En la mixtificación cultural, en los estereotipos sociales que perfilan lo que hemos de ser o la regla con la que seremos medidos, en México, en lo que respecta a las mujeres, hay dos grandes figuras míticas y fundacionales: María Guadalupe, virgen madre de dios o diosa madre, sincretismo de una religión y cultura impuestas por los españoles y de la astuta victoria de la iconoclasia mesoamericana; la imposibilidad de una maternidad virginal marca un polo que podría sintetizarse en el adjetivo de la mujer santa, la pura, la abnegada, la dulcísima y cualesquiera otras actitudes que se valoran positivas y propias del género femenino. En el otro polo está Malintzin, la Malinche, la mujer entregada al conquistador o la traidora que se entregó ella misma, sin importar cómo, el punto es que nos entregó a todos; es la chingada (ese lugar simbólico al que nos mandamos unos a otros a cada rato), es la violada, es también todo lo malo, el polo contrario de lo que una mujer debe ser: es mala, es rebelde, es también prostituta y suya siempre es la culpa.
Para quien lo dicho antes cause picazón, precisemos que esta caracterización la hizo el antropólogo Roger Bartra en su libro La jaula de la melancolía, en donde se dio a la acometida tarea de ir tras las máscaras y otras mixtificaciones culturales de la identidad nacional, del presunto ser del mexicano, no con ánimos de mera descripción sino con el propósito de señalar críticamente lo que implica, por ejemplo, que nos pensemos como agachados o pelados. El gran señalamiento de Bartra es que los estereotipos que perfilan las identidades mexicanas son creaciones culturales y sociales, los mexicanos no somos machos y machistas por naturaleza, esa es una historia que nos han y nos hemos contado, y no hemos hecho más que asumirla y repetirla religiosamente. Por supuesto, entre los mexicanos hay también mexicanas y sobre ellas, en tanto que mujeres, se han estereotipado dos maneras de ser: madre-virgen o chingada, las cuales son igualmente creaciones de orden cultural y social o, en otras palabras, puro cuento, un cuento que nos contaron y nos contamos, y que también asumimos y reproducimos sin más.
Este Librero está dedicado a Los cautiverios de las mujeres de Marcela Lagarde, libro en el que la antropóloga feminista mexicana ofrece una mirada antropológica a los estereotipos que determinan el ser y estar de las mujeres en México. Dos efemérides nos convocan este mes a este respecto: el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, el 25 de noviembre, por cuanto es urgente encarar el hecho de que los estereotipos sociales y culturales que pesan sobre las mujeres están a la base de la violencia de género, propiciándola; por otro lado, este jueves 18 de noviembre se conmemora el Día Mundial de la Filosofía 2021 y también es urgente decirlo: el feminismo es una práctica política que busca la paridad de género en un mundo inequitativo en que las mujeres están siempre en segundo plano, ese mundo es el mundo en el que vivimos; el feminismo es asimismo pensamiento crítico cuyo principal señalamiento es que el género no es naturaleza, sino creación cultural y social que favorece la subordinación de un sexo al otro, la subordinación de la mujer al hombre; es ante todo pensamiento revolucionario e incendiario que busca desmontar las relaciones de poder imperantes, el feminismo es también filosofía.
En la historia que nos hemos contado hay una impostura: existen determinadas formas de ser mujer, unas buenas y otras malas, unas mejores y otras peores. El problema: esa impostura maniquea es igualmente opresiva en sus dos extremos, no importa si una mujer está en el lado bueno o malo de la vida, en ambos es igualmente cautiva, es decir, prisionera, es decir, no libre, es decir, no autónoma, es decir… Los papeles están dados: madresposas, monjas, putas, presas o locas, y cada uno de estos papeles, nos advierte Marcela Lagarde, está definido en función de lo que la mujer ha de ser respecto del hombre, del otro, o de los otros, pero jamás en función de sí misma: se es la esposa o madre de alguien, se hace voto de castidad para servir a dios, la prostitución es un mercado ilegal cuyos clientes son los hombres, las presidiarias están tras las rejas por haber atentado contra la ley del hombre o por el embuste de un hombre, y la loca, señalada o encerrada, es aquella que simplemente no cabe en la gran categoría del ser mujer y a quien hay que negar la razón y la voz.
Para cada mujer que nace hay ya un modelo a seguir y según el modo como lleve su vida, definida siempre en relación de su género, sucederá que cae en alguno de los papeles ya dichos, los cuales, para Lagarde, representan, todos, los cautiverios de las mujeres en nuestra sociedad, todos, porque aunque haya cautivas felices, eso no implica que no experimenten sus cuerpos y sus vidas a partir de una imposición social. Lo que una mujer ha de ser está definido según lo que ha de ser ella para un hombre, y esto, no está de más reiterarlo, no está dictado por la naturaleza: no se nace mujer, sino que se llega a serlo dentro de una sociedad (evocando o invocando a Simone); la distinción social entre mujeres y hombres busca legitimar y favorecer instituciones, desde la familia hasta el Estado, en las que los hombres ostentan el poder y las mujeres han de permanecer subordinadas a él, la distinción entre los géneros busca establecer un orden social que beneficia a unos y marginaliza a otras.
Es cultural, es social, es político: está en todas partes, de arriba abajo, de derecha a izquierda. Mirarlo, o mejor dicho, encararlo, es el primer paso para desmontar este gran teatro y propiciar la emancipación de la mujer de todos y cada uno de sus cautiverios, hacer posible que otras formas de ser mujer sean posibles. Sin perder de vista ese horizonte, no puede pasarnos desapercibido que el ordenamiento actual de mundo que subordina a las mujeres y las esposa tras un delantal, un cuarto de hotel o una camisa de fuerza es el mismo que favorece o legítima la violencia que padecen las mujeres en todas sus manifestaciones, tendríamos incluso que reconocer que el solo estereotipo que pesa sobre las mujeres ya ejerce violencia por el simple hecho de ser una imposición y no una elección. De suyo, las vidas de las mujeres están subordinadas y con esto, marginalizadas y vulneralizadas: ser para otro implica estar a expensas de ese otro, sea esposo, hijo, dios, cliente, carcelario o loquero.
Para Lagarde es primordial conocer el modo como las mujeres sobrellevan y sobreviven a sus cautiverios, pues aunque el estereotipo de lo femenino es puro cuento en tanto que invención, es un cuento que traza las vidas de las mujeres reales, de todas y cada una de nosotras, de nuestras ancestras y, si no cambiamos nuestro mundo, seguirán siendo los mismos los cautiverios de las que están por venir. Hacer visibles nuestras existencias cruzadas y determinadas por imposiciones culturales y sociales como el género y sus supuestos roles, dar rostro y voz a cada forma en la que cada mujer se ha vivido en la estrechez de sus cautiverios es un paso adelante hacia evidenciar la gratuidad de la convención social y también hacia plantear la pregunta y la búsqueda de otras formas de ser mujer, para las mujeres, pero también de hacer sociedad, ambas son cuestiones que nos interpelan a todos.