25 de junio de 1820 (hace poco más de dos siglos). Un hombre en Alemania escribía en el penúltimo párrafo del prólogo a sus Fundamentos de la filosofía del derecho las siguientes palabras: “Por lo demás, para decir aún una palabra sobre su pretensión de enseñar cómo debe ser el mundo, la filosofía llega siempre demasiado tarde. Como pensamiento del mundo sólo aparece en el tiempo después de que la realidad ha cumplido su proceso de formación y se ha terminado. […] Cuando la filosofía pinta su gris sobre gris, entonces ha envejecido una figura de la vida y, con gris sobre gris, no se deja rejuvenecer, sino sólo conocer; el búho de Minerva sólo levanta su vuelo al romper el crepúsculo”.
Ese hombre era el filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel, cuyo pensamiento es considerado la cumbre del idealismo alemán, y en estas palabras echa mano de los símbolos asociados desde la Antigüedad con la filosofía: Minerva fue el nombre romano de la diosa griega de la sabiduría, Atenea, quien en la imaginería aparece acompañada de una lechuza o búho, aves que por extensión suelen usarse para representar la sabiduría. En términos simples y llanos, lo que el filósofo quería advertir es que la filosofía no puede anticiparse al mundo presente, que su mirada está dirigida hacia atrás, al pretérito, lugar de sombras como la penumbra o la noche, en donde sólo los ojos de la lechuza pueden indagar (gracias, claro, a la impresionante torsión de sus cuellos).
Muchas cosas han pasado en los dos siglos que nos separan de Hegel, muchas en verdad, y por supuesto que los filósofos han estado pensando en ellas, en concordancia plena con el romántico mandato hegeliano citado. Entre las muchas y tremendas cosas que nos han acontecido está la actual pandemia por Covid-19, sí: actual, porque a dos años de los primeros casos reportados en China y con un arsenal nada desdeñable de vacunas en la actualidad no podemos aún cantar victoria. Durante los primeros meses del 2020, la inminencia de la pandemia hizo multiplicar las voces de alerta entre todos los que habitamos este mundo, tanto de expertos y conspiracionistas como de comunes y corrientes.
Y entre el vocerío también se manifestaron algunos filósofes, lechuzas rebeldes que proyectaron sus miradas hacia el futuro, hacia el día que vendría luego de aquel ocaso, del que en realidad no sabemos si hemos salido en realidad. Los vaticinios se hicieron públicos en periódicos y revistas, y alguien astuto por ahí se dio a la tarea de compendiar los textos bajo el título de Sopa de Wuhan, haciendo eco y mofa de las precipitadas teorías que señalaban que el coronavirus causante de la Covid-19 saltó a los humanos debido a que en un mercado de la provincia china donde se reportaron los primeros casos, las personas comían, entre otros animales silvestres, murciélagos, el entonces animal favorito para explicar la zoonosis. En Con-Ciencia, para cerrar el año, revisaremos los augurios filosóficos de aquella compilación, visiones nocturnas de un futuro que no termina por ser nuestro presente.
Slavoj Žižek, considerado algo así como un rockstar del pensamiento filosófico contemporáneo, ácido e irreverente, el esloveno destaca por ocuparse de la reflexión y crítica de la cultura, así como por sus apariciones en medios tradicionales y digitales en posiciones desenfadadas (dentro de las sábanas, por ejemplo). El 20 de febrero del 2020, Žižek publicó en el Russia Today un artículo en el que señalaba que la pandemia haría con nuestro capitalismo rapaz lo mismo que hizo Beatrix con Bill hacia el final de la tarantina Kill Bill 2: le asestaría un golpe mortal que, como la ficticia técnica marcial de cinco puntos en la palma de la mano, no le permitiría más que dar algunos pasos antes de desplomarse por los suelos con el corazón estallado. La razón de un augurio tan ¿optimista?, señalaba entonces el filósofo, era que esta pandemia ponía de relieve la crisis inminente del sistema económico global y confiaba en que, al ponerse al descubierto los fallos del mundo, sus injusticias e inequidades, al igual que su tremenda fragilidad, los habitantes del planeta nos veríamos obligados a cambiar de paradigma y quién sabe, quizás llegásemos a plantear un nuevo comunismo para hacer frente a los retos de nuestro presente…
Cierto es que la zoonosis de la Covid-19 se explica a la luz de la invasión creciente que la civilización humana hace de los entornos silvestres, debida a su vez al modelo económico que depende de la sobreexplotación de los recursos naturales, causa de la crisis climática que atravesamos. Es cierto, pues, que la pandemia es resultado del insostenible modelo de producción en el que estamos metidos todos en este mundo neoliberal; sin embargo, como consecuencia de la pandemia apenas se pararon algunas actividades económicas, de modo que su consecuente impacto ambiental no se redujo de forma importante, y lo que es más: el confinamiento y la mudanza a los entornos virtuales favorecieron y fortalecieron al neocapitalismo de la era digital, que no por desarrollarse en ese etéreo mundo on line deja de estar ligado al mundo material y de depender de la sobreexplotación de sus recursos.
