Otaku, un término que mal usamos para llamar – a veces peyorativamente- a aquellos fascinados con la cultura japonesa a través del manga y el anime, dos de las grandes exportaciones culturales del país del sol naciente. Sin embargo, otaku como vocablo japonés, significa fanático. Fan no sólo de elementos nipones, sino de cualquier cosa imaginable. Se es otaku de un deporte, de un equipo, de una saga cinematográfica o una serie, de un género del cine, de un autor o un artista, de ciertas especies animales, de la comida y de cuanta cosa se pueda ser apasionado.
Así como esa misma palabra es una mera aportación de Japón para el mundo, también lo han sido otras cuestiones a lo largo de la historia moderna de esta pequeña isla en medio del Pacífico, que, aún con su dimensión geográfica, su existencia siempre en constate juego frente los caprichos de la naturaleza (terremotos y ciclones), y la sobrevivencia a ataques nucleares en el pasado, en pleno nuevo milenio es un referente de la fuerza económica capitalista. Japón no exporta sólo autos y tecnología, exporta poderosos arquetipos culturales y ha conquistado el mundo occidental pese a que su alfabeto e idioma son únicos, rompiendo así las barreras del lenguaje.
Con los próximos Juegos Olímpicos de Tokio 2020, este Con-Ciencia lo dedicaremos a recordar algunas de las aportaciones niponas que más acogida han tenido en el mundo, sobre todo desde la posguerra.
En el siglo XIX, el Ukiyo-e, el arte japonés de la pintura y el grabado en madera, junto con la seda, fueron los dos primeros productos que exportó Japón, después de cerrarse por siglos al comercio exterior, durante su larga época feudal. La segunda, en efecto, fue una estrategia mercantil, pero la primera fue un accidente descubierto por los impresionistas franceses. Considerados como objetos comunes en Japón, estas piezas cuya elegancia predominaba en ellas, comenzaron a hacerse famosas en el mundo cuando La gran ola de Kanagawa, de Katsushika Hokusai, fue puesta ante los ojos de Vincent Vang Gogh, quien se dice, quedó tan maravillado por el uso de la técnica y los colores de la ilustración que le sirvieron de inspiración para algunas obras. La gran ola de Kanagawa es parte de la serie Las treinta y seis vistas del monte Fuji realizadas por Hokusai; en las que, como en La gran ola, la elevación geográfica símbolo de Japón está presente como el agente observador y eterno de todo lo que ocurre.
Cuando en 1954 Japón realizaba su primera gran producción cinematográfica (en términos de dinero) no imaginaron que sería el comienzo de una larga lista de éxitos del entretenimiento japonés en el mundo occidental; con Godzilla, de Honda Ishiro, tuvieron a su primer ícono pop. De esa primera cinta, cuyos efectos especiales eran meritorios para la época, salió Shimura Takashi, quien protagonizaría una de las cintas de culto más importantes del cine nipón, Los siete samuráis de Akira Kurosawa, el maestro en captar el movimiento de la naturaleza. Además de este último, está el cine de Nagisa Ōshima, director de los morbosos títulos El imperio de los sentidos y El imperio de la pasión, ambos con un trasfondo mucho más profundo que solo el erotismo. Sim embargo, pese a su majestuosidad, ni el cine de Akira y el de Oshima, se volvieron tan populares, tanto en oriente como occidente, como la animación y su inseparable punto de partida, el manga -tiras gráficas-.
