¿Cuál fue la primera película que viste de Hayao Miyazaki?, ¿recuerdas al personaje que te llevó de la mano para adentrarte sin vuelta atrás en sus mundos? Para algunos fue la valiente Nausicaä quien les acompañó a montar los vientos de un valle en resistencia y mostrarles cuán piadosa sigue siendo con nosotros la naturaleza. Para otros fue la bruja Kiki quien les reconfortó cuando, como ella, llegaron solos a una ciudad extraña en busca de independencia y nuevas perspectivas. Para otros tantos fue Totoro quien les devolvió la sonrisa y las ganas de creer en la magia mientras experimentaban también la angustia de poder perder a un ser querido. Quizá fue San la princesa Mononoke, Chihiro, Ponyo, el Gatobús o un ser sin rostro. De cualquier manera, todos sabemos bien que vivir por primera vez una animación de Miyazaki se vuelve tanto una entrada a un nuevo mundo fantástico como un regreso a un universo familiar.
Sus once largometrajes, incluidos éxitos mundiales de taquilla, han redefinido en cada ocasión al cine de animación y han llevado la perspectiva estética y temática del anime japonés al público internacional. Todos estos filmes se encuentran entre las historias más queridas tanto por niños como adultos, relatos complejos e intrincados y al mismo tiempo divertidos y emocionantes, que son para su autor el escaparate perfecto para hablar de los temas que le han apasionado siempre, como el amor a la naturaleza, la brutalidad de la humanidad o la pérdida de la inocencia.
Conspirador y vanguardia de uno de los grupos creativos de animación más importantes del mundo, Estudios Ghibli; mentor o compañero de grandes artistas del anime y el cine; prodigio del dibujo y gran innovador técnico. Ante todo, Miyazaki es un artista apasionado, un individuo muy culto e interesado en los acontecimientos actuales de los que toma ideas constantemente, así como de su propia historia, para crear algo completamente original: estas extraordinarias, idiosincrásicas e inusuales obras de arte. Tomando esto en cuenta, a nadie le sorprende que a pesar de haber anunciado su retiro luego del estreno de su último filme, Se levanta el viento (Kaze tachinu, 2013), ahora mismo se encuentra preparando una nueva aventura que planea estrenar para 2023, Kimitachi wa dô ikiru ka.
Hay muchas cosas que adorar de las películas de Hayao Miyazaki y todo el que se haya sumergido en sus mundos fantásticos, cada uno distinto y sorprendente, tiene como su favorita alguna obra más cercana al corazón que las otras. Así que en este Top #CineSinCortes no vamos a pretender seleccionar las “más destacadas” cintas de este genio japonés, porque de hecho no tiene ninguna fallida o menor, sino que daremos un paseo por esas 11 geniales obras de arte que conforman su filmografía. A saltos por sus personajes entrañables, o al vuelo entre sus paisajes oníricos, haremos algunas pausas para alcanzar a observar esos temas que hacen de esta obra una para atesorar siempre entre los momentos más brillantes que puede ofrecer el cine de animación.
Distraídos por la belleza en cada detalle tan cuidado de las animaciones de Miyazaki, quizá la primera vez que vimos uno de sus filmes pasamos por alto ese otro paisaje que el cineasta cuida mucho personalmente y que diseña para dar verdadera vida cinematográfica a sus historias. El sonido en los mundos de Miyazaki es una obra de arte por sí sola y está construido para dar poder sobre todo a los elementos naturales, el agua, el fuego, el viento. Por ejemplo, en Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) la naturaleza cobra prioridad en un fondo lleno de zumbidos de insectos y el rumor del aire sobre los campos de cultivo y los árboles, la música natural que acompaña a Satsuki y Mei, dos hermanas que se acaban de mudar con su papá a una casa en el campo para estar más cerca del hospital donde está internada su mamá. Junto al canto de aves y rumor de insectos, Miyazaki grabó también efectos de sonido muy originales que le dan el carácter juguetón a cada salto o bostezo de Totoro, ese gigantesco y amigable espíritu del bosque que ahora es la mascota de Estudios Ghibli. A través de los sonidos de Mi vecino Totoro Miyasaki recrea ese Japón perdido, un Japón de granjas, aldeanos, montañas y naturaleza que trabajan juntos. Un lugar donde los niños se conectan con los árboles y sus espíritus, con los bichos, la noche y las maravillas sobrenaturales que se esconden en ella.
Es bien sabido que Japón ha sido durante mucho tiempo una cultura muy patriarcal. Y, sin embargo, en las películas de Hayao Miyazaki las mujeres suelen ser las más fuertes, sabias y capaces de reconstruir, aprender y dirigir. El cineasta ha declarado en varias ocasiones que desde el principio de su carrera hizo esto para desfamiliarizar, para hacer que lo familiar sea desconocido, y en este caso siempre ha preferido desfamiliarizar la idea del héroe. Además, aquí debemos recordar que su madre padeció de una tuberculosis que aunque la tuvo postrada en cama durante una década, contaba con una voluntad y personalidad muy fuertes, y eso significaba mucho para él. Estaba acostumbrado a tratar con su madre a un nivel bastante intelectual. Ella no pudo cocinar ni limpiar o jugar con él, pero en cambio hablaban, discutían y leían juntos de historia y política. A nadie debería sorprender entonces que las protagonistas de sus historias, la gran mayoría, son jóvenes mujeres extraordinarias. Aquí hablaremos tan sólo de una de ellas, la que quizá sea la princesa más inspiradora del cine de animación, quien da nombre a Nausicaä. Guerreros del viento (Kaze no tani no Naushika, 1984).
