Por: Arody Rangel

Carmilla, vampira amante rebelde

“Si tu corazón está sinceramente herido, el mío sufre espantosamente con el tuyo. En el éxtasis de mi enorme humillación, vivo en tu cálida vida, y tú morirás… morirás, dulcemente morirás… en la mía. No puedo evitarlo. Así como yo me acerco a ti, a su vez, tú te acercarás a otros y conocerás el éxtasis de esa crueldad que, sin embargo, es una forma de amor”.
Carmilla, Sheridan Le Fanu


Su verdadera identidad es Mircalla, condesa de Karnstein; es una dama joven, quizá ronde los 20 años, es alta y esbelta, de tez blanca, semblante melancólico y lánguido enmarcado por una larga y espesa cabellera negra, su belleza es magnética y la mirada de sus grandes ojos negros es cautivadora, en el más estricto sentido de irresistible. Tiene hábitos muy peculiares, por ejemplo, no sale de su habitación hasta muy entrada la tarde y la cierra con llave cuando se va a dormir. Su estado de salud es endeble, pero vive sus pasiones con arrebato sumo; padece además terribles pesadillas y un peculiar sonambulismo: ella es una revenant, su cuerpo yace en la tumba hace un siglo y, en realidad, es su espectro el que deambula entre los vivos, algunos de los cuales elige para saciar su sed del vital elixir, el cual sorbe clavando sus felinos colmillos entre el cuello y la clavícula de sus víctimas.

Sí, ella es lo que conocemos como vampiro. Vampira, para ser exactos, y pertenece al mundo de la ficción. Su historia fue publicada por Joseph Thomas Sheridan Le Fanu, escritor irlandés referente de los cuentos y novelas de misterio modernos, en 1871 en la revista inglesa The Dark Blue, y después, en 1872 en un compendio de relatos titulado En un cristal oscuro, estas historias que suman cinco con la de nuestra vampira tienen en común ser parte de los manuscritos y papeles de trabajo de un investigador de lo paranormal, el Doctor Hesselius. El título del relato, que bien puede considerarse una novela breve, es Carmilla ‒un anagrama del nombre real de nuestra vampira‒ y en realidad, salvo el prólogo del narrador, toda la historia es una extensa misiva en la que una joven de nombre Laura explica detalladamente su encuentro con Carmilla.


Ilustración por Michael Fitzgerald, para Carmilla de  Le Fanu, 1872.
Ilustración por Michael Fitzgerald, para Carmilla de Le Fanu, 1872.

Este relato de Sheridan Le Fanu es considerado uno de los mejores en torno al vampirismo y precursor del famoso Drácula de Bram Stoker (al igual que el histórico primer cuento de vampiros escrito por Polidori). Y es destacable por la complejidad de elementos que se reúnen en él en torno al fenómeno del vampiro. En primer lugar, el hecho de que sea una monstrua la que desata todo el terror en este relato, la bella Carmilla, quien en la ficción desciende del linaje ya extinto de los Karnstein, pero cuya estirpe vampírica se remonta ni más ni menos que a la Antigüedad, a destacables figuras femeninas. En la mitología hebrea, Lilith, la primera mujer de Adán, se rebeló ante el mandato patriarcal del matrimonio que le impuso el creador y fue castigada por él y condenada a andar entre los demonios, a colmar con ellos su lascivia y a vivir de la sangre de bebés que reptaba por las noches. Por su parte, en la mitología grecolatina existen la empusa, demonio femenino capaz de tomar la forma de un animal o una bella doncella para llegar hasta los hombres, dormir con ellos y vaciarles la sangre; y las lamias, vástagas malditas de Zeus y la reina Belo, seres noctámbulos que deambulaban en busca de infantes qué desangrar.

Carmilla honra su ascendencia: ser dejado de dios al igual que todos los vampiros, persiste en una vida después de la muerte al arrebatar sin permiso del creador la sabia vital de sus víctimas, pero es ante todo una distinguida descendiente de la rebelde Lilith, pues todas sus presas son mujeres: nuestra vampira es irresistible, mas no va en busca de los hombres, sino de bellas mujeres al igual que ella, contra todo mandato heteropatriarcal. Y de sus ancestras empusas y lamias conserva sus rasgos monstruosos, como el poder convertirse en animal, en su caso, en una imponente gata negra, o el revelar su semblante demoniaco una vez que ha sido descubierta.

Destaca asimismo que la historia de Carmilla se desarrolla en el siglo XVIII, en el territorio de Estiria, lugar vecino de sitios como Istria, Prusia, Hungría, Serbia, Silesia, Valaquia y Rusia, donde hubo registros históricos de vampirismo: diversas actas aducen que ciertos muertos regresaban a la vida (revenants) y cometían la impiedad de beber el fluido vital de sus congéneres, se habla incluso de poblados arrasados por estos monstruos debido a la cualidad de poder convertir a sus víctimas en vampiros a su vez. Utilizar el adjetivo de históricos para estos hechos no es menor: filósofos del Siglo de las Luces, como Voltaire y Rousseau se ocuparon del asunto, el primero para condenar que en pleno auge de la racionalidad existieran estas supersticiones, el segundo instando a sus pares a comprender por qué estas historias les hacían tanto sentido a las personas. Como fuere, estos fenómenos anteceden a la aparición literaria del vampiro y configuraron la parte folclórica del vampirismo, que en la labia popular era tal cual un cadáver vuelto a la vida, de olor pútrido y agorero de pestes y otras calamidades.

