“Lo habitual es el olvido, la desaparición del legado de palabras, el chovinismo y las murallas lingüísticas. Gracias a Alejandría nos hemos vuelto extremadamente raros: traductores, cosmopolitas, memoriosos. La Gran Biblioteca me fascina —a mí, la pequeña marginada del colegio de Zaragoza—, porque inventó una patria de papel para los apátridas de todos los tiempos”.
Irene Vallejo, El infinito en un junco
Hay que imaginarla niña, sentada en la cama ya para dormir, y junto a ella a su madre que le leía las historias de Homero que han logrado llegar, desde los tiempos en que el poeta griego conjuraba a las musas para recobrar la memoria de los antiguos guerreros y sus hazañas, hasta los nuestros. Irene Vallejo quedó prendada de esos míticos relatos, del mar mediterráneo que fue su escenario y que al conocerlo quiso buscarle las sirenas. Creció con los cuentos que le relataba su madre, recorriendo pasillos de librerías cuando acompañaba a su padre en su minería libraria, intuyendo que el objetivo de la vida adulta es conversar y que es gracias al lenguaje que tejemos memoria.
Eligió ser filóloga para leer los mitos que la fascinaron desde pequeña en su idioma original, el griego y latín clásicos, y ha escrito una odisea propia: El infinito en un junco es la historia de cómo han llegado hasta nosotros las historias de la Antigüedad. La hazaña, que en realidad implica numerosas hazañas de héroes y heroínas mayormente anónimos, arranca con la invención de la escritura en Mesopotamia, pasando por el salto cuanti y cualitativo que supuso en Fenicia pasar de signos que representan cosas e ideas a aquellos que representan sonidos, para llegar a la apropiación de este sistema entre los griegos donde se implementó el alfabeto y su escritura en papiros (tecnología heredada de Egipto), que luego fueron remplazados por los romanos con códices, esos folios son la antesala del libro tal y como lo conocemos, incluso en su forma digital hecha de luz ‒aunque cabe decir que la palabra escrita es de por sí lumínica‒.
Irene Vallejo insiste en sus páginas, una y otra vez, que ha sido gracias a la palabra escrita que la Antigüedad, sus historias, su ciencia y su sabiduría han logrado llegar hasta nosotros; una audacia que implica lograr que algo tan efímero como las palabras mute su naturaleza volátil y quede atrapado para la posteridad junto a las ideas que transmiten. Se trata de un salto civilizatorio que permitió salvaguardar de manera mucho más eficaz que la oralidad, la sabiduría y memoria colectivas para ponerlas al servicio del porvenir y trazar el futuro, ese que ahora somos pero que al mismo tiempo continuamos proyectando al dejar testimonio escrito contra el olvido.
En el presente, el artefacto libro es algo que damos por sentado, y del que también se augura la muerte en físico ante su nuevo formato digital. En su ensayo, Irene nos invita a recorrer junto a ella la historia fascinante y llena de vicisitudes que ha hecho posible al libro: haber pasado de escribir sobre cortezas de árboles, rocas, muros o telas para llegar a la fragilidad de los rollos de papiro que por mucho tiempo resguardaron relatos épicos, poesía, teatro, ciencia y filosofía. Mas a esta tecnología de la escritura hay que sumar la labor de escribanos, de copistas, de bibliotecarios, de libreros y de traductores, oficios sin los cuales los libros mismos y su conservación hubieran sido imposibles. Ni qué decir de las bibliotecas: predilecta en esta historia es la de Alejandría, legado del macedonio Alejandro quien, junto a su afán de conquistar el mundo, soñaba con un lugar donde albergar toda la sabiduría humana; y efectivamente, mucha sapiencia del mundo antiguo estuvo ahí, pero fue arrasada por las llamas.
