Ciudad de México, años 40, una mujer termina con los preparativos de una fiesta en una vecindad del Centro Histórico, no importa si es un bautizo, XV años o fiesta patronal, para nuestro relato eso es lo de menos. La anfitriona tiene listo todo, menos algo que pueda divertir a los invitados, ella quiere que se la pasen bien, que bailen, tiene una solución: atraviesa el zaguán de la vecindad, recorre un par de calles y encuentra en un negocio, que puede ser desde un puesto de discos hasta una carnicería, a un Tocadiscos que no es más allá de un señor que con una tornamesa, una bocina, y dos o tres discos de “música tropical”, gusta de ambientar el trajín diario del barrio parado en una esquina o inclusive desde su propio local La anfitriona de esta hipotética fiesta negocia la tarifa, apenas un puñado de monedas, lo suficiente para convencer al Tocadiscos para amenizar la fiesta en turno, ¡La celebración está salvada!
Este breve relato bien podría ser el mito fundacional de toda una estirpe, la de una pieza fundamental en la genética de la capital mexicana: los sonideros. Y es que nadie sabe a ciencia cierta quién fue el primero o cuando nació su formato como tal, aunque hay pistas suficientes que apuntan a varios personajes en algunos escenarios del siglo pasado.
Tras el paso de la Revolución Mexicana y la gran explosión demográfica que sufrió la Ciudad de México a partir de los años 40, la mal llamada, por cierto, música tropical se convirtió en la banda sonora del génesis de los barrios, el arrabal y los cabarets, creando así una relación entre la música y la gente que se mantiene hasta la fecha. Pero para el barrio no era suficiente la oferta musical de las ondas radiofónicas brindadas por míticas estaciones como la W, se requería de algo más íntimo, más adecuado al gusto popular y, quizá, más económico en comparación de costear una radio que sirviera para alegrar una fiesta. Sea como fuere, en las casas de colonias como el Peñón de los Baños, Tepito, La Lagunilla, Tacubaya, la Colonia Obrera o San Juan de Aragón, la aparición de los Tocadiscos se volvió poco a poco más común, al punto de que con el tiempo los patios de las casas fueron insuficientes para recibir a la cantidad de gente que quería bailar al son de sus discos, hubo entonces que mover la pista a la esquina, de ahí a los terrenos baldíos y finalmente hasta ocupar una calle entera.
En esta historia esquiva aparece recurrentemente un nombre, o más bien dos, el de Don Pablo Perea y su Sonido Arcoiris. Existe el consenso suficiente que le brinda a Don Pablo el título del primer sonidero del Peñón de los Baños, de la Ciudad de México y, por lo tanto, del mundo. Surgido de la conocida posteriormente como Colombia chiquita, al oriente de la ciudad, Sonido Arcoiris fue el primero en presentarse bajo un concepto establecido, ya no se trataba únicamente de una persona con un altavoz, unos cuantos cables y una tornamesa. El concepto de un sonidero parte desde el nombre, el fundamental diseño de un logotipo que lo identifique junto con una gama de colores vistosa, y por último lo esencial: una colección, mientras más rara mejor, de verdaderas reliquias musicales.
Es necesario hacer hincapié en la etiqueta tramposa de la “música tropical”, hay expertos, quienes más la consumen y la conocen, que argumentan que esa categoría nació en las estaciones radiales con el fin de amalgamar a la música afroantillana bajo un mismo esquema, sin importar la serie de diferencias entre los géneros, pasando por alto sus diferencias para imponer categorías de forma arbitraria. Entonces, mientras más se nombre mejor; los sonideros chilangos reproducen, no exclusivamente, géneros como cumbia, salsa, guaracha, guaguancó, rumba, porro, paseo, vallenato, danzón, mambo o chachachá, entre un sinfín más.
Volviendo a las reliquias, quizá el mayor aporte a la humanidad realizado por los sonideros no es únicamente el de proporcionar absoluta alegría y ritmo a cientos de miles de personas, sino su labor verdaderamente arqueológica del patrimonio musical del mundo. Los sonideros han recorrido cada latitud latinoamericana para rescatar música grabada en distintos formatos, principalmente acetatos de artistas que, por una u otra razón, fueron descontinuados del mercado musical. De esta forma los sonideros, mediante intermediarios en países como Colombia, Venezuela, Cuba, Perú, Bolivia, etc., o a través de adquisición directa, se han hecho poseedores, y curadores, de colecciones musicales inmensas, poseyendo materiales que ni siquiera llegaron a formatos físicos como el CD, no se diga aparecer en plataformas contemporáneas de streaming.
Tras la senda fundada por Sonido Arcoiris aparecieron otros sonideros que pondrían su aporte para establecer el estilo característico del movimiento, como XRHH El Rolas, quien inició la tradición fundamental de los saludos. Sin estos últimos no se entiende a los sonideros, ellos mismos mencionan en varias entrevistas cómo los bailes sin saludos no pueden catalogarse como sonideros, es simplemente música reproducida, los saludos entonces, son el alma de los sonidos, cada uno adaptando la tradición a su propio estilo.
Los Perea terminarían siendo una dinastía, con otros miembros de la familia fundando sonidos propios como Sonido Fascinación, Sonido La Boa, Sonido Stereo Rumba ‘97, Sonido La Conga y Sonido La Timba, considerando además que, tras la muerte de su padre, Pablo Perea hijo continuaría al frente de Sonido Arcoiris hasta la fecha.
Pero el Peñón no sería el único centro neurálgico de los sonideros, el Centro Histórico merece mención aparte, destacando a Tepito, barrio que vería el nacimiento de La Changa, de Ramón Rojo Villa, uno de los máximos exponentes de los sonideros hasta la actualidad.
