La responsable fue una inmensa nube de ceniza peregrina. Había nacido con la colosal erupción del Monte Tambora en Indonesia. Fue una sombra que se extendió por el mundo cubriendo el sol y calor para toda Europa y el norte de América. Infinidad de cosechas y animales murieron y no dieron tregua tanto el hambre como las enfermedades. Era 1816, aquel año sin verano.
Por eso, resulta una ironía que de tiempos tan desastrosos haya surgido una nueva forma de entender la belleza en el mundo, y también que ocurriera un encuentro tan afortunado: cinco jóvenes coincidieron en una hermosa villa de Ginebra oscurecida por una noche fría que duró tres días debido a las inauditas condiciones climáticas de aquel año. Apenas se conocían todos entre sí, pero esas dos mujeres y tres hombres, refugiados frente a la chimenea, estaban fraguando dos de los relatos más emblemáticos de la modernidad.
Uno de esos relatos en especial, trascendería hasta convertirse en un mito universal. Se trataba de la anécdota de un hombre (¿O monstruo?) revivido por otro hombre y, aunque de entrada parecía una historia sencilla, pero perversa, en realidad planteaba reflexiones filosóficas, existenciales y emocionales importantes que hasta hoy continúan vigentes. La autora no era otra que una joven británica de apenas 18 años. Mary Wollstonecraft Shelley alumbró en aquella penumbra a Frankenstein o el moderno Prometeo.
Este 1° de enero se cumplieron 200 años desde que la autora, hoy popularmente conocida como Mary Shelley, publicara finalmente aquel relato que concibió en un juego entre amigos frente a la hoguera de Villa Diodati. Aún ahora seguimos celebrando la importancia de esta obra que sentó las bases de la ciencia ficción y se coronó como un clásico dentro del terror gótico.
Para continuar con una revisión a la inmortalidad de esta obra fantástica, vale la pena analizarla desde la primera raíz de su contenido, esa que encontramos en la propia vida y el pensamiento de Mary Shelley. Porque Frankenstein surgió de algo mucho más complejo que aquel famoso juego y comienza, más bien, desde las extraordinarias circunstancias que rodearon el nacimiento de su autora.
No era extraño encontrar leyendo a Mary Shelley a los pies de la tumba de su madre, Mary Wollstonecraft, la mujer que, aunque no llegó a conocer, le permitió crecer con su pensamiento, uno en el que la invitaba a formarse primero como una ciudadana con conciencia propia antes que una abnegada esposa; algo inaudito para la época.
Era natural, claro, pues Mary Wollstonecraft (1759-1797) fue nada menos que la autora del primer tratado feminista que se conoce, en el que exigía, entre otras, cosas la educación para las niñas. Ella vivió una vida inaudita para su tiempo siendo escritora independiente y polémica, viajera, madre soltera y perseguida en Francia.
Pero aún tras establecer las bases del feminismo moderno, Wollstonecraft murió demasiado pronto por circunstancias comunes a su género. Terrible final, tan sólo 11 días después de dar a luz a la futura autora de Frankenstein, murió de una infección derivada del parto.
Mary Shelley no conoció a su brillante madre y, aunque no recibió la formación que ésta habría deseado, fue educada entre conversaciones de intelectuales, poetas y científicos que frecuentaban a su padre. Gracias a eso, tan solo con 18 años Shelley era una ávida lectora que ya conocía las investigaciones de pensadores como Luigi Galvani y Erasmus Darwin sobre el poder de la electricidad para revivir cuerpos inertes, así como la figura del científico amateur Andrew Crosse y sus procesos de “electro-cristalización”.
La soledad latente que le dejó la orfandad, su fascinación por la ciencia, la resurrección, el romance y la fatalidad, todo fue un alimento para la obra que Mary Shelley hizo inmortal. Pero también, puede ser que el monstruo de su novela (¿O trágico héroe?) sea un reflejo de aquello que representaba su madre, muerta a manos de las circunstancias propias de las mujeres. ¿Un monstruo, el moderno Prometeo o la mujer sojuzgada?
Larga vida al mito universal, a Frankenstein y a todas sus lecturas posibles. Y claro, a las mujeres que como Mary Shelley son inmortales.