Según los historiadores, la música escrita comenzó en la antigua Grecia. Entonces podríamos suponer que la música siempre se ha leído —e interpretado— a través de lo que hoy conocemos como partituras en pentagrama. Sin embargo, los conceptos de escritura musical han cambiado a la largo de la historia y de la geografía. Si brincamos hasta la época medieval nos topamos con esos cantos gregorianos cuya lectura lírica iba acompañada de signos que se escribían por encima del texto representando uno o más sonidos sin indicación rítmica —nuema—. Ejemplo de eso es la popular Carmina Burana —en latín cánticos de Beuran—, un serie extraviada y casi interminable de poemas del siglo XII y XIII, encontrados en una abadía abandonada en Bavaria.
En 1937, el alemán Carl Orff volvió célebre esta (s) obras, pocos años antes de la invasión nazi por Europa. Su éxito se basa en la reinterpretación de 22 de estos poemas —algunos cuentan con más de 300; otros, cerca de mil— escritos por monjes goliardos que, una vez retirados de la vida eclesiástica, se dedicaron a inmortalizar sus andanzas mundanas —y paganas— en este compendio anónimo.
Aunque existe una versión considerada la más fiel a las partituras originales —escritas en un sistema bastante arcaico llamado neuma—, grabada en 1979 por el compositor René Clemencic; la versión de Orff le dio a esta obra medieval la notoriedad y fama que tienen hoy en día piezas como la Primavera y el Verano de Vivaldi o El lago de los cisnes de Chaikovski, que, aunque ignoremos su nombre y autor, sobrevuelan el imaginario colectivo. Y, a pesar de que Orff es contemporáneo y admirador de otros genios musicales -como Igor Stravinski (de quien toma elementos) uno de los compositores más trascendentes del siglo pasado-, el éxito de Orff está en la vivacidad rítmica que les imprimió a los poemas.
Como se mencionó anteriormente, en la segunda mitad del siglo XIX, el filólogo Johann Andreas Schmeller descubrió en el monasterio benedictino de Benediktbeuern un compendio de poemas escritos el latín y alemán antiguo. Schemeller dividió esta colección en cinco apartados según las temáticas: el triunfo de la fortuna, la primavera, danzas en el prado, la taberna y una corte de amor, y posteriormente los publicó bajo el título de Carmina Burana. Antes de eso, no eran más que textos olvidados en la biblioteca de aquella abadía, que muy probablemente tampoco tuvieron gran repercusión cuando fueron creados. El mérito de Orff radica en haber musicalizado esos poemas; música que nada tiene que ver con la escritura original carente de ritmo, mientras que la versión del compositor alemán, llena de exuberancia, está compuesta de una gran fuerza orquestal y coral, melodías con potentes cambios de intensidad e impetuosos contrastes vocales e instrumentales que en conjunto la vuelven de lo más rítmica y pegadiza al oído humano.
Concebida originalmente por Carl Orff para la puesta en escena operística, hoy en día su oratorio es recordado y reproducido en la parte musical, a través de conciertos sinfónicos, pero también en el ballet y recitales de coro. Después de su estreno en 1937, con apabullantes ovaciones en su debut en Frankfurt, Carmina Burana significó un antes y un después en la carrera de Carl Orff; sin embargo, no fue grabada y reconocida mundialmente sino hasta los años 70, después de que la comunidad musical perdonara que el oratorio haya sido manchado por el nazismo, cuando el führer se adueñó de algunos de esos coros y los utilizó como himnos del movimiento. De su mal empleo como propaganda política, saltó a formar parte de las filas de la publicidad en erróneas circunstancias.
O Fortuna, velut luna statu variabilis, semper crescis aut decrescis; vita detestabilis — ¡Oh, Fortuna, como luna de estado variable: siempre creces o decreces!; la vida execrable—, la obertura de Carmina Burana de Carl Orff es un estruendo de emoción en el que se alaba a la diosa del destino.
Lo sorprendente de los textos de dicha obra es que no hayan desaparecido por su contenido profano, pues en ellos convergen temas variados, menos religiosos. Considerados como poemas gozosos, en estos escritos se vierten la sátira y la moral, el amor cortés y sensual, la naturaleza y la bacanal, para reflejar, según se dice, un poco la vida de estos goliardos.
En el rubro del amor, los cánticos de los Carmina Burana son posiblemente la compilación más rica del medievo: la lírica va del amor romántico e inaccesible, donde los jóvenes cantan a aquella mujer inalcanzable por su condición social superior, versus el amor voluptuoso y orgiástico, donde el placer y la carne están en primer plano —como en la escena quinta de 'Corte de amores', que versa lo siguiente: El amor vuela doquier, prendido por el placer. Donceles y vírgenes en su derecho únense. La muchacha sin galán de placer carecerá; tendrá en la noche ínfima en lo íntimo del pecho custodia —.
Aunque los poemas amorosos forman la mayor parte de este oratorio, están también los poemas satírico-morales. Algunos de ellos realizan una crítica a la corruptibilidad que permeaba en los tribunales civiles y religiosos y otros más sobre la abundancia y la codicia insaciable.
“Todo lo que he escrito hasta la fecha se puede destruir. Con Carmina Burana empiezan mis obras completas”, aseveraba Orff acerca de su legado. Además de Carmina Burana, tuvo otras composiciones notables como Catulli Carmina y Triunfo de Afrodita, que juntas forman un tríptico musical al que llamó Trionfi.
Además de estas plausibles obras, Orff es un parteaguas en la enseñanza pedagógica musical: el Método Orff, en que desarrolló sus pioneras ideas educativas, Carl compaginó el gesto, la poseía y la lírica, pero sobre todo puso especial énfasis en que la instrucción musical está en la rítmica, cuyo origen está en el lenguaje, los movimientos y las percusiones.