“Si, después que yo muera, se quisiera escribir mi biografía,
nada sería más simple.
Exactamente poseo dos fechas —la de mi nacimiento y la de muerte.
Entre una y otra todos los días me
pertenecen”.
Pessoa es la palabra en portugués para persona. Ambas vienen del latín persōna que significa máscara de actor, personaje teatral, personalidad y, también, lo que entendemos sin más por persona. Llevar en el nombre la indeterminación de ser cualquier individuo de la especie humana y además, no elegir una sola máscara ni ser un solo personaje o una sola personalidad, sino ser todos los actores de una tragedia y ser también el teatro donde se monta el drama. Eso hizo Fernando Pessoa, el más grande poeta de Portugal y el más insólito de la literatura universal.
Ese Pessoa nació en 1888, su padre era crítico de música en una revista y su madre una mujer ilustrada y políglota. Fernando perdió a su padre cuando tenía 5 años y un año más tarde su madre se casó con el canciller de Portugal en Sudáfrica, entonces se mudaron a Durban y allí recibió una educación inglesa, durante esos años la lengua de Shakespeare fue su casa. En su juventud fue rechazada la beca que solicitó para estudiar en Inglaterra ‒él soñaba con llegar a Oxford o Cambridge‒ y regresó con su familia a Portugal. En la península ibérica tentó realizar estudios de letras, pero los abandonó y se desempeñó como traductor de cartas comerciales, su oficio definitivo.
Pese a su vida de oficinista, el lisboeta era un dandi en toda la extensión de la palabra: frecuentaba los cafés y participaba de las tertulias literarias e intelectuales de la época, era un asiduo visitante de los bares, hombre entregado al vicio del tabaco y el aguardiente, gastaba lo suyo y lo que pedía prestado en las mejores sastrerías de la ciudad; con estampa impecable recorría anónimo las calles este hombre póstumo, él que era una antología, una biblioteca entera, apenas publicó un puñado de textos en vida y su genio fue reconocido poco después de su muerte. A propósito de su aniversario luctuoso, el 30 de noviembre, dedicamos este Librero al enigmático y paradójico Fernando Pessoa, el trágico moderno.
El solitario Pessoa era un nómada urbano, vivió en más de 20 sitios ‒en casas o cuartos, con amigos, familiares o solo‒, no poseía más que su atavío y un baúl en el que guardaba su mayor tesoro, el cual al final sumó más de 25 mil hojas manuscritas y mecanografiadas. Soñaba Pessoa con convertirse en el mejor escritor portugués de todos los tiempos y en vida apenas publicó algunos escritos: un ensayo sobre la nueva poesía portuguesa en la revista El Águila en 1912, algunos poemas en los primeros números de la revista Orpheu (1915), de la que además fue director; y la utopía Mensaje, libro en el que expuso su teoría del quinto imperio, el último gran imperio de la historia de la humanidad, que para él debía ser Portugal, un imperio espiritual en el que cada hombre podría desarrollar todas las potencialidades que alberga en sí mismo.
El fenómeno único de la literatura universal, fundador de la lengua portuguesa moderna, creador de las corrientes literarias paulismo, interseccionismo y sensacionismo, Fernando Pessoa fue reconocido de forma póstuma ‒uno que casi fue su contemporáneo ya había sentenciado que hay hombres que nacen póstumos‒. Pessoa escribió sobre la tragedia de la existencia, la incertidumbre de la vida, la muerte, los sueños, las ilusiones y las desilusiones, pero para escribir sobre esto se escindió y cedió la palabra a los otros que lo habitaban, sus heterónimos. Del caos de folios o, mejor dicho, de ese complejo y basto universo apenas se han editado y publicado algunos poemas, ensayos, cuentos y cartas, suficientes para hacerse una idea de la trascendencia de su obra, con lo que ya se ha ganado la posteridad.
