El Librero

Enriquez y Guerriero, dos voces argentinas sobre la dictadura militar sin reduccionismos

Por: Rebeca Avila
Gaceta Nº 231 - 18 de marzo, 2025



Mariana Enriquez es una de las voces literarias latinoamericanas más portentosas de los últimos años. Niña de la dictadura argentina de 1976 a 1983, en su obra ha inmerso de un modo u otro el tema que ha marcado a su país y su gente desde hace cerca de 50 años, haciendo uso del horror ficticio para criticar la realidad.

Para hablar de los horrores de la dictadura y sus víctimas, lo ha hecho desde la crónica de la recuperación y resignificación en La aparición de Marta Angélica que forma parte de su compilación de visitas a cementerios Alguien camina sobre tu tumba. En el cuento Chicos que vuelven deposita el anhelo de recuperar a los que ya nadie volvió a ver. Y en su novela Nuestra parte de noche (ganadora del Premio Herralde) construye un monstruo monolítico a través de la crueldad de la que es capaz el ser humano.

El lugar: Argentina. El contexto: aunque no lo nombra, la dictadura y sus estragos. En ella, Juan, un joven con una afección cardiaca es adoptado por un médico importante y su familia, los Bradford. Lo que Juan no sabe al comienzo es que este acto no es una caridad sino una treta para aprovecharse de sus dones sobrenaturales en beneficio del pacto que tiene toda una orden secreta con la Oscuridad, una entidad insaciable que a cambio de sacrificios creen que ofrece vida eterna. Aunque Juan es el médium supremo, años más tarde la orden ha puesto la mira en su hijo Gaspar, pues creen que ha heredado y superado sus poderes.

Así que Juan dedicará la vida que le queda para evitar que el culto se haga con su hijo y este corra la misma suerte explotadora que él. En medio de una historia intensa de terror, ninguno eriza la piel como dos pasajes: el primero cuando se narra cómo se secuestraban chicos y se les encerraba en cuevas, a oscuras y sin comer como la menor de las torturas. Chicos por los que nadie preguntó ni preguntaría. Toda obra de esta hermandad sucede debajo del ala protectora de la dictadura de Videla, de nuevo, no lo nombra para no darle protagonismo que no merece, pero está ahí. El segundo es donde Enriquez hace uso de su vena periodística y nos regala un episodio “ficticio” acerca del descubrimiento en 1993, ya terminada la dictadura, del pozo de Zañartú, una fosa común en la que han encontrado cientos de restos humanos que corresponden a incontables víctimas silenciadas que estuvieron ocultas bajo el yugo de la impunidad.

En una entrevista para el New York Times, la autora comparte que desde la infancia le tocó escuchar en la radio algunos testimonios cuando comenzaron los juicios contra militares. Entre ellos el caso de una mujer que describió cómo la torturaban con descargas eléctricas mientras estaba embarazada.

Esa mujer, sin nombre en la entrevista, bien pudo ser Silvia Labayru (no es el caso), militante montonera que fue secuestrada el 29 de diciembre de 1976 y recluida en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) durante más de un año.

A la mitad del periodo de gestación, con 19 años, Silvia no era cualquier chica, detenida al azar, por varios motivos. A pesar de no ser un alto perfil de la organización armada de origen peronista, Silvia estaba bien inmiscuida y sabía todo lo que había que saber sobre los movimientos. Además, era hija e hijastra de militares. De buena familia, conservadora en lo político, privilegiada, instruida, había viajado por el mundo. A parte, lo físico: muy guapa, rubia de alto impacto, ojos azules. No sin dejar fuera lo sagaz de su mente. A pesar de todo esto, Silvina, como también le llaman sus más allegados, fue torturada y violada durante y posterior a su embarazo a lo largo de su estancia en la ESMA.

Pero su historia es más que ese pasaje. En 2021, luego del fallo por delitos sexuales de exoficiales de la ESMA en el que testimonió Labayru, fue entrevistada para un artículo en Página|12. Una de las que lo leyó fue la periodista Leila Guerriero, argentina también, y de ahí surgió su interés por profundizar en la historia y el personaje que es Silvina, no sólo por las torturas que vivió dentro de la ESMA, sino por lo que vino después. Al ser liberada de y por sus captores, pasó a formar parte de las filas de exiliados argentinos en España. Allá, en Madrid, supo que se encontraría con sus colegas monteros, lo que no imaginó fue toparse con su total desprecio y convertirse en la “apestada”, la traidora.

A Silvia se le culpó de haberse infiltrado, junto con el militar Alfredo Astiz (hoy encarcelado por crímenes de lesa humanidad), en el grupo de las Madres de Plaza de Mayo en 1977 y de haber contribuido al secuestro, asesinato y arrojo al mar de los cuerpos de las madres Esther Ballestrino de Careaga y Mary Eugenia Ponce de Bianco y de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet. De cómplice, de espía chivata, de entregar a estas mujeres.


La desaparición de las monjas francesas tuvo relevancia internacional. El gobierno francés protestó oficialmente. Los marinos hicieron un montaje para simular que el secuestro había corrido por cuenta de los Montoneros. Las obligaron a sacarse una foto delante de una bandera de la organización y a escribir una carta al jefe de la orden de las hermanas de las misiones extranjeras en la que pedían ser cambiadas por 20 presos políticos.

