“El verdadero paraíso moderno es el supermercado; la lucha se acaba a sus puertas. Los pobres, por ejemplo, no entran. Uno gana dinero en otro lado; y luego va a gastárselo ante una oferta innovadora y variada, a menudo fiable a nivel de gusto y bien documentada desde el punto de vista de la nutrición”.
Michel Houellebecq
Estamos en 1990, la última década de un siglo malogrado y la antesala de este que corre, que parece ser el último de la humana historia. Paul B. Preciado no había escrito aún su Testo yonqui y quién sabe si estuviera ideando ya la categoría de régimen fármacopornográfico. El ahora filósofo de moda, Byung Chul-Han, no había lanzado aún su éxito de La sociedad del cansancio ni parecía, más allá del ámbito académico, que se pensara en la autoexplotación y el malestar en la cultura. Esa década fue definitiva: la caída del bloque soviético puso fin a una fría guerra y dejó el camino libre para este sistema de mundo que habitamos, la globalidad neoliberal.
Estamos en 1990, no las ni los conozco, pero quiero invitarlas e invitarlos a situarse en esa década, sea que, como yo, la hayan vivido, o sea que hayan llegado a este planeta después. Quiero que nos situemos ahí y miremos las procedencias de un montón de cosas que hoy damos por hecho, como el internet y esta computadora portátil en la que les escribo esto. Quiero que vayamos ahí a conversar con un hombre que aún está entre nosotras y nosotros. Su nombre es Michel Houellebecq. En 1994 publicó su primera novela, Ampliación del campo de batalla, y en 1998 reunió una serie de escritos en los que amplía su premisa: el mundo que habitamos es un supermercado.
Sorprende la claridad con que vio, en esa década, las líneas de lo que devino luego, es decir, nuestro presente. Pensar el mundo como supermercado va más allá, o más acá, de evidenciar la lógica de compraventa que determina todos y cada uno de los aspectos de nuestras vidas. Pensar el mundo como supermercado es evidenciar que no elegimos nada, todo lo que está dispuesto en los estantes –sin que nos demos por enterados de sus procesos de producción– es todo lo que hay: decantamos por una marca u otra, por un sabor u otro, pero nuestro deseo ha sido diseñado y etiquetado por fuera de nosotras y nosotros para su venta a la o el mejor postor.
La palabra que elige Houellebecq para caracterizar nuestras existencias en este supermercado omnipresente y omnipotente es desarraigo. Pero no crean ustedes que lamenta la pérdida de credos nacionales o religiosos, ni la muerte de dios ni de ninguna moral, el desarraigo es de orden existencial: el que seamos cada vez menos capaces de vivir nuestras vidas, de fascinarnos ante la gratuidad y el absurdo que nos atraviesan, que somos, y con esto horadando el seso y el pecho, crear poesía, hacer filosofía. ¿Para quién es posible vivir con cierta autenticidad cuando lo prioritario es hacerse de un espacio en alguno de los anaqueles del mundo para consumir y ser consumido?
“Empresa de sí” se jacta uno de los principios de la ideología empresarial. “Saber venderse” es otra de sus formulaciones. Y aunque dé la impresión de que la batalla es de orden meramente laboral, no nos engañemos: en la casa, en la escuela, en la calle, en la cama, en el bar, en el restaurante, incluso en una librería o en un museo, la lógica de nuestros intercambios es la competencia. El imperativo es elegir y ser elegido. Y esto pende siempre de nefastos hilos: poder adquisitivo o atractivo sexual. Se reza aquí y allá que “querer es poder”, y si no logramos lo que sea que estemos proyectando, la culpa es siempre nuestra, el fracaso es siempre nuestro, el mal de conciencia se queda en nuestros adentros. De este autoflagelo que nos ciega vive este mundo-supermercado, de nuestros deseos encandilados, pero, sobre todo, de la fuerza con que nos obstinamos en su consecución.
La burla: no es para todas y todos; todo lo contrario, se trata de mantener las asimetrías. Engaño flagrante, pero no parece que estemos dispuestas y dispuestos a zafarnos de los engranajes, ni que apostemos por crear un nuevo mundo, otra forma de estar en el mundo. Desastre inminente, pero no parece que entendamos que somos agentes de nuestro propio colapso. Houellebecq, pesimista lúcido –quién sabe si alguna vez habrá sido algo distinto del genio que es–, cierra una de las entrevistas de El mundo como supermercado, una de febrero de 1995, ¡de eso hace 29 años!, así:
“Vamos hacia el desastre, guiados por una imagen falsa del mundo; y nadie lo sabe. […] mientras insistamos en una visión mecanicista e individualista del mundo, seguiremos muriendo. No me parece sensato empeñarse durante más tiempo en el sufrimiento y en el mal. Hace cinco siglos que la idea del yo domina el mundo; ya es hora de tomar otro camino”.
¿Qué piensas tú, será hora?