¿Qué hubiera sido de Frodo Bolson si hubiera conocido a Sam Gamyi en Bumble (For Friends)? O ¿si Harry Potter hubiera primero agregado en redes sociales a Ron y Hermione en lugar de conocerlos en los pasillos de Hogwarts? Cómo habrían generado comunidad y experiencias juntos a lo largo de los años, como para poder llamarse amigos leales, de esos que te acompañarían hasta una montaña de fuego para destruir un objeto maldito, o que se enfrentarían a hordas de magos tenebrosos para defenderte y ganar la guerra contra el mal.
¿Qué nos mueve a buscar amistades en aplicaciones o a sumar cientos de amistades en redes sociales?, “amigos” con los que apenas hemos cruzado palabra o que ni siquiera hemos visto cara a cara. Ya no sólo es una sed desesperada de conocer a tu alma gemela (a veces de una noche), ahora el vínculo más vital que elegimos tejer se ha vuelto una cuestión de aceptación, popularidad y de exhibición. Pero estas relaciones virtuales no son ni siquiera una suerte de relación epistolar digital, se han vuelto mejor dicho situaciones que nos ofrecen la gratificación de ser vistos, por lo tanto apreciados. Y por apreciados no hablamos de recibir afecto, sino en el sentido de percibidos, notorios, y en últimas, valorados como quien forma parte del mercado capitalista. ¿Hasta dónde se han torcido nuestras capacidades sociales que parece ser más importante generar interacción con un algoritmo que generar intimidad emocional con personas reales?
Y ¿por qué, en un mundo virtual lleno de millones de personas, nos sentimos tan solos? En los 2000 alcanzó su popularidad el reality Catfish, mentiras en la red, un programa de televisión en el que se daba caza y exposición a personas inscritas en plataformas virtuales donde los usuarios interactuaban con otros de cualquier parte del mundo y se relacionaban entre sí, primeramente intercambiando intereses en común y de ahí escalaba hasta poder, algún día, conocerse en persona. Para muchos, que más que amigos buscaban pareja, verse cara a cara era el punto más álgido, pero estaban convencidos de que aun sin haberse visto nunca, el vínculo creado era genuino. Por supuesto, las historias de terror alrededor fueron miles, cuando resultaba y resaltaba que la persona con la que habían intercambiado gustos, opiniones, sentimientos, anécdotas y hasta fotos, no era en absoluto lo que esperaban. Un total fraude. Una decepción ante la idea de libertad de autenticidad que creyeron sólo podían conseguir con el pseudo anonimato.
Pero es precisamente la libertad una de las bases de la verdadera amistad. Lo que una vez empezó por ponerle nombre a aquel que no es de tu familia pero tampoco es tu enemigo a muerte, el amigo, y que esta relación tenía que ver con un hacer bien común, con la unanimidad y la concordancia de intereses, pero también con ser benévolo con el otro -incluso, en otros tiempos más modernos, la amistad sería una cuestión de camaradería-, se convirtió en algo más allá de buenas intenciones por el bien de algo más grande, del constructo social que hemos creado, del “bien” entre las naciones.
Nuestros tiempos neoliberales nos tienen rehenes en el individualismo que nos hace sentir no sólo que estamos solos sino que ese es el ideal que tenemos que alcanzar, que más pesa la validación y visibilización desde la vitrina virtual que aquello que no dicen nuestras historias de Instagram. Para uno de los grandes pensadores del siglo XIX, un tal Nietzsche, la amistad es una pieza necesaria para el engranaje de la vida humana. Aun el más solitario necesita una mano amiga; aunque este amigo de Nietzsche no es el que reconforta y da su pañuelo, sí es el que ofrece una vara a la cual aferrarte para no hundirse en el pantano de la propia cabeza.
Y en esa vinculación para sobrevivir a nosotros mismos en el mundo, aprendemos que somos más ricos cuando hacemos comunidad con otro. La amistad no disuelve nuestro ser, lo potencializa, nos ofrece la posibilidad de ser nosotros mismos, sin necesidad de anonimato (como lo que engañosamente nos ofrece el internet), es la libertad que desemboca en la intimidad. Y esa intimidad se vuelve necesaria cuando nos sirve de reflejo para conocernos a nosotros mismos a través de “mi amistad” y viceversa.
Lo que nos pasa en estos tiempos líquidos, en los que decimos cosas como “amistad es amigo”, que “los amigos son la familia que elegimos” o donde prevalece que “el perro - ahora también gato- es el mejor amigo del humano” nos sorprende lo endebles que resultan los lazos de amistad. Porque los lazos son más asemejados con una maraña de hilos que nos ata contra voluntad, y no que nos ayuda a sostenernos. Y la fragilidad de los vínculos, como lo llama Baumann en su ya clásico contemporáneo modernidad líquida, nos prohíbe rechazar cualquier tipo de domesticación, de hacernos como el otro y de abandonar nuestra individualidad para abrazar una colectividad. Una contradicción al zorro de El principito que nos enseñó que domesticar significa crear lazos, los cuales nos vuelven especiales, por tanto importantes, a los ojos de nuestro amigo.
Y va más allá de rechazar la evolución necesaria que la vida misma nos exige. No conocemos a muchos que sigan viendo a sus amistades del preescolar, pero quizá frecuente a alguna de su adolescencia, esa amistad que sobrevive a otras amistades, al tiempo, el espacio, a los cambios de convicciones. Esas volteretas de la vida, bien pueden alejarnos de nuestros amigos de ocasión, como a Toby y Tod en el Zorro y el sabueso, cuando las circunstancias los orillan a enfrentar que son enemigos naturales; pero también pueden enseñarnos que las diferencias, más que las concordancias, son precisamente las que nos “hermanan”, nos “amistan” como la ya entrañable relación de un Otis y un Erik; la del guardián espacial Buzz y el sheriff Woody; la del cínico Han Solo y el gentil Chewbacca; o la de la espiritual Frankie y la superficial Grace. Porque al final esa libertad de ser uno mismo es “desnudar” el corazón sin temor: “es verdadero signo de amistad que el amigo revele a su amigo los secretos de su corazón. Porque como los amigos tienen un solo corazón y una sola alma, no parece que el amigo ponga fuera de su corazón lo que revela al amigo”, Tomás de Aquino.