Por: Arody Rangel

El Horla: la insoportable locura de saberse otro

“¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!”

El Horla, Guy de Maupassant


Imaginemos que en el transcurso de los días del confinamiento pasáramos de estar animados, resueltos a hacer por fin todo aquello que no podíamos por el ajetreo de la vida -descansar y esparcirnos, dedicar por fin un tiempo para nosotros mismos, nuestros intereses y proyectos-, a comenzar a sentirnos agobiados, poco a poco, pero cada vez con más intensidad. De pronto nuestras cuatro paredes dejan de ser un refugio contra la amenaza exterior y nos oprimen, a nuestro alrededor una presencia pesada e invisible, que no podemos definir ni aprehender, comienza a hacer presa de nuestro ánimo y de nuestra cordura; pensamos que es algo externo, ajeno y extraño, pero en realidad somos nosotros mismos, acostumbrados como estamos a evadirnos nos resulta francamente insoportable estar a solas sin otra compañía que el soliloquio de nuestras cabezas.

Esto es más o menos lo que le sucedió al protagonista de El Horla, un breve relato que el escritor francés Guy de Maupassant escribió en forma de diario en su versión definitiva en 1887 (el argumento apareció por primera vez bajo el título de Carta de un loco en 1885 y después como una compilación de testimonios también bajo el nombre de El Horla en 1886). En cuestión de meses, de mayo a septiembre para ser precisos, este hombre que estaba de retiro en su casa de Ruan a orillas del Sena ‒un paraíso en medio del bosque‒ comienza de a poco a sentir la presencia de un ser invisible, quien primero sólo parece seguirlo y observarlo de lejos, pero después se le aproxima, lo ataca mientras duerme, toma cosas de su mesa y hasta hojea entre sus libros o se le interpone cuando intenta verse en el espejo; en este transcurrir de los hechos, el protagonista pasa de creer que todo es producto de su angustiada mente a asumir que esa presencia es real, e incluso intentar atacarla y exterminarla.

Se le ha clasificado dentro de literatura de terror, un terror psicológico en el que impera la locura. La pluma de Maupassant echa mano en este relato de las descripciones más precisas y realistas para escenificar el delirio de una mente atormentada. El protagonista de estos hechos, al tratar de dar una explicación a su suplicio, concluye ‒basado en un relato sobre monstruos vampíricos que afligieron gente en el Brasil‒ que aquella presencia invisible, insoportable y atroz es un ente sobrenatural que precede al hombre y que proviene de algún astro en el firmamento, él es el predador de la raza humana, del mismo modo que el hombre lo ha sido de otras especies en la naturaleza; pero el Horla ‒como la misma presencia se hace llamar‒ no arrebata sin más la vida de su presa, sino que, como una sanguijuela, bebe detenidamente su vitalidad, llevándola al extravío de su sin razón: a la locura. Por su parte, el veredicto de cualquier psiquiatra sería sí: psicosis, pero no causada por un ser sobrenatural, sino por un desorden mental, del que este ente sería una manifestación, una alucinación.

Al final de sus días, Maupassant era tachado por la prensa sensacionalista como el cuentista loco: él, como tantos hombres del siglo XIX, contrajo sífilis, ésta comenzó a manifestársele en 1880 y arremetió contra su estabilidad mental hacia 1891, época en la que los periódicos referían su internamiento en una clínica mental a la vez que acompañaban las notas con los relatos El miedo (1882) o El Horla (1887), en los que se preciaban de reconocer los signos incipientes de su decadencia espiritual. Este mito del cuentista loco se aderezó con la adicción de Maupassant al éter y, más tarde, con su intento de darse un fatal desenlace: el suicidio, augurado presuntamente en El Horla, pues su protagonista busca el mismo final, según lse lee en la última entrada de su diario. Pero no hay que dejar de lado que en la literatura de mediados y finales del XIX había un entusiasmo particular hacia temas como los trastornos mentales, lo sobrenatural y lo terrorífico: E. T. A. Hoffman, Edgar Allan Poe, Mary Shelley, Bram Stoker o el propio Honoré de Balzac dan cuenta de esto. Escritor trastornado u hombre de su tiempo, Guy de Maupassant como tantas otras plumas célebres no escapa al rigor de los lugares comunes.

A la turbación que sigue tras terminar aquel diario sobreviene la pregunta: ¿qué es el Horla?, ¿qué significa su nombre? Y aparecen múltiples interpretaciones: hay quien dice que la palabra deriva del genitivo orla, del ruso oriol, que significa águila; otros aducen que se trata de un anagrama del apodo del médico de Maupassant, Cazalis, que era Lahor; también hay quienes reconocen su origen en el término normando horsain, que quiere decir extranjero; también se sugiere otro anagrama, del francés chólera; o que la palabra sencillamente proviene del patronímico Horlaville, común en Normandía… De todas, la más sugerente es la que señala una equivalencia fonética entre Horla y el francés hors-là, que significa allí afuera y que bien podría referir tanto a aquella presencia siniestra como al hecho de que el protagonista está fuera de sí: al final, aquel ente termina invadiendo su mente y su cuerpo, el hombre poseso llega al punto de no diferenciar entre sí mismo y el Horla; locura o el aborrecible encuentro consigo mismo, la insoportable carga de descubrirse otro, ajeno a sí mismo, pero condenado a no poder huir, de sí mismo no hay escapatoria: Después del hombre, el Horla.