"Quien quiera nacer tiene que destruir un mundo".
Es como si dos fuerzas tiraran de ti a un tiempo en direcciones contrarias, de un lado está la pérdida del paraíso infantil y el confrontamiento con los padres, con sus normas y su forma de entender el mundo; del otro lado, la hostilidad del mundo adulto en el que uno tiene que abrirse paso, las seducciones del vicio, el despertar de la sexualidad y de otros tantos anhelos. Se está en medio de ese jaloneo, tambaleante entre dos mundos a los que no se pertenece del todo, añorando uno y temiendo el otro, luego odiando uno y apresurando la entrada al otro, atravesado por el dolor, el rencor, el remordimiento o la desazón, y a ratos por la ilusión y la esperanza. He ahí el drama juvenil.
Desde 1999 cada 12 de agosto la ONU celebra el Día Internacional de la Juventud, éste como todos los otros días que conmemora la organización busca crear conciencia sobre una situación, en el caso específico de los jóvenes tiene que ver con el acceso a la educación: 24 millones no asisten a la escuela. Otros datos que considerar: hoy por hoy, las personas de 10 a 24 años son en conjunto la población de jóvenes más numerosa de la historia, la mayoría (el 85%) vive en países en vías de desarrollo y uno de cada diez en zonas de conflicto.
Cierto que, a ésta, como a todas las juventudes de la historia, lo que más le hace falta es educación, ¿pero de qué tipo?, ¿con qué propósito?, ¿cuál es el ideal o la consigna? Mientras los gobiernos del mundo siguen buscando el mejor modelo educativo o aplazan la cuestión a favor de los intereses del sistema económico, los jóvenes del mundo, que pertenecen a la generación z y a los últimos millennials, no sólo viven de ordinario la tecnologización del mundo, son también los herederos de sus grandes crisis a nivel económico, político, ambiental, social y cultural. Herederos de un mundo que no confeccionaron, pero a cuyos engranajes difícilmente podrán escapar.
A esto hay que agregar el eterno tópico de que nadie entiende a los jóvenes, lo cual resulta paradójico para una cultura que valora la juventud como uno de los tesoros más preciados y codiciados. El hecho es que la juventud dista de ser definida del mismo modo en términos jurídicos, sociales, culturales, biológicos o psicológicos, y que cada uno de estos ámbitos exige cosas distintas de los sujetos en cuestión. He aquí de nuevo la encrucijada juvenil, que es otro lugar común: crisis existencial.
Para la llamada literatura de iniciación el conflicto interno que supone el ser joven es comprendido como un tránsito, incluso un renacimiento, el camino que lleva a descubrirse y crearse a sí mismo, forjarse un carácter, asumir la propia existencia y libertad. Esta literatura busca ser una guía, acompañar el camino de autoconocimiento de los jóvenes, pues, aunque la cuestión no es baladí y lo que está en juego es la autenticidad propia, está lejos de ser tomada en serio o de forma digna. Entre los muchos títulos y escritores de este género, en esta ocasión queremos destacar las lecciones contenidas en Demian de Hermann Hesse.
“Lo malo” y “lo bueno”. La pérdida de la inocencia, del idilio infantil, viene acompañada de un encontronazo con los valores familiares, cuya dicotomía casi siempre rigurosa orilla a juzgarse a sí mismo como el peor de los villanos cuando se ha perdido un poco el “buen rumbo”. Emil Sinclair es encaminado por Demian a reconsiderar esos valores y a reconocer que el entramado de la naturaleza humana está tejido por la bondad y la maldad, y que entre el espectro de cosas que la sociedad considera “malas” están las que ponen en entredicho sus escalas de valores; ante esto no hay que sucumbir sin más a uno de los dos extremos, de lo que se trata es de someter siempre estas cuestiones a análisis y crítica.
Los vicios y el rebaño. El alcohol y otras sustancias salen al paso en el camino, así como la presión de pertenecer a alguno de los grupos tan en boga entre los jóvenes; una y otra situación son rechazadas por Demian debido a que restan autenticidad, evaden la cuestión primordial que es conocerse a sí mismo: lo malo de los vicios es dejarse consumir por ellos y lo malo de ser uno más entre la masa es olvidar la propia vocación, el llamado que viene del fondo de uno mismo y que busca ante todo realizarse.
El amor y los sueños. La lección que da Frau Eva, madre de Demian, a Sinclair sobre el amor vale también para los sueños: al igual que el joven que estaba enamorado de una estrella, si uno duda de poder alcanzar o realizar aquello que anhela, es bien seguro que al lanzarse hacia eso se caerá destrozado, ante todo hay que creer. Y sobre el amor en específico: amar y a través del amor encontrarse a sí mismo, no como la mayoría que ama para perderse.
Este mundo, tal como es ahora, quiere morir, quiere sucumbir y lo conseguirá. Max Demian y Emil Sinclair pasaron su juventud en los años en que se desató la guerra en Europa, la Gran Guerra, y a un siglo de distancia, como se puede ver, la beligerancia no ha cesado y ha sido y es parte de la herencia de las juventudes desde entonces hasta ahora; las tensiones, los intereses y las fuerzas que están en juego desbordan a los individuos, sus márgenes de acción son limitados y hay situaciones que desafían el entendimiento mismo. Sin embargo, hay que tomar postura, actuar y asumir responsabilidades, y de nuevo, la única vía para habérselas con el mundo y encontrar en él el propio camino es mirar hacia uno mismo. Se libran batallas todos los días, ¿saben los jóvenes que serán carne de cañón mientras compitan y peleen en guerras que no son las suyas?