Por: Mariana Casasola

El cine de Scorsese

El cine es una enfermedad, dijo Frank Capra. Cuando te infecta la sangre, se convierte en la hormona más importante; domina la psique. Y, al igual que con la heroína, el antídoto contra el cine es más cine. Si esta es de las citas favoritas de Martin Scorsese —que incluso menciona para comenzar uno de sus más famosos documentales— es porque él sabe, y reconoce abiertamente, que desde niño ha padecido fervientemente dicha enfermedad. De pequeño, siempre enfermizo, no podía salir a jugar ni hacer deportes, así que su familia lo llevaba al cine o él pasaba el tiempo encerrado en casa viendo cine de Akira Kurosawa dobladas en inglés en la televisión. Si no estaba viendo películas por cable, se encontraba alquilando una tras otra en el videoclub de su vecindario, o tomando religiosamente de la biblioteca pública su libro favorito, Una historia pictórica de las películas, de Deems Taylor.

Así empezaba la profunda pasión de Martin Scorsese por el cine, que lo ha llevado a convertirse en uno de los mayores promotores de la valoración, recuperación y conservación de obras fílmicas de cientos de autores y, claro, uno de los cineastas más influyentes. Pero ese niño encerrado con sus películas no creció para hacer un cine aislado del mundo. Al contrario, en su obra cada cinta está totalmente influenciada por su entorno específico, ya sean los barrios más violentos de Nueva York, Hollywood o el Tíbet. Sus filmes se muestran auténticos, cercanos, incluso cuando los protagonizan monstruosos delincuentes.

De toda la ola de cineastas que redefinió el cine estadounidense en los 70, entre ellos Francis Ford Coppola, George Lucas, Brian De Palma y Steven Spielberg, Scorsese fue sin duda el más desafiante. También es el que continúa vigente y sigue entregando películas profundamente personales, reflejos de sus grandes obsesiones: los dilemas entre la fe, la espiritualidad y la religión; las hondas raíces de la violencia y el crimen; la importancia de la familia; o la banalidad que encuentra en la sociedad.

En torno al cumpleaños 76 de este cineasta incansable (17 de noviembre), y al próximo estreno de su más reciente película, El Irlandés (27 de noviembre), nos propusimos recordar esas obsesiones que laten en cada película de Martin Scorsese, pues se tiende a relacionarlo únicamente con el cine sobre mafiosos y, aunque sin duda él es una autoridad en dramas criminales, su filmografía es mucho más amplia, profunda y emocionante.


Image
Entre Italia, la familia y el crimen

A pesar de haber nacido en Queens, Scorsese pasó su infancia en el barrio de Manhattan llamado La Pequeña Italia, donde forjó un fuerte vínculo con su propia herencia (sus abuelos fueron migrantes sicilianos), una rica cultura centrada en la familia, la comida, la religión y, claro, en los marcados roles de clase y género. Con este bagaje, cargó su cuarto largometraje, quizá el más autobiográfico de su carrera. Calles Salvajes (Mean streets, 1973) es la historia de un par de vándalos de poca monta buscando ascender en las filas de la mafia local. Esta película resultó un claro reflejo de todo aquello que observó de niño en su vecindario italoamericano, donde mostró de lleno por primera vez ese interés por el vaivén entre el catolicismo, la violencia y la culpa, temas que han llegado a caracterizar su filmografía. Además de verter aquí sus influencias del neorrealismo —siempre ha admirado enormemente sobre todo a Rossellini y a De Sica—, Calles Salvajes también resalta por ser la primera colaboración con Robert De Niro, quien se convertiría en el mejor actor de su generación en gran parte gracias a sus trabajos bajo la dirección de Scorsese.



