Por: Arody Rangel

2001: La odisea humana, por Clarke y Kubrick

En este momento de la historia humana, que transcurre en la segunda década del siglo XXI, el desarrollo tecnológico ha llegado a un punto tal que un gran número de personas en el planeta tiene a mano algún dispositivo electrónico que le permite viajar por internet entre páginas web, redes sociales o plataformas de streaming, y al parecer, el que esto sea posible no causa maravilla alguna, para la gran mayoría lo que importa es lo que sucede dentro de ese mundo virtual más que las condiciones materiales que lo hacen posible. El desarrollo de las computadoras que antecedieron a nuestros modernos dispositivos está también detrás de algo que comienza igualmente a ser una realidad cotidiana: satélites, sondas de exploración espacial, telescopios astronómicos, robots en la superficie de Marte o ensayos para enviar de nuevo naves tripuladas a la Luna.

Todos estos objetos fuera de la atmósfera de nuestro planeta y más allá de su órbita, algunos viajando incluso a los confines de nuestro vecindario solar, dan cuenta de lo que consideramos nuestro máximo logro civilizatorio: haber alcanzado el espacio exterior, si bien, se trata de los primeros pasos de un salto que se sueña interestelar y hasta intergaláctico. Así las cosas, imaginemos que en una futura misión en la Luna, un grupo de astronautas encontrara en uno de los selenes cráteres una irradiación inusual de energía, y que luego de escarbar un poco, dieran con un objeto piramidal fabricado con un material que no atinan a señalar si es plástico o metal, el cual, en el momento mismo de entrar en contacto con los rayos del Sol emitiera una señal de ondas sonoras con destino a Saturno y después de eso “se apagara”.

Si algo así sucediera, daríamos respuesta a una de las preguntas más inquietantes de todos los tiempos: no estamos solos en el Universo y no sólo eso, no somos las únicas creaturas inteligentes en él. No obstante, esta revelación traería para nosotros muchas más preguntas: ¿quiénes son?, ¿dónde están? Y si descubriéramos que aquel objeto piramidal llevaba enterrado millones de años, entonces sin duda que nos volaría la cabeza. Entretanto, aquel artefacto ya habría enviado su señal y lo más probable es que ella sirviera para indicar a sus creadores, alienígenas ancestrales, que habíamos llegado hasta ahí, que iniciamos nuestra odisea espacial.

Pues bien, esto que no ha sucedido ‒hasta donde sabemos‒ en la realidad, es el argumento de un cuento publicado por el científico y escritor británico Arthur C. Clarke en 1951, Centinela de la eternidad, conocido también como El centinela, y es ni más ni menos que el relato que inspiró la famosísima 2001: Odisea del espacio; sí, la tremenda película de Stanley Kubrick, pero también la novela homónima de Clarke. Se presume que el guion del filme y la novela se escribieron paralelamente y sólo por una cuestión de tiempos, la Odisea de Kubrick se estrenó antes de la publicación de su gemela literaria. Así, no es una la adaptación de la otra, sino dos obras simultáneas en las que, también presumiblemente, participaron los genios de Arthur y Stanley, si bien la coautoría sólo aparece en los créditos de guion del filme.

La de Kubrick, se ha dicho tantas y tantas veces, es una obra maestra del séptimo arte; para muchos, una cima en la carrera del cineasta; y un parteaguas para el género con sus magníficos efectos especiales que nos colocaron e hicieron sentir por vez primera en el espacio y en naves que, para la fecha de su hechura, sólo habíamos concebido en la imaginación. Era 1968 cuando se estrenó, los tiempos decisivos de la carrera espacial: Estados Unidos y la URSS se disputaban quién colocaría primero su bandera en la Luna. Mucho sobre cómo suceden las cosas en la superficie lunar no se supo hasta la llegada de la tripulación del Apolo 11 el año siguiente y, no obstante, hay rigor científico en el filme y en la novela: Clarke estaba formado en astronomía y entendía muy bien de astronáutica.

