Por: Arody Rangel

Cuando desperté, el dinosaurio todavía estaba aquí

En el imaginario colectivo, los dinosaurios son unos reptiles gigantescos y terribles, tan fascinantes que parecieran sacados de la ficción, producto de una imaginación prodigiosa. Y algo hay de eso, porque mucho de lo que pensamos sobre estos animales se lo debemos al cine y la televisión, más que a la biología, la geología, la paleontología y otras ciencias que suman al estudio de estas criaturas que creemos extintas.

Lo primero que sucede cuando acudimos al conocimiento científico en busca de respuestas es caer en la cuenta de que dinosaurio, que quiere decir “terrible lagarto”, fue una especie animal bien distinta de los reptiles marinos, como el plesiosaurio, o de los reptiles voladores, como el pterodáctilo, a quienes ponemos la misma etiqueta de “dinosaurios”. Si bien es cierto que estos animales vivieron en la misma era geológica, en términos más o menos puntuales, los dinosaurios fueron animales terrestres, con cuatro extremidades, bípedos o cuadrúpedos, entre los que se distinguen dos órdenes, los saurisquios y los ornitisquios, que difieren por la disposición de sus caderas, lo que a su vez determina la posición de las extremidades y que en términos taxonómicos los hace distintos del resto de reptiles de aquella era.

Y hablando de era, el Mesozoico, que en la historia de la vida en nuestro planeta es la segunda de las tres eras geológicas marcadas por la aparición de organismos, es comúnmente conocida como la era de los reptiles debido a que estos animales predominaron respecto de otras especies. En aquellos tiempos, que van de hace 251 millones de años hasta hace 66 millones de años, nuestro planeta era otro: las masas terrestres formaban un único continente, Pangea, que precisamente hacia el final del Mesozoico comenzó a separarse; el clima era predominantemente cálido, incluso el magnetismo terrestre era otro; y yendo más allá de la estratósfera de entonces, Saturno no tenía sus “característicos” anillos.

Esto es importante en más de un sentido, pero pensemos por ahora en lo siguiente: dados los tremendos y cuantiosos cambios que han tenido lugar en nuestro planeta desde la era de los dinosaurios hasta la nuestra, es realmente fortuito que tengamos noticias de ellos a partir de su fosilización. Son muy singulares las condiciones en las que los restos de un organismo logran fosilizarse y podemos estar seguros de que ignoramos más de lo que sabemos sobre los animales del Mesozoico, entre los que además de los predominantes reptiles, hubo también invertebrados, peces, mamíferos y aves cuyos restos se han perdido para siempre y cuya megadiversidad es fácil de intuir a partir de lo que sabemos del favorable clima tropical en el que vivieron.

Hablando de restos fósiles, es una creencia muy popular la que señala que el petróleo ‒ese oro negro del que depende nuestra civilización y cuyo uso nos tiene bien cerca de la extinción‒ es algo así como un caldo de dinosaurios; pero, aunque nos guste pensar que nuestros dinos de plástico están en algún sentido hechos con saurios de verdad, la realidad es otra. Sí, el petróleo es un hidrocarburo de origen fósil y sí, su formación data del Mesozoico, específicamente del periodo Jurásico, pero no, no se trata de restos de dinosaurios sino de microalgas y plancton, los organismos que vivían en el océano donde tuvo lugar la sedimentación que los encapsuló en los actuales pozos petroleros.

Jurásico, por cierto, es una palabra que asociamos inmediatamente con dinosaurios, quizás a esto se deba que asociemos a su vez petróleo con dinosaurios, pero la incorrección se extiende aún más. En nuestro imaginario, la referencia por excelencia sobre aquellos “terribles lagartos” es Parque Jurásico, todos pensamos en la saga de películas que inició con Spielberg, pero él se basó en la novela homónima de Michael Crichton publicada en 1990. Mas este boomsaurio estalló luego de 1971, cuando se encontraron en el desierto de Gobi, Mongolia, los restos fosilizados de un velociraptor y un protoceratops en plena batalla. La escena dio una buena sacudida a lo que se creía entonces sobre estos animales: que eran pesados, lentos y bobos; en su lugar se instaló la desmedida idea de que fueron animales inteligentes, ágiles y letales. El paradigma de esto fue el velociraptor, al que la película rinde honor en su logo y que, junto al tiranosaurio rex, son los agentes del caos y del terror en la pantalla.