Esta película es la historia de una mujer joven que es competente, inteligente, inquisitiva, tiene su propio laboratorio y sale cada día a hacer investigación científica en una jungla tóxica. Nausicaä vive en el siglo treinta y trata de lidiar con un mundo contaminado y tóxico. Es valiente, buena voladora, buena espadachina y en ningún momento de la película vive un romance, en cambio se encuentra en una búsqueda por aprender y salvaguardar la vida. Además, este gran personaje tiene algunas características femeninas bien definidas. Es profundamente compasiva, sensible, se preocupa por los demás. No es que sea un pequeño hombre con ropa de mujer; es un ser humano complicado e interesante, que trata de hacer ver a su pueblo y a otros que la naturaleza sigue regalándonos oportunidades de aprender de ella a pesar de la destrucción que hemos provocado.
La animación hollywoodense tiene al mundo acostumbrado a los finales “felices por siempre”, pero eso no sucede en Japón, en particular en los trabajos de la última mitad de la obra de Miyazaki y esta es una cualidad que hace falta valorar más. Quizá nos sentimos muy incómodos con la ambigüedad y la tragedia de sus historias, pero esto las convierte en una experiencia tan cercana como acompañadora. Así pasa en La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997), por ejemplo, donde tienes dos protagonistas que no viven juntos felices para siempre. Se preocupan el uno por el otro, pero el mundo es tan complicado y desafiante que no pueden vivir juntos. O El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) que, a pesar de ser más una fantasía infantil, muestra otro romance que nunca llega a ser entre Chihiro y Haku, quienes se separan después de tanta travesía. Parece que Miyazaki habla de algo tremendamente importante para todos: cuando estás creciendo te gustaría que las cosas fueran perfectas, pero no son necesariamente así y, a veces, tienes que aprender eso y superarlo.
Miyazaki tiene decenas de jóvenes héroes y heroínas, pero solo hay un Porco Rosso (Kurenai no buta, 1992), un gran piloto, bastante hosco, veterano de la Primera Guerra Mundial, que también resulta ser un hombre cerdo. Esta fue una reunión temprana de dos de las obsesiones clave de Miyazaki: Italia y la belleza contradictoria que le despiertan los aviones de combate. Claro que este último tema tiene en la película implicaciones terribles porque describe el lento avance del fascismo de Mussolini. Porco Rosso también ofrece una de las muestras más abiertas del director hacia su fascinación por el vuelo humano y el combate aéreo, temas recurrentes en prácticamente todas sus películas. Quizá a excepción de La princesa Mononoke, cada cinta del director muestra un aparato volador. Ya sea una escoba voladora, un Gatobús, un castillo volador o las naves aéreas más delirantes y futuristas, Miyazaki navega los cielos a través de sus animaciones. Y quizá como nunca en su última película, Se levanta el viento (Kaze tachinu, 2013), donde el director evita las inclinaciones mágicas de muchas de las películas más icónicas y en su lugar presenta una biografía relativamente sencilla de Jiro Horikoshi, un diseñador de aviones japonés de la vida real que fue responsable de diseñar el Zerre, el avión usado por el ejército japonés durante la Segunda Guerra. Aunque algunos la criticaron al principio por verla como una dulcificación de la historia de un hombre que construyó a sabiendas máquinas de matar, esa discusión pierde el sentido ya que finalmente la película trata sobre el poder ilimitado de la imaginación y la forma en que los diseños pueden trascender su propósito.
Otra cualidad muy valiosa en la obra de Miyazaki es que no necesariamente encuentras en ella villanos o héroes obvios. En sus obras la gente mala tiene algo de bueno, la gente buena tiene algo de malo en ellos. Especialmente podemos ver esto en La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997) donde no estamos ante una naturaleza buena, inocente y noble. No hay villanos en el sentido tradicional, sólo la influencia corruptora de las ambiciones personales. Puedes ver animales que son dioses de las bestias con sus propias pasiones e ira. Y luego están los humanos, que por un lado se están apoderando del medio ambiente, pero hasta cierto punto están usando la industria para ayudar a las personas. Miyazaki es capaz de abordar todo esto aludiendo a una problemática muy actual. ¿Cómo vivir con decencia y moralidad en un mundo maldito? Aquí se desarrolla una fantasía épica sobre un conflicto entre la naturaleza y la industrialización, ya que la joven princesa Ashitaka, que busca curar su brazo maldito, se ve envuelta en un conflicto entre los dioses del bosque y los humanos que lo talan en busca de recursos. Se trata de una obra de complejidad moral, gran violencia, belleza y empatía, y puede verse como el retrato más evocador de las convicciones de este cineasta en torno al equilibrio entre humanos, entre tecnología y naturaleza, que son algunos de los temas más recurrentes de su cine.