Por: Mariana Casasola

Andersen, fabulador del desencanto

“La sirenita levantó hacia el sol sus brazos transfigurados, y por primera vez sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. A bordo del buque reinaba nuevamente el bullicio y la vida; la sirena vio al príncipe y a su bella esposa que la buscaban, escudriñando con melancólica mirada la burbujeante espuma, como si supieran que se había arrojado a las olas. Invisible, besó a la novia en la frente y, enviando una sonrisa al príncipe, elevóse con los demás espíritus del aire a las regiones etéreas, entre las rosadas nubes, que surcaban el cielo.”

La sirenita, Hans Christian Andersen


Disney tiene una deuda infame con las infancias a las que ha privado del desencanto. Sus coloridas animaciones, inolvidables canciones, sus divertidos personajes y escenarios han ofrecido espacios de diversión y fantasía para muchas generaciones desde mediados del siglo pasado. Y, sobre todo, sus icónicos finales felices han hecho brillar al amor, la felicidad y el triunfo de las formas más espectaculares en la historia del cine de animación. Pero conforme esas infancias tocadas por su música y color, siempre ávidas de desenlaces perfectos, se van dando de bruces con la vida, la sorpresa es inevitable.

Nadie puede negar la importancia de esos espacios de luz en el desarrollo de las niñas y niños, pero es igual de importante plantear que al maquillarles la complejidad de la vida y sus agridulces matices, ese cine de alcance mundial ha privado a sus pequeños espectadores de muchas tempranas herramientas para comprender, abrazar y quizá trascender las crudas situaciones a las que todos estamos expuestos, desde el fracaso y el desamor, hasta la muerte.

Claro que debemos contemplar que a final de cuentas estamos hablando de una empresa que a través del cine busca vender, vender y vender, y que los finales felices son la inversión más segura, pero no por eso hay que dejar de señalar sus faltas. Y sin duda, el mayor crimen que ha cometido el cine como el de Disney es haber soslayado la riqueza del pensamiento de los autores en los que basa muchas de sus famosas historias. Entre ellos, quizá el más importante es un escritor escandalosamente prolífico, creador de cuantiosas novelas, libros de viajes, poesía y teatro, pero que siempre será mayormente valorado por sus extraordinarios cuentos de hadas en los que fue capaz de fundir lo sobrenatural y lo mágico con los oscuros aspectos de la vida cotidiana y hasta de su atormentada vida personal.

Hablamos nada menos que del danés Hans Christian Andersen (1805-1875), inventor de lo que en los dos últimos siglos se ha denominado "literatura infantil" y la fascinante mente detrás de historias tan populares en la cultura occidental como La sirenita, El patito feo y La reina de las nieves (o Frozen, como se le aclama por hordas de centeniales); así como de muchísimas otras fábulas en las que vertió sus sentires acerca de la fantasía, pero también del desencanto humano y que por ello son verdaderos espejos en los que se ven reflejados vitales aspectos de nuestro mundo interior.

Sin embargo, pocos conocemos sus cuentos tal y como él los concibió, en gran parte debido a esas mentadas adaptaciones al cine donde se omiten prácticamente toda la pasión y la angustia originales que son la columna vertebral de las historias de este autor; una realidad bastante triste porque Hans Christian Andersen pensaba sus cuentos no sólo para ser leídos por infantes sino también por sus padres, dándoles a todos el crédito de ser lectores sumamente inteligentes, capaces de comprender que también el dolor y la angustia son partes de la existencia, a veces tan valiosas y enriquecedoras como sus contrapartes.


El hijo del zapatero y las mil y un maravillas (del desencanto)

Para entender esta abundancia de contenidos en los cuentos infantiles de Andersen es vital hablar de su propia infancia, transcurrida en un pequeño pueblo cercano a Copenhague, Odense. Su familia fue de lo más humilde: su padre era zapatero y su madre, una lavandera que se vio obligada por las precarias circunstancias a algo equivalente a la prostitución. Su interés por salir de ese crudo contexto a través del arte se manifestó desde pequeño y buscó en el teatro su salida más pronta. Pero Hans nunca fue un tipo apuesto ni atractivo y su naturaleza cohibida le negó sobresalir en la actuación, así que optó por escribir los guiones para las obras de teatro y ahí comenzó todo. Gracias a su talento que era evidente y llamativo, alcanzaría una mejor posición social y hasta codearse con la aristocracia europea, así como con otros grandes creadores de la época como Charles Dickens.

En uno de sus libros de memorias, El cuento de hadas de mi vida, Andersen relata con detalle lo penoso que fue su ascenso desde la clase obrera en la Dinamarca de principios del siglo XIX. Deja en claro que aunque el propósito fundamental de su carrera fue obtener fama y honores —que obtuvo con creces—, nunca pudo olvidar todo el trabajo y penas que le habían costado subir. Sin embargo, entre sus recuerdos más intensos está su padre cuando le leía Las mil y una noches. Así, Andersen supo plasmar en su trabajo, en sus cuentos principalmente, su fascinación por los relatos de maravillas al igual que sus sentires en torno a la frustración, la soledad y las adversidades.

