En literatura, el género noir está en los límites entre la ficción y la no-ficción, adjetivado como relato policial, novela criminal, novela de misterio o relato detectivesco, pero lo cierto es que el noir evade las definiciones y hasta las desborda. Todo pareció iniciar con la fascinación por el crimen que hizo emerger de las geniales plumas de Poe o Conan Doyle a los sofisticados detectives Dupin y Holmes, hombres de un agudísimo intelecto capaces de resolver misterios patibularios desde sus despachos. Luego, este halo puro y racional descendió a las urbes estadounidenses de principios del siglo XX, en donde Dashiel Hammett y Raymond Chandler situaron a sus Spade y Marlowe, hombres astutos, pero en absoluto inmaculados, más bien antihéroes para quienes el crimen es una de las caras que muestra la realidad social que se recrudece en escalda.
El noir es un género que se cultiva en múltiples puntos del globo, sea en torno a la figura de un detective, como establece un supuesto canon, sea también que se dé voz al criminal o que la narración se articule a partir del crimen mismo… Esto parece depender de quien escribe, pero también del lugar en el que lo hace, sobre todo si advertimos que el hecho criminal, médula y materia del noir, en algunas latitudes es una terrible excepción, mientras que, en otras, se trata de una atroz cotidianeidad, al punto en que la violencia, el delito, la corrupción y la impunidad son la norma. No es el mismo el hecho criminal en un país donde el aparato de justicia parece cumplir su cometido, que en uno donde las instituciones mismas y sus representantes son criminales; y tan distintas como son esas realidades, pueden serlo también las literaturas escritas desde ellas.
América Latina, región de venas abiertas, en donde el pasado reciente está marcado por la corrupción, el narcotráfico o las dictaduras, adolece una historia de impunidad e injusticia que perduran en el presente. En los países latinoamericanos, ni el Estado, ni el sistema de justicia, ni sus portavoces generan confianza, pues han sido ellos mismos los perpetradores del crimen, coludidos con intereses del todo ajenos a la sociedad y el bien común han instalado un ambiente de violencia que engendra sordidez y hace del crimen el hecho cotidiano.
Así las cosas, en el noir latinoamericano encontramos relatos arriesgados, en los que no hay resoluciones, en los que el crimen permanece impune tal como en la realidad; relatos que evaden la salida fácil que se congracia con el lector, historias recrudecidas que evidencian una realidad desgarrada, al tiempo que la denuncian. En el borde entre la ficción y la no-ficción, el también llamado Latin Noir es una literatura comprometida socialmente, que no espectaculariza la violencia, ni cede a la fascinación por el crimen, sino que expone el cuerpo mismo del delito, desde el cual no se propone un enigma a resolver, sino que se muestra la obviedad de una violencia sistemática aplastante e indignante, se trata de una literatura que busca ser memoria contra todo olvido.
A la novela negra latinoamericana, arriesgada novela de denuncia social, y a un puñado de sus plumas dedicamos este Con-Ciencia, que busca trazar un arbitrario mapa del género noir en esta región de las venas abiertas.
Hay lugares en México donde la nulidad del Estado, de la ley y la justicia son patentes, lugares donde los cárteles del crimen organizado han implantado su propio orden y gobiernan cual soberanos, extendiendo sus dominios tanto como pueden imponer fuerza, violencia y muerte. Es en uno de estos lugares que se sitúa Trabajos del reino, la primera novela del escritor mexicano Yuri Herrera; la historia es contada por Lobo, un juglar contemporáneo, que al igual que a muchos jóvenes le ha sido negada la educación junto a un puñado de derechos básicos, pero quien, gracias a su habilidad para componer corridos de forma improvisada, se gana la vida dando muestra de su arte de cantina en cantina. Un buen día, se cruza en el camino de el Rey, capo de un cártel que lo recluta dentro su potestad para que inmortalice en canciones sus hazañas; es así como Lobo se convierte en el Artista. Dentro de ese mundo, el Artista topa con la voluptuosidad de pisto, perico y mujeres, pero también con la latencia de la muerte, sea porque haya que darla para mantener el reino o porque haya que temerla de quienes acechan el reinado. Este Artista pasa de ser un siervo dócil, presto e incondicional, a ver la realidad de estos imperios del narco y de sus capos que parecen pender siempre de un hilo.