Por su parte, las vampiras son siempre hermosas y siempre fatales. El elemento erótico del vampiro que ha llegado a nuestro imaginario contemporáneo es primero femenino, como atestiguan Lilith o las empusas y lamias; pero es obra también de la literatura haber dotado a los vampiros de un atractivo hipnótico, la víctima cae siempre como abeja tras la miel, irrefrenablemente, pero intuyendo que ese delirio es su condena. Carmilla lo sabe y así se lo dice a su amada Laura: el amor es cruel, exige sacrificios y no hay sacrificios sin sangre. Es una pasión amorosa la del vampiro, ese impulso erótico en el que la vida coquetea con la muerte. Carmilla fue vampirizada por un amor fatal y su condena es la de pervivir a costa de la vida que sorbe del pecho de sus amadas; cierto que también hay mujeres a las que vacía en una sola noche, sin mayor preámbulo, pero con aquellas de quienes queda prendada, como la Laura de la carta y el caso de Berta que ahí nos relata, se toma su tiempo, entra en sus casas y en sus vidas, las estrecha con furor contra sus mejillas y sus labios, las colma de palabras de amor y ellas, aunque experimentan cierto estupor, terminan por caer ante sus encantos, entonces las visita durante varias noches y sorbe su sangre en pequeñas pero constantes y letales dosis.

Ilustración por David Henry Friston, para Carmilla de  Le Fanu, 1872.
Ilustración por David Henry Friston, para Carmilla de Le Fanu, 1872.

Laura, hasta donde sabemos, apenas logró liberarse de la muerte que ya tenía deparada por los colmillos amantes de Carmilla. Sucedió que llegó de inesperada visita el general Spieldorf, amigo de su padre, quien había arribado hasta ahí para visitar el pueblo abandonado de los Karnstein (de cuya familia real también desciende Laura por vía materna) en busca de la tumba de la condesa Mircalla, la vampira que recientemente arrebató la vida de su pupila Berta. En ese momento, Laura estaba ya muy desmejorada y sólo por este azar del destino pudo descubrirse que lo suyo era obra de Carmilla, la misma vampira a quien el general estaba dispuesto a cazar. Cuando hallaron la tumba de Mircalla, lo que vieron ahí fue la viva efigie de Carmilla, rodeada de bermeja sangre, con los músculos y la piel tensos y rebosantes de vida, con un palpitar sereno y apenas perceptible. Se hizo con ella lo que es tradición: clavarle una estaca en el corazón, cortar la cabeza y empalarla por separado del cuerpo para después encenderles fuego.

Sabido es que el vampiro desprecia todos los signos y asuntos de la divinidad cristiana, y que entre los asuntos satánicos a los que la Iglesia ha dado caza también se encuentra el vampirismo. Delante de Laura, Carmilla se desató en improperios al ver pasar una cohorte fúnebre y escuchar los cánticos y plegarias que los penitentes alzaban al cielo; la joven vampira daba muestras de no soportar lo que le parecían alaridos, pero en la herejía de sus palabras no honraba al señor de las tinieblas, en realidad aducía el hecho más que sabido de que todos moriremos y la apuesta a que el dejar de vivir quizás represente la felicidad. Por su parte, cuando en casa el padre de Laura recibe del médico la noticia de que quizás su hija esté siendo visitada por un vampiro, la recomendación que se le hace es la de mandar llamar un cura y tenerlo en casa para ahuyentar al demonio.

Pero más allá, o por fuera de una lógica que exige que para toda oscuridad exista una presunta claridad, para nuestra Carmilla, la muerte es dulce y feliz, pero su condena de vampira no le permite descansar en ella, su maldición ‒como diría Nosferatu en el cine unos siglos después‒ es precisamente la de no poder morir. Sin acceso al eterno descanso, nuestra vampira tiene su forma de asegurarse la eternidad al beber amorosamente, apasionadamente, la sangre de sus amadas, para quienes confía asimismo que podrán compartir con ella esa otra forma de permanecer que es el regresar de la muerte. No sabemos si Berta fue vampirizada, pero tenemos las cenizas de la pira de Mircalla para suponer que ella finalmente fue arrebata de su maleficio; no obstante, su amor permanece: a 8 años de su encuentro con Carmilla, Laura sigue viéndola, tal como se le apareció en un sueño a los 6 años, tal como la recuerda en las tardes y claros de luna que compartieron tantas veces; Carmilla, recuerdo ambiguo que despierta amor y repulsión, eros terrible que aun así es el amor.

Ilustración por David Henry Friston, para Carmilla de  Le Fanu, 1872.
Ilustración por David Henry Friston, para Carmilla de Le Fanu, 1872.