Rompió con tradiciones de los recopiladores de folclore más famosos, como los hermanos Grimm, y se negó a seguir la fórmula de esos cuentos orales populares europeos. En cambio, creó personajes que no se limitaban a humanos, sino que usaba también criaturas fantásticas y hasta objetos o elementos de la naturaleza que cobraban vida, formando así un mundo propio más amplio en el que era posible hablar sobre las lecciones, esperanzas y debilidades de los humanos. Cada árbol, flor, animal, artefacto del hogar, prenda de vestir o piedra en el camino podía poseer un alma angustiada, una voz, deseos sexuales, la necesidad de reconocimiento y el terror ante la perspectiva de la muerte.

Como ya sabemos, sus finales casi nunca eran felices, tampoco el conflicto se resolvía siempre al final —algo que Disney jamás podría permitirse—; además, se atrevió a tejer en sus historias para niños discretas ridiculizaciones a la sociedad, así como a analizar simbólicamente las pérdidas que implican la muerte, el fracaso y la virginidad (el hombre siempre sufrió de amores, jamás se casó ni tuvo descendencia).

Quizá el aspecto más fascinante del carácter de Hans Christian Andersen, y que tiene tanto eco en sus cuentos, es esa permanente frustración sexual. El rechazo que encontró en varias de las personas que anhelaba aparece en su obra encarnado en personajes como sus brujas, frías seductoras, y en sus príncipes andróginos. Podría decirse que la verdadera orientación sexual de Andersen era homoerótica. Está ampliamente documentado que sentía atracción tanto por mujeres como por hombres y era un enamorado empedernido. Y, aunque en teoría fue cristiano, en la práctica era un pagano que consideraba al destino una sádica diosa, con la que era importante buscar hacer las paces. Probablemente ahí se encuentre la razón por la cual sus cuentos son imperecederos ya que, al menos de forma oculta, buscaba descubrir cómo seguir siendo niño en un mundo supuestamente adulto y muchas veces cruel.


El amor hecho espuma

Para hablar de los finales felices que tanto venden contra las complejas historias que Andersen les regaló a las infancias, hay ejemplos para aventar al cielo, pero hablaremos aquí de una de las más conocidas y adoradas: La sirenita. Todo mundo conoce la dulce versión de Disney (Dir. Ron Clements y John Musker, 1989), con sus fabulosas canciones a lo Broadway y su multicolor representación del mundo marino, pero la versión de Andersen, con todo y su crudeza puede ser muchísimo más hermosa y moderna, y es una lástima que no se le conozca más.

A diferencia de la película, el cuento original no se centra en la infatuación que la sirenita siente por el príncipe, sino que narra el crecimiento personal y la madurez que ésta alcanza mientras se esfuerza y sufre para obtener un alma inmortal en lugar de convertirse en espuma de mar, como hacen todas las sirenas cuando mueren. Para lograr obtener a su crush y por lo tanto, vivir en la superficie, primero baja a pedir la ayuda de la bruja malvada en el fondo del océano, un acto ingenuo e inmaduro, e incluso egoísta porque abandona sin miramientos a su familia. La bruja del mar le corta la lengua, cada paso que da como humana se siente cual cuchillos en los pies y su voz nunca volverá, pero su deseo la mantiene en pie. Al ver su plan fallido, la única solución para evitar la muerte es asesinar al príncipe, que además se enamoró de otra. Pero la sirenita finalmente descubre su propia bondad y son sus actos desinteresados los que cumplen el requisito necesario para construir un puente a su alma del mar al cielo y hacia la inmortalidad. Claro que en la versión de Disney el viaje de Ariel tiene lugar en un período de tiempo mucho más corto (tres días le da Úrsula, vaya aprieto); por lo tanto, su falta de sufrimiento real y, a su vez, crecimiento y madurez, no están presente.

Hablemos también del príncipe, que en la historia que nos presenta Disney no parece preocuparse por la personalidad de Ariel, sino que se enamora de su belleza física. Vamos, no se trata de amor sino puro deseo, algo distinto en Andersen que muestra cómo a través de la convivencia el príncipe aprecia a la sirenita por cómo es, aunque termina eligiendo a otra. Lo que hace Disney (sin querer, ¿o no?) es idealizar un tipo de relaciones francamente degradantes tanto para hombres como para mujeres, sugiriendo que ellos son impulsados únicamente por las apariencias físicas y ellas, por el matrimonio con el esposo ideal.

Al final, ambas historias concluyen felizmente, pero la definición de felicidad se expresa de manera muy distinta. Disney parece dar el mensaje de que las niñas pueden obtener una identidad independiente de sus padres al volverse dependientes de otra persona, mientras que Andersen concluye su historia con la sirenita ganando un alma sin depender del príncipe para ello, es decir, habla de la incapacidad del príncipe para valorar a la sirenita y salvarla de sus propios actos porque es algo que sólo ella puede aprender. Aquí se le transmite a los pequeños —y de forma muy importante a las niñas— que es importante valorarse a una misma, o hasta a los padres y hermanos, antes que a un hombre que no puede dar todo lo que una mujer necesita, como un alma eterna.