Padura es uno de los autores más citados en cuanto a novela negra y a literatura en Latinoamérica se refiere. La neblina del ayer es la última entrega de la saga que el escritor cubano creó en torno a Mario Conde, policía investigador radicado en La Habana, quien luego de una ardua carrera detrás del crimen en la capital de la isla, abandona el oficio para dedicarse a la escritura; las primeras entregas de Padura sobre Conde estaban ambientadas en la década de los 90, en tanto que la presente novela trascurre en el 2003, momento en el que el expolicía, en su camino a transformarse en escritor, ha entrado en el negocio de la compra-venta de libros usados. Es así que Conde, tras adquirir una antigua biblioteca, se ve inmerso en la pesquisa de dos crímenes: uno, el asesinato del dueño de la biblioteca que está por adquirir, y otro, el presunto suicidio de una cantante de boleros de los años 50, Violeta del Río, de quien encuentra valiosa información en esta biblioteca. Tras la pista de estos sucesos, Mario Conde se sumerge en un pasado habanero que antes de la revolución vivió un auge de la vida nocturna, en cuya penumbra se desarrollaban los negocios de las mafias norteamericanas, con sus sucedáneos de drogas y prostitución; una realidad social que pervive en tiempos posrevolucionarios y da cuenta del gran fracaso del régimen, pues, como también atestigua Conde, en los bajos fondos habaneros el hambre y la miseria paren una realidad de todos contra todos, una impiedad implacable movida por pura ambición. El decurso del investigador, entre el presente y el pasado de la isla, revela el gran quiebre social debido a una violencia añeja, irresuelta, acallada en versiones oficiales, pero imperante y brutal en la cotidianidad.
Según la teoría, el Estado es resultado de un pacto social, con el cual se busca establecer un orden de legalidad, justicia y bien común, es decir, que el principal objetivo de esta creación es velar por los intereses ciudadanos y asegurar el derecho de todos… En la realidad, hay Estados que arremeten contra sus ciudadanos al punto incluso de diezmar la población, un acto aberrante por cuanto se legitima la masacre genocida como propia de un gobierno que busca erradicar amenazas guerrilleras o insurrecciones… A un sitio así llega el protagonista de Insensatez, del salvadoreño Horacio Castellanos Moya, quien posee el mismo oficio que el escritor y es oriundo del mismo país centroamericano. Este periodista y escritor se encuentra exiliado en un país vecino, del cual jamás se dice el nombre, pero cuya ignominia hace imposible no reconocerlo. En este país, el escritor es contactado por un arzobispo de la iglesia católica que le pide corregir un Informe, en el cual se compendian numerosos testimonios de los indígenas sobrevivientes del exterminio perpetrado por las fuerzas del Estado guatemalteco durante las más de tres décadas de Guerra civil. Conforme el periodista avanza en su tarea, la violencia se le revela endémica en este lugar: están los testimonios que no ocultan ni una pisca de la barbarie, de la matanza y del desmembramiento de los cuerpos; y está también el miedo latente a que a uno le den muerte por meter las narices en asuntos tan escabrosos. En este país, el hecho cotidiano y legitimado del crimen, que incluso se comprende como fuerza de movilidad social, se ha asumido en grado tal que las personas se saben incompletas de la mente, bordeando la locura que viene del trauma, el miedo y la absoluta impotencia.
En un país donde el Estado ha sido históricamente el primer delincuente, el cáncer de la violencia, en metástasis, engendra miseria y favorece la emergencia de células delincuenciales que buscan hacerse de algo al precio de matar y ser asesinado… Este famosísimo título de Vallejo se sitúa en la ciudad de Medellín a principios de los 90, donde tras la caída de Pablo Escobar, líder de los cárteles del narcotráfico en la ciudad colombiana, las bandas de sicarios de distintos barrios entraron en guerra para hacerse del control del territorio y el mercado. A esta Medellín regresa, tras 30 años fuera del país, el gramático Fernando, quien tan pronto como pisa el barrio de su infancia, es presentado con Alexis, un jovencito proveniente de las clases marginadas que se dedica a la prostitución y al asesinato a sueldo, un sicario. En compañía de este ángel de la muerte, Fernando recorre las calles de su ciudad, en las que no le sorprende encontrar desalmadas muestras de violencia, al contrario, comprende muy bien cómo han llegado las cosas a ese punto de criminalidad cotidiana y a un grado de indolencia del que se contagia pronto: Fernando halla justos los asesinatos que su Alexis comete al pasar y, una vez que le han dado muerte a este ángel, se enrola pronto con otro chico que se le asemeja, Wílmar, y con quien continúa su relación a pesar de enterarse de que él es el asesino de Alexis. En la figura del sicario se encarna y descarna la tremenda injusticia de esta sociedad, y también una espiritualidad errante que no busca sentido en la religión oficial, sino que se encomienda a María Auxiliadora, Virgen del folclor que interviene en las campañas fratricidas de sus hijos.
La imposición de un orden político, social y cultural por parte de los descubridores y conquistadores de la América Latina, y las inequidades e injusticias que siguieron y siguen asolando principalmente a los sectores más vulneralizados de la región en razón de los paradigmas civilizatorio y del progreso, se materializó en el Perú de las últimas décadas del siglo pasado en una atroz guerra entre el grupo autodenominado Sendero Luminoso y el Estado, que dispuso de sus fuerzas militares para arrasar con la insurgencia terrorista, que por su parte, impuso violencia implacable en las poblaciones rurales. Hacia el desenlace de este brutal episodio de la historia peruana se desarrolla la trama de Abril rojo, novela del peruano Santiago Roncagliolo, que tiene por protagonista a Félix Chacaltana Saldívar, un fiscal que es trasladado de Lima a Ayacucho, su ciudad natal, para investigar un homicidio. Es la primavera del año 2000 y en Ayacucho se celebran las famosas fiestas de Semana Santa, en este contexto, Chacaltana, hombre fiel y alineado por completo a la institución y a sus procesos, se topa en su investigación con la corrupción de la milicia, su alianza con el clero local y la impostura de un régimen de terror en la población so pretexto de exterminar los últimos resquicios de Sendero Luminoso en el lugar. Así, la necesidad de los poderes fácticos de Ayacucho por mantener el estatus quo y la irrebatible versión oficial de los hechos, se encarniza en una oleada de asesinatos, un procedimiento local que no es más que el reflejo de las prácticas ordinarias de un Estado que ha corrompido la legitimidad del uso de la violencia.