Los 80 serían la época de oro de los sonidos, estableciendo las reglas no escritas para el ritual musical que son hoy en día, el cual empieza desde antes de que suene el primer raspado del güiro. La primera señal en el barrio del siguiente gran baile son los rótulos que aparecen en postes y paredes anunciando los sonidos que se van a presentar próximamente. De aquí se pueden analizar dos cosas, primero, cómo los sonidos jamás necesitaron de publicidad televisada, impresa en medios o anuncios de radio, como gran señal de su heroicidad local, no es necesario más que las paredes pintadas y el boca a boca: a lo mucho un anuncio locutado una y otra vez desde un vehículo recorriendo las calles a baja velocidad. En segundo lugar, gracias a su enorme labor como rescatistas de la música grabada, las estrellas de los bailes no son las agrupaciones o artistas originales que interpretan las canciones, sino los sonideros, respetando así su labor de búsqueda y curaduría, algo que no ocurre en ningún otro género musical, ni siquiera con los dj sets de música electrónica.
Sonido Cumbia Vol. 3, Sonido Arcoiris. (Fonogramas Aries. México, 1980)
Después de los coloridos anuncios viene el enorme despliegue técnico, bocinas, bafles, buffers, metros y metros de cable, crossovers, mezcladoras, consolas, trompetas de perifoneo, computadoras, y demás artilugios se van montando poco a poco como si de una enorme pirámide se tratara; mención aparte merece la iluminación, la cual se ha ido volviendo más llamativa con el paso del tiempo, esto despierta serios debates entre los sonideros con respecto a su uso desmedido, dejando en segundo lugar la calidad sonora. Y es que los sonideros requieren de un ejército de personas para armar sus monumentos sónicos, llegando a adquirir un enorme conocimiento, físico y técnico que los vuelve grandes expertos en acústica.
Ya con el edificio musical listo empieza la fiesta, lo esencial de todo esto, reunidos en grandes plazas, explanadas, avenidas o calles cerradas, bajo una resistente lona o sólo con el cielo nocturno sobre sus cabezas, se reúnen cientos, o miles de personas para participar en el sagrado ritual sonidero, para sacar los perrones, los prohibidos. Parejas que bendicen la pista antes de empezar, círculos de gente que se abren entre la multitud para dar oportunidad a los bailarines expertos en lucirse, tríos de danzantes que manejan los pasos con maestría, o hasta cuartetos, parejas del mismo género que poco les importa si en otras fiestas la posición de los pasos está asignada de forma binaria, todo ello a la mitad de un retumbar atronador de trompetas, o bocinas, colocadas estratégicamente en lo alto de los postes, con el alma del sonido acentuando cada ciertos segundos las canciones: los saludos, estos se acumulan en trocitos de papel que saturan enormes bandejas al alcance de los sonideros, quienes no sueltan el micrófono ni para intercambiar los vinilos, el tiempo se pierde, todo es baile, todo es sabor entre el calor humano.
Jóvenes se divierten durante un baile sonidero callejero durante los festejos previos a Semana Santa en la colonia Martín Carrera en la Ciudad de México
Los sonidos han cambiado mucho desde aquellos primeros días de Sonido Arcoiris, por fortuna su esencia se mantiene. Pero es innegable que ahora las colecciones peligran, con la aparición de los medios digitales el conseguir una canción exótica desde sudamérica es mucho más sencillo, mucho más barato y, por lo mismo, mucho menos envidiado en el ambiente sonidero, incluso el público tiene un acceso diferente para las canciones. Por lo mismo, los sonideros son fuertes enemigos de la piratería, primero porque es diametralmente opuesta al esfuerzo que les significaba conseguir antaño los discos en sus naciones de origen, además, si la audiencia tiene acceso a las canciones a través del internet sencillamente deja de consumir a los sonideros como única opción para escuchar ciertas piezas. Hay que considerar que las canciones eran tan celosamente guardadas durante la época de oro que se llegaba al punto de que los sonideros cubrían los títulos de los discos para no revelar los nombres originales de las canciones.
Pero no todo es negativo, los sonideros no han desaparecido, sino que se han adaptado a la modernidad digital, recibiendo un más que merecido estatus de respeto y homenaje incluso de audiencias ajenas a la barrialidad. Esto enciende las alertas de la gentrificación, pero a diferencia de otros géneros de música afroantillana, parece que los sonideros se han salvado de las garras de la difusión masiva pagando el alto costo de entregar la tradición a otras manos, no lo necesitan. Además, los sonideros se han transformado en un espacio abierto para todas las realidades, con la fuerte presencia, por ejemplo, de las musas sonideras, quienes no dejan de lado temas políticos, integrándolos con gran éxito a sus interpretaciones. Otro feliz caso es el de la comunidad LGBTTTIQA+, quienes encuentran en los bailes un espacio de enorme tolerancia inédito en eventos musicales de otra especie.
Aunque de tanto en tanto aparecen acusaciones ignorantes que tachan a los sonideros como potenciales focos de delincuentes, fiestas sin control, narcomenudeo, violencia auditiva o de cualquier otra clase, los sonideros y su audiencia saben que no hay nada que temer. Con el perdón del pachuco mayor, Tin-Tan, me atrevo a decir que si existe una corona que vista al verdadero Rey del barrio, sino es que de la metrópoli entera, esta se encuentra sobre la cabeza de los sonideros chilangos, dictando el baile con una mano en la tornamesa y sosteniendo su cetro, el micrófono, en la otra.