Por: Daniel Osorio

José Guadalupe Posada: La siempre vigente crónica de la tragicomedia nacional

“Posada fue tan grande que quizás un día se olvide su nombre. Está tan integrado al alma popular de México que tal vez se vuelva enteramente abstracto; hoy su obra y su vida trascienden, sin que ninguno de ellos lo sepa, a las venas de los artistas jóvenes mexicanos cuyas obras brotan como flores en un campo primaveral”.

Diego Rivera


El esqueleto de una señora ataviada con un ostentoso sombrero y algunos llamativos accesorios es uno de los conceptos más reproducidos internacionalmente de lo que, se cree, significa ser mexicano; hecho que, incluso, la ha posicionado como ícono de una de las fiestas más representativas que tenemos como país. Al menos esa es la historia oficial, pero la realidad es que su origen dista bastante de la posición de rockstar de la que hoy goza. Esta figura surgió como una sátira en la que se criticaba a las personas de origen humilde que, ante la llegada de unos cuantos pesos, sucumbían en la presunción y el menosprecio de sus orígenes y costumbres. En fin, sea cual sea la versión que conoces, el hecho indiscutible es que esta imagen constituye la obra cumbre de su creador: José Guadalupe Posada.

La historia de este cronista sarcástico y agudo coincide con la de muchos otros genios que en vida no fueron valorados en su justa medida, pero, gracias al redescubrimiento posterior de su obra, pudieron consagrarse como leyendas en su rubro. Nacido un 2 de febrero de 1852 en el seno de una familia dedicada a la panadería, José Guadalupe supo desde muy joven que su destino estaba lejos de la herencia que le había sido encomendada, por lo que a los 16 años ingresó como aprendiz al taller de Trinidad Pedroso, su primer maestro y, a la postre, uno de sus más asiduos colaboradores.

Durante estos primeros años de labor artística Posada exploró el mundo de la caricatura y descubrió en él un talento innato, además de un incisivo sentido del humor y un ojo agudo para detectar la injusticia y la desigualdad a su alrededor. De tal suerte que, cuando cumplió 19 años, su mentor lo alentó a desempeñarse como dibujante de prensa gráfica y criticar desde su trinchera las atrocidades cometidas por los gobernantes en turno, a quienes, como era de esperarse, no cayó muy en gracia el trabajo del novel monero. Fue así, que en un ejercicio por proteger su libertad de expresión y, más aún, su vida, maestro y alumno decidieron abandonar Aguascalientes y probar suerte con un nuevo taller en León, Guanajuato, empresa que años más tarde fracasaría debido a las inundaciones que azotaron a la entidad.

La Ciudad de México fue la siguiente parada en la vida de Don Lupe, sitio donde, después de algunos trabajos destacados en el Bajío, las ofertas laborales se sucedieron una tras otra; La Patria Ilustrada, Revista de México, El Ahuizote, Nuevo Siglo, Gil Blas, El hijo del Ahuizote y algunas más, dieron rienda suelta a la etapa más fructífera de su carrera y, también, a su hambre por experimentar con nuevos materiales y nuevas técnicas de representación a las que su recién adquirida capacidad adquisitiva le permitía tener acceso, como las planchas de zinc, plomo y acero.

La práctica de dichos conocimientos le permitieron ilustrar más en menor tiempo, lo que le dio oportunidad de tomar nuevas comisiones y proyectos personales, como la Gaceta Callejera y los Corridos gráficos (publicaciones dedicadas a la producción de obras para un sector de la población que no sabía leer, por lo que las ilustraciones de Posada representaban un elemento importante en la búsqueda de transmitir la información del acontecer social previo y posterior al estallido de la Revolución Mexicana), además de sus célebres calaveras, con las que, durante sus últimos años, describió con su fino humor la cotidianidad de nuestro país, dio vida a corridos, criticó al gobierno de Madero, se burló de políticos, caricaturizó la campaña emprendida por Emiliano Zapata y otorgó voz a los caídos en batalla.

Fue el 20 de enero de 1913 cuando, tras más de 20 mil grabados, incluidos el primer baile homosexual documentado en nuestro país y el memorable diálogo entre la Luna y la Tierra con motivo del paso del Cometa Halley, la vida de José Guadalupe Posada terminó, víctima de los excesos, en una vecindad de Tepito; y su cuerpo, víctima del abandono, en una fosa común del Panteón de Dolores. Sin embargo, igual que en sus más famosos trazos, la muerte no sería el final, sino sólo el principio: su obra fue redescubierta años después por los muralistas mexicanos y algunos otros personajes del gremio artístico; su crítica social, para nuestra no tan alegre fortuna, sigue vigente hasta nuestros días; y su figura, plena y sin temor, tomó a la calaca del brazo y la invitó a caminar en armonía, como en una tarde dominical en la Alameda Central, en contrasentido del olvido, con rumbo a la inmortalidad.