Por: Redacción Gaceta 22

Coetzee: entreverar la desgracia

“Sus ganas de vivir se han apagado de un soplido. Como una hoja seca a merced de un arroyo, como un bejín que se lleva la brisa, ha comenzado a flotar camino de su propio fin. Lo ve con bastante claridad, y es algo que lo colma y lo consume (esa palabra no lo dejará en paz) de desesperación. La sangre de la vida abandona su cuerpo y es reemplazada por la desesperación. Una desesperación que es como el gas, inodora, incolora, insípida, carente de nutrientes. Uno la respira y las extremidades se le relajan, todo deja de importar incluso en el momento en que el acero te roce el cuello”.

Desgracia, J. M. Coetzee


Estado o situación de quien ha corrido con una suerte adversa, funesta, caracterizado por el dolor y la pena. O bien, el hecho de perder la consideración, el favor o el cariño de alguien o de muchos. He ahí las principales acepciones de la palabra desgracia, tan avenida con otras como suerte o destino, y a menudo, tan empleada a la ligera como sucede con esas dos: uno dice que tiene mala suerte cuando algún chubasco retrasa el tráfico y llega tarde a alguna cita, como si fuera el blanco predilecto de un ser maléfico de la meteorología; otro se convence de que por algo pasan las cosas, que una voluntad sabia y del todo inaccesible ha trazado los caminos de la vida y no queda más que confiarse a su designio; y sucede también que nos sentimos desgraciados, tremendo adjetivo, por las situaciones más triviales, como pisar excremento en la acera.

Tan manida la palabra, ¿qué situación podría recobrar para ella un sentido pleno, preciso o justo? Una de las novelas más famosas del Nobel de Literatura 2003, el sudafricano John Maxwell Coetzee, de título Desgracia, entrevera la polisemia de la palabra. La situación en las primeras páginas es la de un hombre de cincuenta y tantos, afligido por la inminencia de la vejez que no supone el cese de los deseos sino su cada vez más complicada y penosa satisfacción; su nombre es David Lurie, profesor universitario de literatura y comunicación, pero en sus propias palabras, eso de las clases es en realidad el modo como se gana la vida, su verdadera pasión es la poesía del Romanticismo y a sus tres libros publicados busca sumar un cuarto dedicado a Byron. Este académico, erudito, ha pasado por dos matrimonios y sus subsiguientes divorcios, ahora vive solo y cada jueves por la tarde lo pasa en compañía de Soraya, una prostituta con quien se entiende bien.

La sosegada rutina de Lurie se ve de pronto truncada por la renuncia de Soraya a la casa de citas, tal era la importancia de esos jueves por la tarde que el viejo se encuentra desorientado. Una tarde, saliendo de la universidad, ve de lejos a Melanie, alumna de una de sus clases, y se decide a abordarla. Esa aventura atropellada termina por sumirlo en lo que él llama una desgracia: el novio de la chica se entera de todo y le hace frente, el padre también lo encara y la joven termina levantándole una acusación por acoso; en la universidad se crea un concejo para examinar su caso, algunos de los miembros son amigos suyos y buscan sin éxito persuadirlo de pedir disculpas y mostrar arrepentimiento, pero como no lo está, no le parece propio ser falso y mucho menos rogar clemencia; de modo que se queda sin trabajo y marcado como acosador de jovencitas.

Aunque, lo que le pasó a Lurie no es una desgracia, pues no parece haber nada adverso o funesto, y sí en cambio, un encadenamiento de malas decisiones; eso no quita que sea un desgraciado, alguien que perdió la simpatía y el favor de sus congéneres, y que por esto ha de exiliarse. Así lo hace, se va al campo, a la granja de su hija única Lucy, una joven mujer cuya determinación ha sido llevar esa vida apacible entre huertas, algunos animales, y la venta de sus propios productos en el mercado semanal. David y Lucy lo pasan bien durante una temporada, él, tan citadino, se adapta pronto a los quehaceres diarios y hasta se ofrece como asistente en la veterinaria del lugar, en donde en realidad los animales, en su mayoría perros, son llevados por las personas para que les den muerte, sea porque están enfermos o no pueden cuidar más de ellos.

Por su lado, Lucy tiene una pensión de perros en su casa, mascotas de las que cuida por temporadas. Una mala tarde, padre e hija regresan de sacar a pasear a los perros y tres extraños se cruzan en su camino, una vez que están en casa y han guardado a los canes, los extraños ingresan a la propiedad con el pretexto de usar el teléfono y el resto es una larga pesadilla: a David lo noquean y encierran en el baño, lo que alcanza a percibir los ratos que recobra el sentido es que desvalijan la casa, que matan a balazos a los perros y a él lo rocían con alcohol y le prenden fuego; lo que pasó a Lucy será confirmado después, fue violada.

Esto es lo que parece ser la desgracia y no se agota en las quemaduras en el cuero cabelludo de él o en la aflicción que la consume a ella por semanas: Lucy sabe que aquello no fue un robo, que esos tres hombres iban expresamente a violarla, a someterla, a marcarla, pues ella había estado viviendo ahí sola como si pudiera hacerlo, entiende que para las personas del lugar, no debe, por ser mujer, estar a cargo, lo supo y lo sintió en todo el odio con que esos tres efectuaron el acto. No obstante la violencia y la claridad con la que Lucy entiende la situación en la que se encuentra, decide quedarse en ese lugar y ceder al poder y la voluntad de los lugareños, acceder con tal de que pueda seguir ahí, con lo que cree que es una vida pacífica. David no entiende ni comparte la idea, los sucesos y sus implicaciones los han vuelto totalmente otros, dos extraños que ya no se entienden ni pueden conversar. Otra desgracia.

Como voluntario en la veterinaria, David, entre otras cosas, asiste a Bev, amiga de Lucy y encargada del lugar, los días que inyecta la sustancia letal a los perros para los que ha terminado el plazo, de curarse, de ser adoptados, de vivir. Arbitrario, como las cosas humanas, es ese plazo y, aunque el erudito Lurie no se reconocía como animalista, el ritual termina por destruir algo en su interior. Bev le dice que los animales huelen los pensamientos y lo anima a concentrarse sólo en ideas que puedan transmitir calma y paz a esos infortunados, pero no lo consigue. Sólo para sus adentros lo reconoce, el arrebato de esas vidas es demasiado para él. Un día se dio cuenta de la indiferencia y poco cuidado con que eran tratados los cadáveres de los animales al momento de ser incinerados y tomó también a su cargo esa función, era una forma de cerrar honrosamente el ritual de acompañar a los perros en esa transición; pero el día que se dio por vencido con Lucy y decidió regresar a la ciudad, se desembarazó también de ese compromiso.

¿Y la desgracia? Lucy se entera de que está embarazada y se mantiene en su posición de seguir en la granja a pesar de todo, inclusive abrazándolo todo, hasta el grado de convivir cotidiana y familiarmente con uno de sus agresores. David Lurie tiene una racha de inspiración y se entrega a la escritura de lo que proyecta será una ópera sobre Byron, aunque en realidad, se entrega a las imágenes de su mente y a juguetear composiciones en un banyo. La noticia sobre el estado de Lucy lo lleva de vuelta al campo y retoma sus actividades, como la asistencia en la perrera; uno de los canes a punto de ser sacrificados se gana su simpatía y al parecer gusta de las melodías que ejecuta en ese banyo, pero no basta: la renuncia, que bien puede ser otra forma de la desgracia, se ha hecho de todo, David no adoptará a ese perro, del mismo modo que no escribirá su ópera, por el contrario, empieza a coquetear con la idea de ser un buen abuelo.