reconocida en esferas que en la época estaban reservadas a los hombres, entonces ya se puede adivinar que sus ideas políticas giraron en torno al lugar de la mujer en la sociedad.
Convencida como estaba de que la importancia de la enseñanza radica ante todo en la consecución de la autonomía y libertad de las personas, Gabriela Mistral exigía que las mujeres fueran instruidas, educadas, para emancipar sus existencias de los tradicionales roles que las subordinan a los hombres. Y la vanguardia suya, la de su mirada, le permitió ver críticamente a organizaciones feministas de su país, integradas por mujeres de las altas esferas sociales, a las que les señaló que en sus demandas no contemplaban las realidades de las mujeres del campo o las obreras, que si la causa tenía sentido sería al trabajar por la liberación de todas las mujeres y no de un tipo de mujer; crítica que le ganó también la enemistad de ese movimiento.
Mistral pasó el final de sus días en Nueva York, la ciudad fría de aquel país sin nombre, como ella se refería a los Estados Unidos, donde a pesar de toda la incomodidad que le causaba el clima, permaneció junto a Doris Dana, a quien los registros oficiales califican de secretaría, pero que fue en realidad su compañera y la albacea de sus letras, de las palabras que hizo propias, embelleciéndolas en la vanguardia de hacerse a sí misma.