“El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.
Era un domingo de mañana, el calendario señalaba el 2 de julio de 1961 en Ketchum, Idaho. Ernest se levantó sin hacer ruido para no despertar a Mary que dormía a su lado; se atavió con la túnica del emperador, una bata cualquiera y no porque era su favorita; fue al cuarto donde guardaba las armas, compañeras de cacerías en los bosques o la sabana, quizá también ahí estuvieran las herramientas de esa otra pasión suya, la pesca; fue ahí y tomó una escopeta, luego se fue a sentar en una de las salas y nada… la nada que sigue a un silencio atronador de arma suicida, el adiós del hombre que se da a sí mismo muerte y no deja una sola nota que señale si la tristeza, la soledad o la desesperación le hicieron presa.
Fue él quien dio nombre a esa generación de locos de los locos años 20, estaba en París, en la gran fiesta del arte, andaba en el trasiego de aquella mítica ciudad al amparo de la enorme Gertrude Stein a quien en su Fiesta de 1926 hizo decir que ellos eran “la generación perdida”. En ese mismo costal ‒¿de papas, cuando no hay más que comer, o de arena, como los que se colocan en las trincheras?‒ estaban John Dos Passos, Erskine Caldwell, William Faulkner, John Steinbeck, Sherwood Anderson y Francis Scott Fitzgerald. De su relación con Dos Passos se suele destacar que era encrespada, en tanto que, por lo que toca a él y a Scott, se suele señalar que representan algo así como los dos prototipos generacionales: está el aspiracional burgués de la prosa preciosista de Fitzgerald y está el hombre en combate de la prosa precisa y contundente de Ernest Hemingway.
Fue encasillado en el estereotipo del estoico hombre rudo y a explicar este temple de su carácter se suelen aducir los hechos: su padre, médico de profesión, le enseñó a manejar las armas y a cazar desde la más tierna edad ‒pero también, según se dice, le imprimió el estigma suicida‒; fue testigo en primera línea de las dos guerras mundiales, en la Primera como voluntario y en la Segunda como corresponsal periodístico; estuvo también en la Guerra civil española, igual como corresponsal, y vivía en Cuba cuando se desató la Revolución en la isla; además, por supuesto, está toda la fabulación que él mismo construyó sobre su persona con retazos de realidad y fantasía por igual: hábil cazador y pescador, boxeador, bebedor consumado y conquistador incomparable.
Las páginas de Ernest Hemingway, qué duda cabe, dan cuenta de todos esos episodios vitales. Primero hizo profesión como periodista y después como escritor, es considerado uno de los grandes prosistas de todos los tiempos y una figura mítica de la literatura del siglo pasado. En Fiesta retrató la atmosfera de efervescente arte del París de entreguerras; en Adiós a las amas, la desolación de la Gran Guerra y del amor; en Por quién doblan las campanas, las ignominias de la Guerra civil en España; en Muerte en la tarde están las corridas de toros; en Las nieves del Kilimanjaro un hombre con gangrena se confronta con las verdades de la vida y la muerte; y está, entre tantas otras, El viejo y el mar, La novela, por la que recibió el Nobel de Literatura en 1954.
Inspirada en Cuba, lugar que el escritor convirtió en su hogar durante 22 años, allá se hizo de la Finca Vigía en la Habana, dio rienda suelta a su pasión por la pesca en Cojímar a bordo de su bote Pilar y también se entregó a la escritura ‒allí tecleó las páginas de Por quién doblan las campanas‒; ese lugar caribeño es la atmósfera en la que el pescador de El viejo y el mar emprende su odisea: el viaje de un hombre que tiene que embarcarse mar adentro para hallar qué pescar y termina confrontado con sus propias fuerzas, consigo mismo. Gregorio Fuentes, en la realidad, devenido Santiago, el héroe absurdo en el relato, es un hombre mayor que lleva cerca de 80 días sin lograr pescar nada en aguas que, paradójicamente, son de las más favorables en todo el planeta para esta labor; este hombre lleva días montando minuciosamente el ritual otrora aprendido y que ahora enseña a un joven que lo acompaña para aprender el oficio, pero nada, no cae ni un pez.
Entonces el viejo Santiago, contra todo pronóstico, decide aventurarse aguas adentro a esa mar, que para él es mujer, y pasa días sentado en la balsa esperando por su presa. Al fin sucede, algo muerde el anzuelo y en medio de una inmensidad lo mismo agua que cielo, se desata una gesta colosal de dos titanes, aquel hombre y un enorme pez espada tirando con todo el cuerpo para no caer ante el otro. Y finalmente sucede, el hombre vence, pero apenas hay momento para la dicha y la honra pues no tiene cómo acomodar al enorme animal en su bote y bien pronto, guiados por el rastro de sangre, los tiburones comienzan a rondarlos; el regreso a la costa se convierte en un combate nefasto contra estos carroñeros que quieren arrebatarle su presa, le dan tremendas mordidas, pero no logran quitársela porque pone sus últimas fuerzas en llegar a como dé lugar con su enorme pez.
Es el alba y arriban al puerto, él con las manos destrozadas y todo el ser agotado, del enorme pez sólo quedan trazas que permiten reconstruir la majestuosidad del animal. Todo el pueblo celebra la hazaña, pero él no puede más que ir a tumbarse a su choza; ahí lo encuentra profundamente dormido su joven aprendiz, conmovido por las sangrantes marcas en las manos y anhelante de salir a pescar nuevamente con él y aprenderle algo a ese hombre tremendo.
Metáfora del combate del hombre contra la naturaleza, de la valía que posee el viaje por sí mismo o retrato atemporal del hombre perdido, dejado al abismo de un mar que es hogar ‒porque cobija y porque quema‒ sin más misión que la de confrontarse a sí mismo. Hombre perdido de mitad de siglo, encasillado en un aspiracional baladí o en la toxicidad del género fuerte, perdido por vivir esos años abandonados de esperanza y de fe, y también por quedar enmarcado en un estereotipo. De la generación perdida se nos pierde este relato, que no es tanto la historia de la pesca más memorable de un viejo con ojos color de mar, como una instantánea de la absurdidad que atraviesa por todas partes la existencia humana, lanzada a una búsqueda infatigable que no hace casa, sino hace caza de sí mismo.