“Hoy los seres humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza que con su auxilio les resultará fácil exterminarse unos a otros, hasta el último hombre. Ellos lo saben; de ahí buena parte de la inquietud contemporánea, de su infelicidad, de su talante angustiado”.
El señor al lado del diván, de lentes redondos y gesto severo, libreta y pluma en mano presto a escuchar a su paciente, siguiendo los signos del yo, del ello y del superyó que asoman en su discurso, los síntomas de algún padecimiento o los recovecos del inconsciente. Ahí está el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, el atrevido que osó señalar que lo que denominamos nuestro yo o consciencia, lo psíquico, no es nítido ni racional, antes bien imperan los impulsos que buscan satisfacer una excitación erótica o agresiva, y que son estas pulsiones las que dan forma a nuestra personalidad, están en el origen de todo lo que somos y llegaremos a ser, y las más de las veces son esquivas, yacen en el inconsciente junto con todo lo que duele o se reprime y se frustra, bulle dentro y nos mantiene en tensión.
También señaló que Eros, el amor, la sexualidad determina el desarrollo de la personalidad, que pasamos por diferentes etapas psicosexuales ‒oral, anal, genital: he ahí los nombres escandalosos que les puso‒ y que la satisfacción o insatisfacción, así como la superación o estancamiento de éstas nos determina, nos hace. Esto inicia desde el nacimiento, en la más tierna edad del ser humano, donde precisamente se predica que hay pureza e inocencia ‒qué escándalo‒. Todo esto resultó y resulta aún vergonzoso debido a la moral en turno que se obstina en negar que seamos seres libidinales, eróticos ‒y ante todo lo somos‒. Y empeora: el origen de todos los trastornos mentales, de los que nadie está exento, está en la frustración y consiguiente ansiedad que genera la insatisfacción de las pulsiones.
Esto y más por lo que atañe al individuo, ¿qué podría decirse de la cultura y la sociedad? ¿Tiene el psicoanálisis algo que decir al respecto? En El malestar en la cultura (1930), Freud apunta que el desarrollo del individuo y de la cultura son procesos semejantes, pero vayamos por partes. El fin y propósito de la vida humana es alcanzar la dicha, conseguir la felicidad, que no es otra cosa que el placer, es decir, estamos regidos por Eros, la pulsión sexual. Es ella quien nos lleva a unirnos con los otros, sea por la búsqueda del placer sexual o sea de forma fraterna ‒que por cierto, ese amor fraterno deriva del sexual, pero inhibido en su meta‒, esto es, a coexistir con los otros, a formar sociedad. Además de Eros, dice Freud, en la conformación de la comunidad también entra Ananké, la necesidad: en algún punto los hombres notaron que unirse a los otros reportaba la posibilidad constante de satisfacer el goce sexual y además, que era más fácil trabajar en conjunto que por separado.
Además de las citadas ventajas, la comunidad permite al hombre protegerse del sufrimiento que lo acecha constantemente ‒sucede que el programa del principio de placer que rige nuestra vida se satisface más frecuentemente evitando el dolor que procurando el placer‒: ante el amenazante mundo exterior, los hombres en comunidad unen fuerzas y talentos para contrarrestarlo y someter la naturaleza a su voluntad; ante la amenaza de la agresión y violencia que los otros pueden ejercer, la comunidad se basa en el pacto de que cada miembro renuncia a la satisfacción irrestricta de sus pulsiones (libertad), en aras de que nadie sea víctima de la fuerza bruta de nadie. De ahí se derivan el derecho, la justicia, las leyes, el castigo, en fin, toda la normativa social.
Sin embargo, la cultura, la vida en comunidad, a pesar de las citadas ventajas no resulta precisamente en la felicidad individual, muy al contrario, vivimos infelices las más de las veces ‒la humana tragedia: estar regido por el placer, pero hallarlo penosa y fatigosamente, y conservarlo apenas‒. Haciendo a un lado el pueril ideal de que regresar a un estado silvestre sería mejor, cabe preguntar cuál es la razón del malestar del hombre en la cultura, en la comunidad que ha creado precisamente con el propósito de procurarse seguridad y evitar el sufrimiento. Aquí sale al paso otra cuestión escandalosa y que genera la misma renuencia que la pulsión erótica, es la llamada pulsión agresiva o de muerte: el ser humano no es manso ni bueno por naturaleza, antes bien es agresivo, violento, y es en esta pulsión donde la cultura encuentra su mayor obstáculo.
En comunidad, la pulsión erótica se restringe a ciertos individuos y ciertas condiciones ‒heterosexualidad y monogamia, por ejemplo‒, todo lo que sale de la restricción, de la norma, es vigilado y castigado. La pulsión agresiva está simplemente prohibida, ¿qué pasa con las pulsiones que no se pueden satisfacer? Regresan a su origen, al individuo, se introyectan; en el caso de la pulsión agresiva, ésta se vuelve contra el yo y hacia él dirige la violencia, deviene superyó, aquella instancia psíquica que vigila dentro del individuo, que lo castiga desde dentro, lo que llamamos conciencia moral. Así, la comunidad logra su propósito: mantener juntos a los hombres, gracias a la prohibición externa y a la creación de su cuartel dentro de los individuos, la conciencia moral, de lo que es bueno y malo, ese superyó que infringe al yo todo el daño que no puede perpetrar en los demás, ese daño se llama culpa, remordimiento, arrepentimiento, mala conciencia.
Por temor al castigo externo los hombres se cuidan de seguir las normas, o al menos de no ser descubiertos al infringirlas, pero nada puede escapar al superyó, a la conciencia moral, que hace sufrir tanto si se comete una mala acción como si se piensa en ella, castiga el deseo mismo. ¿El problema? Se podrá ya adivinar: las personas viven infelices hasta consigo mismas. Lo que es peor: hay comunidades enteras en ese estado de infelicidad, basta revisar la moral y las normas de una sociedad para adivinar cuáles son sus padecimientos. El lector ya adivinará que la suya, su comunidad, reporta claramente los signos de una o muchas enfermedades mentales. ¿Tiene solución? Freud sugería que la clave era esta: rebajar las exigencias de los mandamientos y las órdenes, evaluar si pueden ser seguidos por los individuos sin incrementar el sufrimiento, y que “mientras la virtud no sea recompensada sobre la Tierra, en vano se predicará la ética”.