“Una mujer no es mujer en la medida de su fertilidad. Una mujer es mucho más que sus ovarios. Veme, aquí estoy yo, con mis ovarios de luz produciendo estrellas a todo momento. Te repito, soy tan fértil que siempre estoy pariendo. Pariendo estrellas. Algún día los astrónomos descubrirán que en esta tierra un evento cósmico inusual, sin precedentes, tomó lugar. Ese evento cósmico soy yo.
Yo soy la encarnación de Coatlicue, querido, soy la madre de las estrellas”.
Évolet Aceves, Tapizado corazón de orquídeas negras
Saberse oscuridad, pero escribir, crear con luz. Para comprenderlo hay que despojarse del dualismo heteropatriarcal que también impone una lógica maniquea, que pretende imposible, contradictorio, el que términos, también pretendidos antagónicos, cohabiten en un enunciado. Al margen de esa razón, nadie sabe lo que puede un cuerpo, el de Cayetana de la Cruz y Schneider, mujer dual, transita de la oscuridad a la luminiscencia, de la soledad a la proliferación artística, de la imposición genérica basada en un biologicismo obtuso a la afirmación de su esencia e identidad femeninas. Su corazón está tapizado de orquídeas negras, florescencias misteriosas e imponentes, de una belleza insólita, andrógina: el nombre de la flor, ente femenino, deriva del griego órkhis que significa testículo, y por extensión, virilidad; un cuerpo signado masculino por la sociedad que poderosamente se afirma y aflora mujer, rutilante negra orquídea.
Cayetana, mujer ilustre, poeta y fotógrafa, de una belleza sinigual y un exquisito gusto en su atavío, desde las alhajas y los vestidos, hasta las medias y el calzado, nació con el siglo XX en México; en este país en el que latía y terminaría por desatarse una revolución como reacción al opresor régimen porfiriano, en este mismo país, en esas mismas décadas, ella, Cayetana, vivía su propia revelación revolucionaria. Sobre ella son las páginas que el temeroso y pensativo niño que fue Évolet Aceves escribió para sí en su novela debut Tapizado corazón de orquídeas negras. Aceves, mujer trans y escritora mexicana, nos entrega en estos folios el corazón de De la Cruz y Schneider y el suyo propio; entre entradas de un diario infantil-juvenil, vibrantes y destellantes versos, y entrevistas hechas a Cayetana por el joven periodista Juventino, Évolet nos descubre a la ficcional artista, lumbrera del círculo de Carmen Mondragón, Lola Álvarez Bravo, Chabela Villaseñor, Frida Kahlo y Xavier Villaurrutia.
Nacida Leonardo, fue la menor de tres hermanos de una familia acomodada, pues su abuela materna, Ewa, modista, emigró a México y logró, luego de varios empeños, figurar como una de las mejores coutures de la época. Muy pequeña, Leonardo descubrió la cárcel que sería su cuerpo de varón para sus aspiraciones femeninas, creció con la negativa de usar vestidos o tacones, de pintar su rostro y jugar con muñecas, situaciones de las que supo procurarse a hurtadillas: entrando al cuarto de su madre para contemplar la sofisticación y prolijidad de los atuendos en su armario y de sus zapatillas; o bajo llave en su alcoba, para probarse las medias robadas a su progenitora o jugar con Neblina, figura de acción de su superheroína preferida, al igual que con alguna muñeca Lupita comprada clandestinamente en una ida a la Lagunilla.
Estas cuestiones fundamentales las leemos en las entradas del diario de Leonardo, un niño consciente y embelesado de su propia belleza, pero expectante de que un día sus súplicas se hagan realidad y despierte mujer corpórea también. Su infancia transcurrió en escenarios de estéticas arabescas, barrocas y art Nouveau. Enmarcada por las lecciones de Adolfa sobre la vida doméstica y la moral misógina, y las de Felisindo, sobre el campo y la humanidad de los animales; más que con sus padres, con ellos, la servidumbre, aprendía sobre las cosas importantes de la vida. Sus compañeros, dos canes, Rutilio Buganvilio y Ágata, a quienes adornaba y vestía como hubiera querido hacerlo consigo misma. Desfilan también las memorias de un temprano deseo hacia los hombres, desde el irresistible arquitecto Daniel Garza y su pecho pleno de vellos con olor a tiempo, pasando por Josué, su amante protector en el colegio, hasta el único novio, Arturo.
En las entrevistas con Juventino se nos revela que ese deseo fue apenas correspondido, Cayetana añoraba ser deseada, poseída y amada por los hombres como la mujer que era, empero, sólo lograba ser la fantasía cumplida de hombres que la tomaban por travestí. En estos intercambios con el periodista comprendemos lo que ha sido para ella afirmarse mujer, camino a contracorriente, acaso más bien marginal, pero recorrido con altiveza, haciendo de sí misma una excelsa obra de arte: tal como en sus versos y en sus fotografías, Cayetana prolifera, florece y se expande con todo el cuerpo y con toda su alma, que comprende hermanada con Afrodita, Venus, Xochiquetzal y Xochipilli. Mujer dual, conocemos también por estas entrevistas sobre sus ideas y posicionamientos feministas, nos enteramos de que ha escrito un manifiesto que interpela por el sujeto del feminismo y la cabida de las mujeres trans en la lucha por la emancipación femenina y el derrocamiento del patriarcado.
A veces la poesía es la mejor respuesta, señala la artista, es por esto que la encontramos entera, desnuda, plena en sus versos. La poesía de Cayetana abre cada una de las siete partes que conforman esta novela, está también en las entrevistas recitada de viva voz y en algunos pasajes del diario, cuando por ahí de los 12 años Leonardo ensayó sus primeros versos. Saberse oscuridad y escribir con luz. La poeta comprende bien que tal como está hecho el mundo no hay cabida para alguien como ella, que pertenece a lo negado y ninguneado, incluso a lo aberrante e inmoral, que lleva una marca como la de Caín en la frente; mas, a pesar de haber crecido con tal contrición, de tener que ocultarse e incluso negarse, conquistó para sí un nombre propio, Cayetana, que significa piedra y que para ella habla de su fortaleza, pero también de su belleza: son también piedras las preciosas gemas con las que se adorna y las gigantescas moles que son los astros que habitan el universo y con los que se asemeja.
Cósmica, brujil, solitaria, vanidosa, elocuente, exquisita, aguerrida, en su poesía, esta artista que es ante todo creación de sí misma, expone las iridiscencias de que está hecha, la luminosidad que irradia de su cuerpo y que plasma en sus obras son resultado de una implosión que en sus adentros arrasa y abrasa todos los no de su vida, los estigmas, los rechazos, los desasosiegos, las ausencias, la soledad, esa gran llamarada nutre sus versos, pero más que aflicción, en ellos encontramos una contundente afirmación de sí misma, de su opacidad, pero también de sus potencias diamantinas y estelares, un cuerpo que deja de pensarse jaula para abrir sus cerrojos y liberarse como ave, pavorreal o fénix, la suntuosidad de una orquídea negra que con ella se basta para habitarse y vivirse tal como ella es en este mundo y sus estrechos marcos; evento cósmico, su paso por este mundo hace patente la indignante opresión de esos estrechos marcos y la urgente necesidad de erradicarlos.