Antes de comenzar esta nota, pido a las y los lectores que dejen de lado toda lógica y todo dato histórico, es decir, esta quincena, nuestro Cultura para el paladar parte de un sentido meramente hipotético y por el puro placer de entrar en la inútil jugada del “qué hubiera sido…” Dicho lo anterior, partiré de su interrogante prima hermana: ¿Cómo sería… la comida de nuestra noche mexicana si los conquistadores nunca hubieran llegado?
Sí, como mencioné anteriormente, debemos dejar toda crónica, libro y cuanto hemos aprendido de la Independencia a un lado, para poder entrar de lleno a este juego, porque efectivamente, de no haber Conquista, no habría necesidad de independizarse, ergo, no existiría excusa que llame a nuestra libertad y orgullo nacional, a pintarnos de tricolor, usar bigotes postizos, trenzas, sombreros y todo cuanto nos dibuja de la misma forma en la que nos quejamos de ser dibujados.
Ahora sí, una vez quitados de la pena, hemos de recordar que las tradiciones culinarias son la expresión última de un acuerdo comunitario. Para llegar a este punto, hace falta un proceso que parte desde las preferencias individuales de nuestro paladar, la aptitud para el consumo de ese alimento, sus cualidades naturales, y por supuesto, también las culturales.
La manera de conseguir, preparar y consumir los alimentos son las cualidades que moldean la personalidad de la cocina. La suma de conocimientos y la disponibilidad de los recursos, así como de las técnicas para aprovecharlos de una u otra manera, definen la permanencia de tal o cual tradición.
Corrientes provenientes por supuesto de Europa, pero también del Caribe, Asia y África fueron cambiando de manera paulatina el color y sabor de nuestros platillos. Cuchillos y molinos de otras latitudes se integraron a los metates y comales de nuestras cocinas, que prevalecieron por su gran eficacia.
Entre las muchas repercusiones y cambios que trajo consigo el virreinato, la debilitación del sistema ritual identitario de nuestra cultura culinaria fue parte de la lista. Ciclos de siembra, crecimiento y cosecha del maíz – y de otros productos de la milpa – e incluso el consumo pautado según la posición social, así como rasgos de la cosmovisión que, a través de mitos prehispánicos como Quetzalcóatl robando granos de maíz del Monte Sagrado, o el tlacuache regalándole el fuego a los hombres, fueron dejados de lado tras la llegada de los conquistadores.
Ahora bien, como se ha mencionado párrafos atrás, los ingredientes, y por lo tanto las recetas, se definen por aquellos recursos que están al alcance de la comunidad. Por ejemplo, es común pensar que la dieta prehispánica era pareja en todas las regiones en cuanto al uso del maíz, sin embargo, para los olmecas, habitantes del golfo, esta planta no era el alimento principal, como sí el caso de los tlaxcaltecas, por ejemplo, más bien utilizaban la yuca como base central, un alimento mucho más ideal para temperaturas de entre 25 y 30°C. Por su parte, para los otomís, la dieta se conformaba de nopales, tunas, magueyes o mezquitales; y así, cada una de las regiones adaptaba su cocina según las condiciones de su tierra, su sol, y sus dioses.
Considerando la amplísima lista de ingredientes propios de la cocina mexicana, en donde se utilizaban plantas silvestres, las flores y las frutas, los animales como los insectos y sus huevecillos, las ranas, los ajolotes, los acociles, los chapulines, el huexolotl o guajolote e incluso el perro itzcuintli, los platillos que estamos a punto de compartir respetarán este origen purista, pero son una carta muy reducida del extenso recetario que los pueblos prehispánicos nos heredaron.
Como podemos notar, para los pueblos la comida no es mera digestión o panza llena, sino un ámbito en que el instinto y la necesidad se convierten en placer, encuentro y gusto compartido; para los mexicanos es motivo de celebración y orgullo, que no nos falte el pan de cada día y que no se nos cuezan las habas, que tengamos las manos en la masa pero que no nos las den con queso… en fin, nuestra comida es nuestra identidad, nuestro legado, nuestro modo de expresión, y si bien hoy día es imposible mantener la cocina libre de influencias trasatlánticas – porque además no es el objetivo - sí es un verdadero goce preguntarnos desde cuándo es que nuestros platos lucen así, qué los pinta de esos colores y cómo es que sus ingredientes llegaron hasta nuestro expectante paladar.
De querer seguir el eco de las voces de nuestros antepasados, se pueden consultar los ampliamente recomendados Recetarios de la Cocina Indígena y Popular de la Dirección General de Culturas Populares, Indígenas y Urbanas, y la edición especial 122 de la revista Arqueología Mexicana.