A propósito del fuego, Irene insiste también en que la historia del libro no ha sido pura prosperidad, antes bien es una historia de resistencias y supervivencias. Comparado con los registros que se tienen de todo lo que se escribió en Grecia y Roma antiguas, en la actualidad conservamos una pequeña parte y esto es resultado de múltiples azares: haber sido rescatados de un fuego opresor, haber sido aprendidos de memoria para ser reescritos luego o haber sido parte del canon electo de volúmenes que unos cuantos determinaron que merecían pasar a la posteridad. Es precisamente de la palabra canon que viene el título de su ensayo: el canon fue primero una medida usada en la construcción y el comercio que se establecía con cañas de junco, la caña-canon pasó luego a ser medida sin más en el arte y de ahí a criterio de selección entre los bibliotecarios que ponderaban qué rollos conservar. No obstante, la arbitrariedad, de la caña de junco al canon literario, con esos escritos heredamos los infinitos mundos de la palabra.
Por El infinito en un junco Irene Vallejo fue galardonada con el Premio Nacional de Ensayo de España en 2020, pero no fue hasta julio del año pasado que pudo recibir la presea debido a las condiciones de pandemia. La autora ha dicho que para ella, el género ensayo es precisamente eso ensayar entre estilos, narraciones y tiempos, y su escrito tiene la virtud de conectar cada escena protagonizada por un Sócrates, Pericles, Cleopatra, Tito Livio o Virgilio con cuestiones bien actuales como los ordenadores, Twitter, la fascinación por las series, el cine o el culto a la belleza. Entre las dos grandes partes que se divide este ensayo, “Grecia imagina el futuro” y “Los caminos de Roma”, pasamos por más de 40 momentos que definen la historia de los libros, pero no hay que esperar un abordaje cronológico, esta historia pasa por igual entre la Atenas en la que anduvo Aristóteles, la Roma de Calígula o la Alejandría de Hipatia, por mencionar algunas coordenadas, que entre la España de Franco, la Francia ocupada o Kentucky en tiempos de la Gran Depresión, también por citar; son los libros quienes conectan épocas y espacios sin faltar a la precisión de los datos. Asimismo, Irene nos comparte pasajes de su propia vida y anécdotas de Borges, Auster o Ernaux, entre muchos otros clásicos y contemporáneos, enlazados por la Moira misma que aguarda el destino del libro.
Y hablando de Moiras y del hilo del destino, Irene Vallejo, mujer intelectual, sabia y escritora, también se detiene una y otra vez en sus páginas a recordarnos que por mucho tiempo la palabra, incluso hablada, fue negada a las mujeres; que en sociedades como la griega o la romana, era casi imposible que una mujer se instruyera, tuviera parte en la escena pública o política, y aún más que escribiera y fuera reconocida como escritora. Pero en este texto que es una carta de amor a los libros que nos han salvado del olvido, Irene hace justicia a la borradura de las mujeres en la historia y las nombra: además de las famosas Safo poeta o Hiparquia e Hipatia filósofas, está, por ejemplo, Aspacia, la genial oradora griega a quien bien pueden atribuirse los discursos de Pericles, o Sulpicia, la poeta romana cuyos versos fueron mucho tiempo atribuidos a Tibulo. Y otras, muchísimas otras, de quienes faltan los nombres, pero que Irene nos invita a reconocer como primeras portadoras y transmisoras de cuentos, relatos e historias: las tejedoras, mujeres que a la par de su tarea doméstica de hilar tejidos devanaron antiguas memorias.
Que no es gratuito, nos dice, que texto y tejer compartan vocabulario:
"la trama del relato, el nudo del argumento, el hilo de una historia, el desenlace de la narración; devanarse los sesos, bordar un discurso, hilar fino, urdir una intriga. Por eso los viejos mitos nos hablan de la tela de Penélope, de las túnicas de Nausícaa, de los bordados de Aracne, del hilo de Ariadna, de la hebra de la vida que hilaban las moiras, del lienzo de los destinos que cosían las nortas, del tapiz mágico de Sherezade".
Los libros han resguardado muchas cosas del olvido, pero han sido también expresión de odios y violencias innúmeras que han borrado y desaparecido vidas. A los añicos de voces de mujeres que se han colado en los libros, a ellas, Irene las rescata del olvido para nuestra memoria en este libro.