Entre el 14 y 15 de diciembre, las arrojaron al río. Los cuerpos de Léonie Duquet y Azucena Villaflor fueron identificados en 2005 por el equipo argentino de antropología de forense.


Aunque Silvia asegura que no tuvo mayor implicación más que la de ser obligada a ir con Astiz a las reuniones y de estar presente el día en que fueron capturadas, la superioridad moral y el “tema maniqueo del esquematismo ideológico” acerca de las razones de su sobrevivencia fueron el tiro de gracia para la estabilidad emocional de Silvia, pues ya había sufrido bastante dentro y fuera de aquel sótano de la ESMA.

Esta historia es desmenuzada sin miramientos, revictimizaciones ni consideraciones sensibilonas por Leila Guerriero en La llamada (Anagrama, 2024). Casi desde el comienzo, este trabajo periodístico que incluye una profunda entrevista a Labayru, sus hijos, exparejas, amigos entrañables, examigos y exmilitantes montoneros, y otros no tan camaradas, además de un riguroso y exhaustivo proceso de investigación, explica la importancia de los juicios y sentencias por delitos sexuales de 2021 a miembros de la junta militar. Hasta 2010, los delitos sexuales, como la violación, formaban parte del amplio cajón de torturas, pero no como un crimen que se pudiera juzgar de manera individual. Por tanto, en cuestión de las sentencias para criminales de la dictadura argentina, este hecho fue un hito.

Le siguen a la narrativa, la extensa y peculiar biografía de Silvia, que encierra muchos nombres importantes como el del padre de su hija Vera, Alberto Lennie y otros Lennie, montoneros también. A camaradas secuestrados junto con ella, como Mercedes Cuqui Carazo, que sin querer le salvó la vida, pero también la mandó a su destino de non grata. Por supuesto, figuran constantemente los nombres de Alberto el gato González, oficial de inteligencia que la violó en incontables ocasiones, y el de Jorge el tigre Acosta como instigador y encubridor.

Pero los nombres no son lo único que importa, sino darles intención y acción. Los detalles, sin morbo, de la tortura. Su tratamiento más “amable” por la ESMA. El nacimiento, ahí mismo, de su hija en una mesa en condiciones inadecuadas. La entrega de Vera a sus abuelos maternos. El vínculo con Astiz, que muchos llamarían síndrome de Estocolmo y ella lo llama de lo malo lo menos. Su llegada a Madrid y cómo sobrellevó durante años el estigma de ser una traidora.


Todos son represores, todos son torturadores, todos son asesinos. Pero había personas que te trataban mejor y te ayudaban más. A mí dos personas me trataron mejor y me ayudaron más.

¿Quiénes?

Pernías y Astiz. Bajo el ala de Pernías, yo me sentía un poquito protegida. Suena ridículo, era una fantasía de protección. Pero estaba la sensación de que estas personas te iban a hacer menos daño y que podían evitar que otros te hicieran daño.


El libro también habla bastante de su persona ¿quién y cómo es Silvia Labayru? Y más importante aún, ¿cómo era en ese pasado incendiario? Con una vida entera atravesada por la sexualidad como ejercicio de poder y también como posibilidad de desastre.

No menos importante, es la crítica que no sólo ella hace de los montoneros. No poniéndolos como villanos, sino como un grupo ultraviolento que para muchos perdió el rumbo y el sentido. La poca protección y hermandad que se ofrecía a la hora de los problemas, de las detenciones o de las deserciones, era brutal e inhumana también. Por supuesto, sus exmilitantes también toman parte de responsabilidad: tan jóvenes, tan llenos de ganas de cambio, de revolución, de adrenalina, no fueron conscientes sino tiempo después, del riesgo no siempre justificado que significó militar, tanto para ellos como para los cercanos que no militaban.

Hay un par de cosas en todo el relato que se leen entre líneas pero que sólo una de las personas entrevistadas se atreve a decir. Que comparado con los horrores que muchos no vivieron para contarlo, lo que pasaron muchos en el proceso de readaptación dentro de la ESMA fue más parecido a un hotel cinco estrellas. No por hacer menos las atrocidades que hoy mujeres como Labayru o Carazo o Zanta puedan relatar. Quizá esa es su aportación, la sobrevivencia para poder testificar y encarcelar a criminales de la dictadura y de evitar dejar espacio para la duda, que a estas alturas ya ofende, de si ¿es posible ser violada si no te han puesto un revolver en la cabeza? La respuesta, ya la sabemos. Sí.

La otra cosa que se dice es que hubo una empatía generada hacía Silvina por parte de sus captores. Al intentar entender por qué con ella sí y con otros no, la respuesta es ofrecida. Su estatus social y su aspecto físico, porque mucho de la dictadura era la supremacía.

Pero nada parece ofrecer consuelo para aquellos que siguen sin ser encontrados, que no han obtenido justicia. De todo aquello que pasó dentro del centro clandestino de detención instalado en el Casino de Oficiales de la ESMA, donde además de la tortura, se obligaba a los prisioneros a falsificar documentos y procesar información. Horrores reales que vivieron muchos de los que desfilaron por ahí y no salieron vivos de un conjunto de edificios que hoy siguen alzados como Museo y Sitio de Memoria.


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