Heteronomía. La palabra tiene un precedente en Aristóteles, con la famosa frase de su Metafísica: “el ser se dice de muchas maneras”. Y luego está lo que hizo Pessoa. Los heterónimos no son sinónimos ni simples sobrenombres, son personajes y también personas, poseen una biografía propia, una historia tan singular como idearios y estilos, detrás de cada nombre hay una personalidad, un gesto, un carácter, una identidad; todos poetas, se cuentan 136 heterónimos emergidos del genio lisboeta, son ellos su gran obra poética, fragmentos de caos reordenados en un ejercicio de autopoiesis y diferenciación.
El primero de ellos, Chevalier de Pas ‒Caballero de Nada o de la Nada‒, apareció cuando Pessoa tenía 6 años y algunos años después, en su juventud, surgió Alexander Search, un escritor inglés con quien mantenía correspondencia en el idioma sajón. Pero el gran acontecimiento tuvo lugar la noche del 8 de marzo de 1914, a sus 25 años, Pessoa concibió en sí mismo a su maestro, Alberto Caeiro, y poseso por él escribió todos sus poemas. Caeiro es un poeta espiritual, ligado al clasicismo, un pagano cantor de la naturaleza, un guardador de rebaños: Soy el Descubridor de la Naturaleza, / El Argonauta de las sensaciones verdaderas. / Al Universo traigo un nuevo Universo, / Pues le traigo su propio Universo. Caeiro es también el maestro de los demás heterónimos, tras él aparecen Ricardo Reis, médico, monárquico, exiliado en Brasil, practicante del estoicismo y el epicureísmo, un pagano neoclásico admirador de Horacio: En nosotros, innúmeros, / viven; si pienso o siento / no sé quién piensa o siente. / Soy tan sólo el lugar / donde se siente o piensa. / Tengo más almas que una, / hay más yos que yo mismo; y Álvaro de Campos, anarquista y homosexual, ingeniero naval, futurista, decadentista y nihilista: No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Había entre ellos, los heterónimos y Pessoa mismo, una gran tertulia; todos ellos son poetas mayores de la lengua portuguesa y yacen en la misma tumba, en la Catedral de los Jerónimos, a donde los restos de Fernando Pessoa fueron trasladados en 1985.
“Yo nunca hice otra cosa que soñar. Ha sido ése, y sólo ése, el sentido de mi vida. Nunca tuve una verdadera preocupación salvo mi vida interior”.
Este libro fragmentario comenzó a escribirse en 1913, es un diario, un cuaderno de apuntes, una bitácora de viajes; este libro sin género es a la vez una autobiografía y un tratado de poética y filosofía, en él se condensa la pugna íntima de Pessoa entre la poesía y la filosofía, entre la voluntad de verdad y la voluntad de ilusión. Primero se lo atribuyó a Antonio Mora, pero es la obra definitiva de Bernardo Soares, un semiheterónimo, auxiliar contable, mortal, apesadumbrado, mortalmente apesadumbrado; Soares es un Pessoa íntimo, más apegado a su propia vida que fue ante todo introspección. Este par se conoció en alguna fonda de barrio, como el mismo Fernando asienta en el prólogo a este libro al que dedicó-dedicaron toda su vida, la vida.
Curioso es constatar que Fernando Pessoa estuvo cerca del esoterismo y la masonería, que incluso hizo de astrólogo ‒además de la suya propia, hizo las cartas astrales de los heterónimos‒; a estas supercherías hay que sumar la del amor. Se sabe sólo de una mujer amada, Ofelia Queiroz; se conocieron en alguna oficina donde ambos trabajaban, él tenía 31 y ella 19; estuvieron juntos 8 meses y retomaron su noviazgo 9 años más tarde, luego de que Pessoa le enviara una foto con la leyenda “En flagrante delitro” en la que aparece bebiendo una copa, pero se separaron a los 4 meses: así como Hamlet, Pessoa tuvo que dejar a su Ofelia por mor de su destino, el arte. Las cartas de amor que le escribió a Ofelia fueron definidas como ridículas por Álvaro de Campos, pero:
Todas las cartas de amor son
ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
ridículas.
También escribí en mi tiempo cartas de amor,
como las demás,
ridículas.
Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
ridículas.
Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor
sí que son
ridículas.