Image
También tiene su lado femenino

Como mencionamos antes, el cine de Scorsese no se reduce sólo a mafiosos, barrios salvajes y capos decadentes. Quizá en menor medida, pero sin duda también cuenta con cintas donde el énfasis no está en la violencia explícita sino en temas muy distintos como la música, otra de sus grandes pasiones (New York, New York, 1977); o la comedia negra, por supuesto (El rey de la comedia, 1982 o Después de la hora, 1985); El ejemplo más sorprendente que resaltaremos es Alice ya no vive aquí (Alice Doesn't Live Here Anymore, 1974), una anomalía entre una filmografía donde abundan historias protagonizadas por hombres. Aquí la trama se centra en una mujer que, recién enviuda, se lanza en un viaje con su pequeño hijo, decidida a tener una carrera como cantante. Su travesía muestra el efecto que la masculinidad más manipuladora y destructiva tiene sobre las mujeres y de paso muestra quizá al personaje femenino más completo en la carrera de Scorsese. Para muestra, cabe mencionar que Ellen Burstyn, la actriz que da vida a Alice, se llevó el Oscar por Mejor Actriz.


Image
La cuestión de la fe

Para Scorsese, que creció en una familia profundamente católica —de hecho, él mismo persiguió y luego abandonó una carrera en el sacerdocio—, la religión, la espiritualidad y la fe han sido obsesiones que han permeado claramente la mayor parte de su cine. Desde películas como la muy polémica La última tentación de Cristo (1988), hasta su inquietante biografía del Dalai Lama, Kundun (1997), este director neoyorkino se encuentra constantemente cuestionando su propia fe. Pero la que parece ser la cumbre de estas exploraciones es Silencio (Silence, 2016), la historia de dos jesuitas del Portugal del Siglo XVII (Andrew Garfield y Adam Driver) que emprenden un largo y agotador viaje a Japón en un intento por localizar a su mentor, de quien se rumorea que cometió apostasía. Esta película, basada en una novela de Shūsaku Endō, que se basa en incidentes reales, fue un proyecto muy anhelado por Scorsese durante décadas, quizá porque le serviría para cuestionar el significado de las creencias y si estas pueden dañar más que beneficiar. Curiosamente, el filme permanece ambiguo hasta el final pues busca plantear cuestiones más que respuestas.


Image
El documentalista

Además de su vasto trabajo en cine de ficción, Scorsese cuenta con un formidable número de impecables e importantes documentales que sobre todo le han dejado dar rienda suelta a su amor por la música (tiene grandes trabajos sobre George Harrison, The Rolling Stones y Bob Dylan, por ejemplo) y, sobre todo, la preservación del cine. De estos últimos, uno de los más hermosos documentales es Mi viaje a Italia (My voyage to Italy, 1999) en el que se desvive por abundar en su amor por los neorrealistas italianos que tanto han influenciado su trabajo. Sobra decir que casi medio documental gira en torno a Roberto Rossellini, pero también encontramos sus piezas favoritas en las filmografías de otros grandes italianos, contemporáneos y aprendices de éste: Vittorio de Sica, Luchino Visconti, Michelangelo Antonioni y Federico Fellini.


Image
La violencia latente

Por último, tiene una categoría aparte la que es considerada por muchos la película más bella de Martin Scorsese, La edad de la inocencia (The age of innocence, 1993), posiblemente porque su famosa atención al detalle nunca se había visto tan exuberante y lujosa como en esta adaptación de una novela de Edith Wharton en la que se narra la historia de un joven abogado de la alta sociedad neoyorquina del siglo XIX comprometido con la niña bien más perfecta y admirada de Nueva York (Winona Ryder). Y todo va conforme al plan para Newland Archer (un perfectamente contenido Daniel Day-Lewis) hasta que la prima de su prometida (Michelle Pfeiffer) llega escandalosamente recién divorciada desde Europa a cimbrar todas sus nociones sobre la vida y la sociedad en la que vive. Hasta aquí, este triángulo amoroso de época parece ser todo menos una película de Scorsese tan asiduo a las ráfagas de balas y las intrigas criminales, luego se hace evidente que la pasión disfrazada y reprimida, como en el caso del devastado Newland, puede ser tan o más violenta como la sangre que brota de los ojos de Jake LaMotta.