El manga, cuyo origen se asume incluso siglos atrás con los llamados libros rojos de los que gustaban los niños japoneses luego de la Primera guerra mundial, es para los japoneses un elemento literario de alto consumo. Con innumerables títulos publicados desde mediados del siglo pasado, el boom del manga sucedió durante los 50, en Japón, cuando el ahora apodado Maestro del manga, Osamu Tezuka, publicó la serie gráfica Astro Boy, que en la siguiente década se convirtió en el primer anime (animación japonesa) en popularizarse dentro y fuera de Japón, iniciando así la colocación de la estética anime en el extranjero. De ahí en adelante el resto es historia, pues no sólo se exportó anime para la televisión sino también para el cine con trabajos magníficos como los de Katsuhiro Otomo y su icónico Akira, y las metafóricas historias y bellísimas animaciones de Hayao Miyazaki que con el tiempo construirían los más que renombrados Estudios Ghibli, de donde saldrían Mi vecino Totoro o El viaje de Chihiro. Así, se abrió paso para que, a partir de los 80, las series animadas japonesas se volvieran un producto de consumo masivo a nivel mundial no sólo para niños sino con historias dirigidas a adultos. Hoy día el catálogo de productos visuales de anime y manga son incontables, y lo que podemos encontrar en televisión y sistemas de VOD son apenas un grano de arena en medio del desierto que conforma la industria del anime y el manga -cuyo título más famoso, One Piece, ha vendido más de 400 millones de copias en el mundo-, sin contar la gigante cantidad de merchandising (cualquier cosa que se pueda vender) que ha convertido a la ilustración nipona en un negocio redondo.
Hablando de merchandising, no existe mayor ejemplo de cómo hacer una marca de absolutamente nada que esta creación de la diseñadora japonesa Yuko Shimizu: Hello Kitty. Este personaje, mundialmente famoso sin temor a exagerar, vio la luz en los años 70, cuando Inglaterra causó curiosidad entre los habitantes de la isla oriental. Con una biografía propia, como si se tratara de una persona, Hello Kitty vivía en Londres, con sus padres y su hermana gemela. La imagen kawaii (tierno en japonés) de esta gata blanca con un moño en la oreja y un vestido rojo y rosa, ganó popularidad rápidamente en parte gracias a las leyendas urbanas que se construyeron en torno a su verdadero significado -suponiendo que en verdad tenga uno- como el hecho de afirmar que era la representación de un mononoke (demonio en japonés), y décadas después no sólo sigue en el gusto de niñas o adolescentes, sino que es objeto de las colecciones más estrafalarias, embajadora de la mismísima UNICEF y hasta de inspiración para diseñadores de alta costura.
Ya lo retrató Sofia Coppola en Lost in Traslation, donde Scarlett Johanson y Bill Murray están en compañía de algunos amigos en un auténtico karaoke japonés. Aunque el karaoke puede estar inspirado en un programa estadounidense de los 50, lo cierto es que la idea de una máquina que reproduzca la pista de prácticamente cualquier canción con lírica, y que auxilie al entusiasta del canto para seguir la letra mientras sostiene un micrófono, es puramente japonesa. Populares desde los 70, cuando algunos gigantes electrónicos fabricaron equipos de karaoke para el hogar (minigramolas), el boom llegaría cuando, debido a la falta de buen equipo de sonido en las casas, se crearon las salas de karaoke, sitios públicos donde las personas pagaban para tomar el micrófono, cuyo concepto fue reproducido en el mundo durante los 90, cuando ahora los centros de karaoke eran salas temáticas e incluían al compañero inseparable de todo fiel creyente de su alma de cantante, los bares.
Que el sushi no es un rollo de arroz envuelto en alga nori (con “queso” y aguacate), el ramen (auténtico) no viene en un vaso de cartón, ni todo lleva salsa de soya. La gastronomía nipona estuvo oculta muchos años, sólo resguardada a los viajeros o lo que los migrantes japoneses quisieran compartir con el mundo. Justamente de esa migración a otras latitudes del globo, muchas de ellas sin salida al mar, pero sobre todo de la apertura comercial global de Japón, en las últimas dos décadas en el mundo se ha tenido la oportunidad de degustar lo más cercano a la auténtica comida japonesa, que lejos de incorporar los elementos más poco convencionales del lado occidental, ofrece siempre sabores simples y equilibrados. Su secreto: consumir lo que localmente se produce.