El científico británico participó como experto en radares para la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial y al término de ésta, sentó las bases técnicas de los satélites artificiales; fue presidente de la Sociedad Interplanetaria Británica; tuvo apariciones en televisión como comentarista de las misiones Apolo para la CBS; e incursionó como escritor de ciencia ficción y textos de divulgación científica, entre los que se encuentra Perfiles del futuro (1961) en el que sentó sus famosas Leyes de Clarke, la más conocida es la tercera, que señala que Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

Con motivo del aniversario de su nacimiento (16 de diciembre de 1917), dedicamos este Top #CineSinCortes a la Odisea que él mismo inspiró y que también cocreó con Stanley Kubrick, una epopeya sobre el largo viaje de la especie humana desde las cavernas hacia las estrellas, sólo posible gracias a la tecnología. En el filme, Kubrick logró magistralmente hacer indistinguible la tecnología de la magia, pero en el papel, Clarke nos esclarece el origen del sortilegio.


Fuera de la caverna

En el pleistoceno, hace 3 millones de años, en unas cuevas africanas, un grupo de homínidos pasan sus días sin otro interés que saciar el hambre y la sed, entre otras de las denominadas necesidades básicas. Comparten este valle con los Otros, un grupo de homínidos como ellos, y con otros animales. Es una temporada crítica: el alimento escasea, el riachuelo que cruza su valle empieza a ser insuficiente y son acechados por un leopardo que toma presas del grupo por las noches. Un día cualquiera, aparece en medio de su árido hogar un monolito de medidas perfectas (de acuerdo con la proporción 1x4x9), pero al ver que el objeto ni es comestible ni causa daño, estos homínidos pasan pronto de la curiosidad a la indiferencia hacia él.

En el filme, en este primer momento titulado como El amanecer del hombre, se insinúa una fuerte correlación entre la aparición de este objeto y el cambio de comportamiento de estos que son los ancestros de la especie humana, quienes de pronto comienzan a usar los objetos de su entorno, piedras y huesos, como herramientas; pasan de ser vegetarianos a cazar a otros animales y alimentarse de ellos; y dan ese gran salto cultural que supone la violencia cuando se amotinan contra los Otros para conquistar aquel valle. Clarke es explícito en este punto: el monolito es parte de un experimento de seres extraterrestres quienes, cual Prometeos benefactores de la humanidad, están implantando en esos cerebros homínidos las semillas civilizatorias. Así, el ancestro humano salió de su noche primitiva gracias a una inteligencia interestelar que le mostró el camino de la técnica, sucedáneo crucial de su postrer desarrollo motriz e intelectual que alcanza la perfección con el hombre actual. Esta misma premisa es presentada por Kubrick en la elipsis más citada en la historia del cine: una herramienta de hueso lanzada hacia el cielo que se convierte en una nave espacial con destino a la Luna.


El centinela de la eternidad

En la ficción, es el año de 1999 y nuestra hipotética humanidad no sólo ha viajado hacia el satélite natural de la Tierra, sino que ha construido suburbios subterráneos en la Luna y viven ahí no sólo humanos terrestres, sino también la primera generación de nativos espaciales. Esto se debe, nos cuenta Clarke, a que hacia 1970 la población mundial incrementó tanto que hubo que poner manos a la obra para asegurar otro hogar además del terrestre; para esto, se sumaron todos los logros y esfuerzos de la carrera espacial, y al parecer, un cese de la hostilidad entre Estados Unidos y la URSS (la cual cayó en 1991 en la realidad).

Aquel vehículo espacial en el que devino la prehistórica herramienta de hueso es el mismo que lleva a bordo al Dr. Heywood Floyd, quien ha sido requerido en la colonizada Luna por un asunto de máxima seguridad: a la prensa se le dio la falsa pista de que una epidemia comenzaba a esparcirse entre la población lunar, pero la realidad es que, en el cráter Tycho (el más joven de la faz luminosa lunar) se halló un monolito de geometría perfecta, sepultado algunos metros debajo del suelo hacía 3 millones de años, sitio donde los científicos detectaron primero una anómala medición magnética. El hecho no dejaba lugar a dudas: alguien estuvo ahí antes que el hombre, mucho antes, en tiempos en que los ancestros homínidos recién habían dejado las copas de los árboles. La misión de Floyd era sumarse al equipo de científicas y científicos que estudiaban aquel sortilegio para dar con una teoría sobre su origen y función, pero esto quedó revelado en el momento mismo en el que Floyd fue llevado ante el monolito: una vez que los rayos del Sol alcanzaron la superficie del enigmático prisma, un chirrido electrónico penetró en los audífonos de los cascos de todos los reunidos ahí, una radiación que sondas y otros artefactos de monitoreo y medición astronómica colocados aquí y allá en el Sistema Solar detectaron después; luego de esto, ni alteración magnética ni radiación salieron del monolito: el mensaje del centinela había sido enviado.