Lo desmedido se halla aquí en más de un lugar. Por ejemplo, los velociraptores no eran como la aguerrida Blue: ese colosal animal de dos metros que vemos en el cine medía apenas lo que un pavo y hoy sabemos que es muy seguro que tuviera plumas y no escamas. Por otro lado, tanto los velociraptores como los tiranosaurios rex vivieron en el Cretácico y no en el Jurásico, si bien ambos periodos son mesozoicos; mientras que los saurópodos (cuello largo) lo hicieron durante todo el Mesozoico y los únicos propiamente jurásicos son los pterodáctilos y los plesiosaurios; así que a tomar con reservas eso de “Parque Jurásico”.


Piñata en forma de tyrannosaurus rex


Y ya que entramos en los periodos del Mesozoico, a saber: Triásico, Jurásico y Cretácico, advirtamos lo siguiente: no hay forma en que los cavernícolas cazaran dinosaurios (lo siento, Anacleto), al menos no del tipo que creemos, porque los humanos figuramos en la historia del planeta hace apenas 300 mil años y los dinosaurios, en su gran mayoría, se extinguieron hace 66 millones de años, es más, su extinción marca el final de su era, el Mesozoico, y el inicio de la era de los mamíferos, el Cenozoico, o en otras palabras, el que ellos hayan casi desaparecido del planeta hizo posible, entre otros múltiples factores, que los mamíferos proliferaran, entre ellos, nuestra especie.

De pasada, añadamos que las tres eras geológicas que comprenden la historia de la vida en nuestro planeta: Paleozoico, Mesozoico y Cenozoico, tienen lugar una luego de la otra debido a extinciones masivas de la vida. Seguro tenemos en mente aquella que “acabó” con los dinosaurios cuando aquel asteroide gigantesco se estrelló contra la Tierra en lo que hoy es Chicxulub, en nuestra península de Yucatán, hace 66 millones de años. Pero la vida en nuestro planeta ha pasado por cinco extinciones masivas, más esta sexta que es la que estamos presenciando. Y ya que andamos por aquí, precisemos que, aunque imaginamos que la vida fue fulminada en el momento mismo en que el asteroide impactó, debemos perder toda esperanza: inminentes, las extinciones son también largas y muy sufridas.

Como se ve, hay mucho qué desmitificar sobre los grandes saurios del Mesozoico. Pero no ha sido sólo la ficción la que ha creado estos mitos, algunos se los debemos también a la ciencia y es que, la historia de los dinosaurios es la que nos cuenta la ciencia y el conocimiento científico también tiene historia. En este momento sabemos que los dinosaurios no eran de sangre fría, que su inteligencia y agilidad no obedecían a una encarnizada gratuita, que andaban en manadas, que en algunos casos tenían pelos y plumas y no escamas, y que de aquella extinción masiva les sobreviven las aves, sí, ellas descienden del orden de los dinosaurios saurisquios. Quién sabe qué otras cosas lleguemos a descubrir sobre ellos.

Mientras tanto, ¿qué tan cerca estamos de graznar, chirriar o trinar? Compartimos un 60% de información genética con las aves, que a su vez la heredaron de los dinosaurios. No hace mucho se aceptaba que nuestro cerebro comprendía tres partes, la más “primitiva” se llamó cerebro reptiliano, encargado de la supervivencia, se trataba del remanso de los lagartos que fuimos en algún momento de la evolución. Amamos el canto del cenzontle, pájaro de las 400 voces; comparamos nuestro canto con el de las aves cuando es bueno; nuestro silbido está emparentado con el de los pájaros y el de ellos con el que muy probablemente hacían sus ancestros dinosaurios. Una continuidad hay entre la musicalidad de silbar y la literalidad de hablar: nos hace próximos el lenguaje. El dinosaurio todavía está aquí.