Por: Arody Rangel

Bauman o del estado líquido de nuestros tiempos modernos

“Ya no toleramos nada que dure. Ya no sabemos cómo hacer para que el aburrimiento dé fruto”.

Paul Valery (citado por Zygmunt Bauman en Modernidad líquida)


¿Cuáles son los tiempos que corren? ¿Cómo llamar al momento de la historia que estamos viviendo? Demasiado común es encontrarse con palabras como posmodernidad, tardomodernidad, segunda modernidad o, en medio de crisis tremendas -como la pandemia de la Covid-19, por citar la más reciente-, el final de los tiempos. Entre esos nombres, se encuentra la propuesta del sociólogo polaco-británico Zygmunt Bauman de llamar a nuestra contemporaneidad como modernidad líquida; el término fue acuñado en su libro de 1999 de nombre homónimo, y del cual se desprendió el famoso Amor líquido de 2003, en el que el también filósofo profundiza sobre la fragilidad de los vínculos humanos en los tiempos líquidos por los que atravesamos.

¿Por qué denominar líquida a la etapa actual de la historia humana? Como se puede notar, el denominador común de la mayoría de nombres con que buscamos referir a los tiempos presentes es “modernidad”, término que a su vez, puede referir a montones de cosas en diversos sentidos: se habla, por ejemplo, de ciencia moderna para destacar las innovaciones científicas de los siglos XVI y XVII, pero de arte moderno para caracterizar las innovaciones creativas de finales del XIX y principios del XX. Como se ve, el término es de por sí fluctuante y Bauman nos invita a reconocer que los ideales que marcaron en la historia el fin de la Edad Media y el comienzo de la Modernidad son a su vez licuefactores: se buscaba disolver la solidez de las antiguas estructuras y regímenes en favor de nuevas construcciones sólidas, así, se destronó a los reyes y se constituyeron los estados democráticos, o bien, se puso en entredicho la palabra divina y se formuló el método de la ciencia para ahondar en los misterios de la naturaleza.

La cuestión es que esa fuerza de licuefacción de la modernidad, tan pronto como derribó los antiguos sólidos, también disolvió los nuevos: el Estado y la sociedad de los pactos democráticos se deshacen en favor de esas fuerzas líquidas de la fluidez y la levedad, que impiden cualquier arraigo y sedentarización, fluctuar es la impronta de nuestra época. A ninguno sorprende ya el que nuestra tecnología haga posibles intercambios internacionales de diversas índoles en tiempo real, pero quién sabe si la inmediatez nos permita entender lo que esto implica: antes, era imposible disociar el tiempo del espacio, ahora, dueños del fluir que caracteriza al tiempo, somos capaces de conquistar los espacios y el espacio.

Tampoco parecen causarle extrañeza a nadie los imperativos de “vivir el ahora”, “no engancharse”, “viajar ligero”, “arriesgarse”, “fluir” … Para Bauman esto significa que hemos interiorizado la licuefacción, que hemos hecho de ella la impronta de nuestras propias vidas y de las relaciones que establecemos con los otros. A la par que nuestras instituciones son una clase de zombis o muertos vivientes -pensemos, por ejemplo, que nuestros gobiernos garantizan cada vez menos la seguridad y el bien común, su supuesta razón de ser, en tanto que la efectiva toma de decisiones queda en manos de intereses privados-, entre las personas se desintegran los vínculos sociales y se debilita la acción colectiva.

El fluctuar de los líquidos es siempre incierto e imprevisible, es por esta razón que nuestra modernidad líquida es un tiempo sin certezas, sea en el plano laboral donde impera la flexibilidad y proactividad de sujetos dispuestos a asumir solos los riesgos futuros; sea en el plano de las instituciones, obligadas cada vez menos a cubrir los servicios básicos a los que tienen derecho las personas y dejarlas a su suerte; o sea en el plano de las relaciones personales, en las que cada cual se desentiende de sus responsabilidades hacia el otro.

Esto, por cierto, no es gratuito, obedece a los intereses de los poderes globales, esos de lo que se puede llamar sin más neoliberalismo. Su fuerza estriba en haber logrado que una mayor y constante fluidez lo rija todo: el mercado, la política, la cultura, la sociedad y las vidas mismas de las personas. Algunos líquidos se evaporan y cierta vaporosidad nubla la vista de lo que implica la líquida etapa actual de la modernidad: el derrumbe, la fragilidad, la vulnerabilidad, la transitoriedad y la precariedad de los vínculos y redes humanos, mismos que hacen posible que el poder de licuefacción actúe. Para la reproducción de este sistema nada sólido puede permanecer como tal, ha de licuarse y luego evaporarse/desecharse, ser tan prescindible e intercambiable como las mercancías de aparadores y tiendas, como las personas que trabajan en ellas.