Por: Arody Rangel

El forastero misterioso de Mark Twain

“Esto que te he revelado es cierto; no existe Dios, ni el universo, ni la raza humana, ni la vida terrenal, ni el cielo, ni el infierno. Todo es un sueño, un sueño grotesco y disparatado. Nada existe sino tú. Y tú no eres sino un pensamiento, un pensamiento nómada, inútil, sin hogar propio, que vagabundea desamparado por el vacío de las eternidades”.

El forastero misterioso, Mark Twain


En el imaginario, Mark Twain es ante todo el escritor de Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn, historias situadas en su Misuri a orillas del Misisipi, protagonizadas por jovencitos osados y perspicaces de los años previos a la guerra de secesión y en las que Samuel Langhorne Clemens, el nombre real de Twain, hizo crítica y sátira social del racismo y otras idiosincrasias de la época. Mark Twain fue, además, señalado como el padre de la literatura norteamericana por William Faulkner, es considerado el Dickens norteamericano y entre las curiosidades de su vida, como el ser amigo de miembros de las élites políticas, artísticas e intelectuales del momento o el haber malgastado la fortuna que obtuvo de sus publicaciones, destaca que nació el mismo año en que el cometa Halley fue avistado desde la Tierra en 1835 y que auguró irse con el cuerpo celeste en su siguiente visita, como ocurrió en 1910 con su muerte.

Al igual que el foráneo cometa proveniente de la nube de Ort, en los confines del Sistema solar, el protagonista de El forastero misterioso ‒última novela de Twain y que no pasó de tres borradores mientras su autor vivió‒ proviene de tierras lejanas, de un lugar que está más allá del entendimiento humano; el forastero de esta historia es un ángel, pero no cualquiera, es ni más ni menos que un Satanás, sí, de la misma familia que el bíblico ángel caído, es de hecho sobrino del gran rebelde opositor de dios, pero este ángel no es malvado, ni tampoco benevolente, él dice estar más allá de lo que los hombres denominan el bien y el mal, por encima del sentido moral, la pretendida posesión más valiosa para la estirpe humana.

Satanás, como prefiere ser llamado, es muy joven y en una de sus excursiones a lo largo y ancho de todo lo creado, decide hacer una parada en Eseldorf -un pueblo de Austria atrapado en el medioevo mientras el mundo europeo de finales del XV salía aparentemente de esas tinieblas- y específicamente, trabar amistad con tres jovencitos de su edad, en la medida en que puede haber equivalencia entre una vida humana y la de un ángel sempiterno. Estos chicos se llaman Nicolás, Seppi y Teodoro (nombre que significa “don de dios”), grandes conocedores del bosque que rodea su aldea y a quienes el ángel Satanás se les aparece por primera vez en uno de sus paseos a las afueras. En aquel primer encuentro, Satanás no vacila en dar santo y seña de sí mismo a los jóvenes, así como darles amplias muestras de sus habilidades, entre las que se cuentan hacer aparecer gran variedad de frutos, conocer el futuro o insuflar vida a pequeñas creaturas formadas con el barro del suelo. La única condición que Satanás pone a los chicos para continuar con su amistad es que no pueden revelar a nadie su identidad y su poder basta para frenar cualquier palabra al respecto antes de que abran la boca.

De los tres, Teodoro, el narrador de esta historia, es el que mejor se aviene con el ángel y a quien más intrigan sus acciones, por ejemplo, la facilidad con que dio muerte a sus propias creaturas de barro tan pronto como comenzaron a enfrentarse entre ellas, la imperturbabilidad con que despacha las injusticias entre los hombres, el que tenga a bien el dar muerte o locura a las personas como solución a sus problemas, o que se muestre más compasivo con los animales que con los hombres. Para todo esto, el joven Satanás siempre tiene una explicación mordaz: los hombres, seres imperfectos y estrechos de mente, no han hecho más que apartarse de la virtud, si es que esta existe, en aras de lo que llaman sentido moral, el cual no es más que la forma hipócrita de encubrir el poder que ejercen unos sobre otros o su aspiración a un poder tal.

Este ángel le revela a Teodoro que, a excepción de contados especímenes, la raza humana es lastimera y aberrante, polvo insuflado del halo divino que se vanagloria de su inteligencia, que presume de superioridad respecto de todo cuanto existe mientras que cualquiera de los seres que desdeñosamente denomina bestias dan siempre muestras que rebaten sus pueriles ínfulas; y por si no bastara lo risible que es el tiempo que dura una existencia humana, este ser tiene la osadía de apresurar por mano propia su extinción en esos beligerantes episodios fratricidas, a partir de los cuales, por si fuera poco, soberbiamente mide lo que denomina su historia. Para creaturas tan malogradas, a decir de Satanás, lo mejor que puede ocurrirles es morir o enloquecer.

El paso de Satanás por la aldea de Eseldorf no sólo cambia por completo las vidas de sus jóvenes seguidores, sino la de su comunidad entera: con su presencia se reaniman las antiquísimas disputas entre el padre Pedro y el astrólogo del pueblo, es decir, entre las dos visiones de mundo que se pelean el mote de la verdad; también monta una escena llena de magia y otros actos fantásticos de los que todos disfrutaron, mismos que superan por mucho los supuestos poderes que estos aldeanos descubrieron en las brujas que antaño quemaron. Todo esto para evidenciar la vileza e hipocresía humana, pero Satanás no se contenta con aquel pueblo anticuado y medieval, y lleva de paseo a Teodoro por múltiples lugares del globo, a las más distintas culturas y tradiciones, para demostrarle cuán bien está repartida la mezquindad entre todas las personas.

Para aquel novísimo “don de dios”, Teodoro, las lecciones de Satanás jamás llegan sin una dosis de sufrimiento, sea porque algo terrible sucede en su vida o las de los que quiere, sea porque lo que descubre devasta sus ideas preconcebidas sobre sus congéneres. Sin embargo, algo más demoledor aguarda Satanás para antes de su despedida definitiva: esa visión desesperanzadora sobre la estirpe humana va a parar en la nada. La última revelación de este ángel, pariente del gran disidente de dios, es que no hay dios, ni diablo, nada hay y él no es más que una elucubración en la mente de Teodoro, que no vive realmente ni tiene cuerpo, es sólo un pensamiento que piensa, que sueña, o que sueña que piensa, o que piensa que sueña. Existencia errante, como el cometa Halley, nihilista y solipsista como parece haber sido Mark Twain en sus últimos días.