En el imaginario, las favelas de Brasil son el epítome del fracaso del sistema capitalista y de su abyecta producción y mantenimiento de lo que se denominó Tercer Mundo, pero que con franqueza hay que reconocer como miseria y pobreza, las cuales, no sólo existen en los barrios desfavorecidos del sur global, sino en todos los países del orbe en distintas proporciones e intensidades. Encarar este hecho, que un sistema global cruento es el responsable en última instancia por los crímenes y criminales de cualquier latitud, y de la banalización de la violencia generalizada, es el propósito de la escritora y guionista brasileña Patrícia Melo en su novela O matador. Máiquel, el joven de quien va esta historia, vive en Sao Paulo, proviene de los bajos fondos y pasa de ganarse la vida vendiendo autos usados en las afueras de la ciudad a hacerlo como asesino a sueldo, al punto de ser conocido como El asesino de la Zona sur. Máiquel es un ejemplo de cómo las vidas de los jóvenes en Sao Paulo se enfilan en el único camino viable que les ofrece la delincuencia, el modo que encuentran para hacerse justicia social; pero es también el esbozo del sujeto contemporáneo, indolente frente a la violencia, al grado de perpetrarla sin miramientos.
Terrible, pero cierto: las dictaduras militares implantadas en América Latina en la segunda mitad del siglo XX son el ejemplo por antonomasia de lo que se conoce como crimen de Estado. Estos regímenes, impuestos por la fuerza, se caracterizaron por sembrar el terror entre la población con su vigilancia exacerbada y la persecución de los opositores y detractores, a quienes se secuestraba, torturaba hasta la muerte y luego se desaparecían. En Chile fue la dictadura de Pinochet y aunque en La ciudad está triste Ramón Díaz Eterovic no nombra a la urbe agazapada en la que transcurre la novela, el peso mismo de los hechos muestra que se trata de Santiago en los años 80, un momento de recrudecimiento en la persecución del régimen contra grupos universitarios y civiles contestarios y de izquierda. Ésta es la primera novela del chileno protagonizada por Heredia, su afamado detective privado, un hombre desencantado que trabaja al margen de las instituciones y toma la justicia en sus manos, tanto como puede; a él llega Marcela, una joven que está en busca de su hermana Beatriz, estudiante universitaria de Medicina que hace días se encuentra desaparecida. Tras la pista de esta desaparición, Heredia topa con una operación de los servicios de inteligencia del régimen que tuvo como blanco el grupo contestatario al que pertenecía Beatriz y descubre que ella, al igual que otros jóvenes, fue asesinada y desaparecida por incomodar al poder dictatorial. La ciudad está triste revela el ánimo resquebrajado de quienes vivieron los años de la opresión al tiempo que denuncia la violencia perpetrada por la dictadura y afianza la necesidad de no olvidar, de hacer justicia a tanta muerte con el peso de la memoria.
Se dice que Buenos Aires es la París latinoamericana, una pretendida urbe cosmopolita a la altura de las mejores ciudades del norte global… Esto por supuesto es un discurso, un cuento que alguien cuenta y se cuenta para salvar, aunque sea en la enunciación, las distancias que separan el desarrollo de las vías del desarrollo, pero la realidad es que esa distancia pervive y se mantiene siempre en favor de los países que ostentan el progreso, para que sean ellos quienes lo ostentan. En esta novela, el escritor argentino Guillermo Orsi devela el cariz criminal de Buenos Aires, irónicamente llamada Ciudad Santa, pero que en los hechos es una ciudad fúrica y criminal, en tanto que sus habitantes son capaces de engañar, traicionar y asesinar con tal de saciar el mandato introyectado de tener y poder. Se nos ofrece un mosaico de personajes, como una modelo dispuesta a todo para escalar en su rubro, una jueza dos veces viuda por las balas, o un crucero que encalla en un hediondo Río de la Plata y cuyos pasajeros, turistas internacionales, son blanco de una pandilla de secuestradores dispuesta a hacerse con ellos un festín; ante esto, no hay ley ni justicia, y la policía misma, heredera de los mecanismos dictatoriales, es parte de este gran teatro de la corrupción y el crimen. Tan indiferenciados, los personajes y sus viscerales móviles hacen patente el hecho de una violencia generalizada, normalizada e introyectada.