En su texto Adiós a la filosofía, el filósofo rumano Emil Cioran denuncia que los filósofos en sus sistemas sólo han ofrecido palabras vacías para responder a las grandes cuestiones sobre el hombre y la vida; que entre tanta abstracción no se encuentra nada humano, nada que hable del dolor y de los inconvenientes de la existencia. Ésta es la razón por la que Cioran dice adiós a la filosofía, a un modo de hacer filosofía, ya que él mismo representa otro modo de ejercerla.
La filosofía, desde que se dio ese nombre, se ha caracterizado por plantear cuestiones del tipo: ¿Qué hace ser a las cosas lo que son? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué es el hombre? ¿Qué es la felicidad? ¿Y el amor? ¿Y la belleza? ¿Y el bien y la justicia? Pero no sólo se ha tratado de hacer preguntas, la filosofía busca dar con la mejor respuesta, la más lógica u objetiva o veraz. Y en aras de dar con la mejor respuesta, la filosofía ha hecho de la abstracción su operación predilecta; resultado de esa abstracción son los grandes conceptos de la filosofía: Ideas, primer motor, el uno, potencia, razón, conocimiento, hombre, sujeto, trascendente, trascendental, espíritu absoluto, lucha de clases, fenomenología... el asunto con estas abstracciones es que no se refieren inmediatamente a eso que llamamos mundo y realidad, a nuestra cotidianidad, están lejos de significarle algo a la gente de a pie. Esto es motivo de orgullo para algunos filósofos, para otros, como Cioran, es motivo de rechazo y muestra de que algo no anda bien.
Hacia finales del siglo XIX, un hombre terrible bajó de su retiro en las montañas y gritó al mundo: Dios ha muerto. Cierto que el blanco de esta afirmación es, de alguna forma, el dios de la cristiandad, ya que el catolicismo se hizo del mundo de la mano del hombre occidental y su moral y forma de ver el mundo permean aún entre los que heredamos la llamada cultura occidental. Pero la afirmación no señalaba la muerte de ese dios tan solo, sino de cualquier otro dios y de cualquier otra tentativa por señalar una causa y origen de absolutamente todo cuanto hay. Y con esta afirmación inició la caída de otros mitos: el sujeto, la conciencia, el amor, la división de clases, la superioridad del hombre y el hombre mismo.
Una de las filosofías que emergió luego de la muerte de dios, en medio de una época turbulenta en la que como nunca se llevó hasta sus últimas consecuencias la afirmación de que el hombre es el lobo del hombre, fue el existencialismo. Su máximo exponente, Jean-Paul Sartre, señalaba que el hombre es una pasión inútil, que en sí misma su vida carecía de sentido y de propósito, que no hay un artífice del hombre, que se debe al caos y al azar; la náusea y el vértigo hacen presa del hombre que se sabe absurdo, sin otro propósito que el que se ponga a sí mismo, condenado a ser libre, a hacer algo de sí mismo, este hombre absurdo sólo tiene su libertad.
Se podría pensar que, llegados a este punto, no habría mucho más que decir, la existencia del hombre es absurda, no obstante, puede empuñar su libertad, quizá lo siguiente era actuar. Sartre, que en vida gozó del título del más grande e influyente pensador del momento, adoptó la línea marxista; hacia la década de los 60, Francia, su patria, estaba convulsa y la juventud lanzaba vivas a Mao mientras protestaba por los crímenes en Vietnam; y él, su filósofo, continuaba los argumentos en favor de la revolución del proletariado, de que la historia es resultado de la lucha de clases y que la clase oprimida por la burguesía debería tomar conciencia para tomar después el mundo e instaurar un modelo político y económico más justo. Y lo hizo en papel, en la academia y desde las calles.
En 1966 se publicó Las palabras y las cosas, la obra del filósofo que tomaría el lugar de Sartre: Michel Foucault. Se decía allí que el hombre es, como tantos otros conceptos y como todas las palabras, una invención, la invención de la época moderna; que la historia no es la historia del hombre, sino que a lo largo de los siglos se han sucedido distintas formas de entender el mundo y de entender lo que somos, que esas formas de comprender son caducas y han sido remplazadas por otras, que la hegemonía de una forma de pensar se instaura gracias a la hegemonía del poder político. De modo que el hombre, sea comprendido desde el marxismo o desde el existencialismo, es una noción, un término que, como tantos otros, está destinado a desaparecer.
Por estas atrevidas afirmaciones, Foucault se ganó críticas y desacuerdos entre los intelectuales de la época, entre los más notables, se hallaba Sartre. No tanto por orgullo como por coherencia fue imposible para este par hacer las paces: sus ideas representan dos formas distintas de comprender el mundo. No obstante, ambos coincidieron en las calles de París durante las manifestaciones del 68 y posteriores, fuera porque “no se trata de comprender el mundo sino de transformarlo” o porque “en la medida en que comprendamos el modo como funcionan las estructuras del sistema en el que vivimos las podremos horadar, sabotear”, ambos estaban de acuerdo en que algo había que hacer con el mundo.
Cioran podría aún lanzar esta afirmación: “La originalidad de los filósofos se reduce a inventar términos. Como no hay más que tres o cuatro actitudes ante el mundo -y poco más o menos otras tantas maneras de morir- los matices que las diversifican y las multiplican sólo dependen de la elección de vocablos”. Y es que, al parecer, no podemos salir del lenguaje, son siempre palabras lo que está en juego. Y nuestras vidas continúan siendo como rostros dibujados en la arena que el mar borra.