¿Hacia Júpiter o hacia Saturno?

Entre la Odisea de Clarke y la de Kubrick hay contadas diferencias, muchas de ellas, debidas en gran medida a la naturaleza de los lenguajes literario y cinematográfico. Pero en lo que toca al argumento, hay una que destaca: el Discovery que en el 2001 es lanzado a una misión interplanetaria tiene en el filme a Júpiter como destino, específicamente al satélite Europa, mientras que en la novela se trata de la luna Japeto de Saturno. Podría creerse que nada hace la diferencia cuando se está ante aquellos gigantes gaseosos, pero claro que la hay: una distancia que sólo hemos alcanzado con sondas espaciales ‒bien lejos estamos de un viaje como el del Discovery‒ y los hermosos anillos de Saturno. Para Kubrick no fue posible replicar esta característica única del sexto planeta del Sistema Solar, pero en la trama de la novela de Clarke los anillos son cruciales, de hechura alienígena, serían en realidad residuos de un objeto colocado en este gigante gaseoso, pero ya volveremos a ello.

La Europa de Júpiter o el Japeto de Saturno, como fuere, el viaje del tiovivo Discovery tiene una misión: llegar al sitio a donde el centinela lunar envío su señal. Por el tiempo que ha pasado desde que los alienígenas dejaron el monolito en la Luna, la misión no espera encontrarse con rastros de lo que haya sido aquella civilización, la cual, posiblemente ni siquiera era oriunda del sistema solar y quizás tampoco de la misma galaxia, sino sólo seguirles la pista. La nave está tripulada por cinco hombres, tres de ellos en hibernación artificialmente inducida, y una IA llamada HAL 9000, quien comanda la nave y el personaje más intrigante de esta parte de la historia.

En la novela, Clarke nos informa que HAL es un ordenador tal que ha pasado el test de Turing que permite diferenciar una inteligencia humana de una artificial y que esto no era señal de alarma, sino de orgullo para sus creadores y de confianza para la tripulación. Pero esta autoconciencia da pronto muestra de sus complejidades y oscuridades, si cabe llamarlas así: HAL detecta una falla en uno de los componentes externos que hacen posible establecer comunicación con la Tierra, pero resulta haber errado en su diagnóstico y esto implica que se le debe hacer una revisión y desconectarlo; para evitarlo y seguir al mando de la misión, idea un frío plan que consiste en eliminar a los testigos de su fallo. En Kubrick, HAL trata de deshacerse de los astronautas en vigilia enviándolos a hacer una nueva reparación fuera de la nave, mientras que en Clarke, la IA abre las todas las compuertas dejando entrar el vacío. En ambos escenarios muere la tripulación, excepto David Bowman, quien se encarga de desconectar a esta súper inteligencia quebrantada por el pánico


¿Odisea humana?

Nada hay en las más de dos horas y media de metraje de Kubrick que no sea fascinante, pero si hay que tomar partido, uno tiende siempre hacia la críptica y alucinante secuencia final. El desenlace de la espacial odisea humana nos lanza hacia algo que se parece a viajar a la velocidad de la luz, pasar por un agujero de gusano, desafiar toda lógica y llegar a una habitación de estilo francés para presenciar las etapas de la vida humana que desenlazan en un nuevo nacimiento. ¿Una metáfora? Y si fuera así, ¿sobre qué?

Cuando David Bowman arriba por fin al lugar de destino de la misión Discovery, que en la novela es el satélite saturniano Japeto, queda maravillado de la belleza y complejidad de los anillos del gaseoso planeta, los cuales se formaron hacía 3 millones de años, en el tiempo en que se implantó la inteligencia en el hombre y se colocó al centinela en la Luna, el tiempo en fin, en que una inteligencia alienígena había dispuesto todo aquello de acuerdo a su plan. Cuando Bowman sale a explorar en una unidad individual EVA las cercanías de Saturno, un nuevo monolito se sitúa ante él, pero esta vez hace las veces de un portal que lo arrastra a aquel viaje imposible que vemos en la cinta de Kubrick y cuyo final queda abierto a la interpretación del espectador. En la novela, en cambio, nos enteramos que los seres inteligentes que viajaron desde el espacio al Sistema Solar han llegado a un punto tal de desarrollo que no son más materia, sino pura energía moviéndose a voluntad por todo el Universo y que éste es el nuevo camino que indican al astronauta, quien ha trascendido ya su cuerpo…