De cara a esta cada vez más espesa capa de virtualidad que caracteriza nuestras vidas en el presente, el filósofo de moda, el surcoreano Byung-Chul Han en un texto que se tradujo con el título de La emergencia viral y el mundo de mañana, de marzo del 2020, hacía notar la gran diferencia de las medidas de control sanitario entre los países de Europa y los asiáticos: mientras en occidente las alertas de más de una nación hicieron cerrar las fronteras para protegerse de la “amenaza exterior”, al tiempo que subestimaron el uso de mascarillas; en lugares como Japón, Corea, China, Hong Kong, Taiwán o Singapur, gracias a la estrecha relación entre los sectores privados que suministran los servicios de Internet y los gobiernos que les compran los datos personales de sus poblaciones para mantenerlas vigiladas y disciplinadas, se pudo echar mano de esta infraestructura de vigilancia digital para, por ejemplo, rastrear casos y notificar de forma veloz a las personas que corrían el riesgo de contagiarse.
Han hace notar que la soberanía en los tiempos que corren tiene cada vez menos que ver con el cierre de las fronteras que con la posesión de big data: ante la emergencia sanitaria, de nada sirvió a los europeos cerrar sus fronteras, en tanto que la vigilancia digital reportó grandes ventajas en los países asiáticos arriba mencionados. El filósofo surcoreano, que hace años radica en Berlín, no destaca estas ventajas de forma acrítica, al contrario, alerta sobre las consecuencias que podrían tener estos hechos en el futuro cercano: por ejemplo, el que China pudiese vender el modelo de su régimen policial digital a las naciones del mundo, antesala de una distopía a la Orwell en la que el Gran Hermano tendría en su poder el big data y todas las bondades de la tecnología 4.0 para hacerse del control de la población mundial; baste aducir a este respecto que, aquí y ahora, por el modo como funciona el capitalismo digital en el mundo occidental, la socióloga Shoshana Zuboff habla desde el 2013 de un capitalismo de vigilancia cuyo motor es la mercantilización de los datos personales.
Ahora bien, Byung-Chul Han también despacha la tesis de Slavoj Žižek y señala que el virus por sí solo no será capaz de hacer la revolución necesaria para derrumbar el complejo entramado del mundo en el que vivimos; la revolución sólo pueden hacerla las personas, aunque tampoco ve cómo ocurrirá eso en este mundo donde cada cual se encuentra ensimismado en sí mismo, persiguiendo ideales consumistas, haciendo ruido en el enjambre digital, que al igual que el virus, aísla a las personas y no genera un sentimiento colectivo fuerte, ¿cómo vamos a cambiar alguna vez el mundo sin antes ser solidarios unos con otros?
En textos como Vida precaria: El poder del duelo y la violencia o Marcos de guerra: Las vidas lloradas, la filósofa estadounidense Judith Butler acuñó el término “vida precaria” para caracterizar las vidas de todos y cada uno de nosotros, ya que nuestras vidas no se bastan a sí mismas, no somos autónomos en lo que atañe al cuidado y mantenimiento de nuestros cuerpos, dependemos de otros y estamos a expensas de esos otros. La criatura humana es frágil, su vida es por esto precaria, vulnerable, y según la sociedad en que se halle y el lugar que tenga en ella, esta precariedad y vulnerabilidad serán o no procuradas, o en otras palabras, el entramado social, que es también cultural, político y económico, favorecerá o no el bienestar de las personas; lo que ocurre de hecho es que las sociedades en las que vivimos ejercen una política que determina qué vidas importan y cuáles no, precariza las condiciones de vida de unos, pero no de otros, como bien atestigua el desigual reparto de bienes y servicios entre las clases sociales.
En el texto de marzo del 2020, El capitalismo tiene sus límites, la teórica feminista advirtió que, si bien en principio uno podría creer que el virus es “democrático” por no hacer distinción entre personas para hospedarse en ellas ‒pues al SARS-Cov-2 poco le importó la nacionalidad y pasó por encima de otras ficticias fronteras, como esa de la clase social‒, no debía pasarnos por alto que la no discriminación del virus pronto se encontraría con la discriminación y disparidad de nuestros mundos: la exposición al contagio dependería de que las personas pudieran o no, por ejemplo, hacer cuarentena y trabajar desde casa, o bien, poder acceder a servicios de salud en caso de contagio, y, en aquella prospectiva del futuro en que mucho se especulaba sobre el desarrollo de la vacuna, la sobrevivencia estribaría en el que las personas tuvieran dinero para pagar por inocularse.
El virus no discrimina, pero nuestras sociedades sí y esto hizo de hecho toda la diferencia. Butler señalaba, por ejemplo, lo problemático que era para Estados Unidos el no contar con servicios de salud pública y el que los sectores privados se vieran rápidamente rebasados por la contingencia, ¿qué hay detrás del hecho de que servicios básicos como el de salud se hallen en manos de los capitales privados? Un interés económico y político, qué duda cabe, el problema de este paradigma neoliberalista es que no hay forma en la que todos podamos pagar por un servicio de salud y son precisamente las vidas que no tienen acceso a éste y otros servicios, las que se encuentran constantemente precarizadas. La pandemia no ha hecho sino arreciar las inequidades y desigualdades del mundo contemporáneo, no obstante, el deseo de nuestra filósofa, compartido por el rockstar esloveno y el popularísimo surcoreano, de movilizarnos hacia la creación de sociedades más justas se asemeja cada vez más a la agotada luz que anuncia el ocaso.
Continuará…