El Librero

El ser humano es el único animal que celebra. La belleza de las fiestas

Rebeca Avila
Gaceta Nº 248 - 1 de diciembre, 2025


Guateque, jolgorio, juerga, verbena, carnaval, pachanga, rumba, parranda, cotorreo, teteo, chonguenga, jangueo… y otras expresiones que se escapan a quien escribe, forman parte del argot hispanohablante para referirnos al acto de congregarnos a celebrar bajo cualquier pretexto. El que sea es bueno y más que válido. La fiesta, ese rito de comunión que nos hace partícipes activos y figurados de un todo, es identidad colectiva, somos las fiestas a las que vamos, eso afirma la investigadora y profesora en Literatura española, Carmen Morán, en La belleza de las fiestas, un libro engañoso en tamaño que está lleno de todo aquello que nos da respuesta poética al origen de las fiestas y por qué nos encantan tanto o son, al menos, parte inherente de nuestra estructura cultural y, por ende, social.

Que esto no lo intimide, este título no va por vía académica ni está lleno de construcciones rebuscadas. Es más bien un breve recuento del andar humano por las fiestas y pone precisamente sobre la mesa el hecho de que el ser humano es el único animal que celebra, que tiene el afán y necesidad imperiosa aparente de romper con la rutina y crear un momento caótico y controlado al mismo tiempo.

Morán hace, por ejemplo, mención de los distintos tipos de fiesta. En general, dice, las fiestas son rituales, porque muchas de ellas han sido creadas para festejar eventos religiosos. De ahí que las fiestas tengan una estructura. Están las fiestas que nos recuerdan que los ciclos también se celebran, hecho que ya se realizaba desde los anales de las civilizaciones para marcar los períodos de siembra, cosecha, solsticios, equinoccios. Luego la triada judeocristiana hizo lo suyo y nos moldeó hacia fiestas de cuaresma, las de Navidad, qué no decir de las de Año Nuevo.

Pero también celebramos cumpleaños, bodas, el paso de la niñez a la juventud, incluso los funerales y la muerte han sido y siguen siendo motivo de celebración. Por supuesto, también hacemos fiestas solo porque sí y son estas las que quizá suelen ser las más memorables de todas. Al menos a las que cada uno suele asistir.

Paréntesis porque, insisto, esto no va de aburrirse. Las páginas de este libro están llenas de referencias artísticas, históricas, políticas, literarias, de cultura pop y de una dosis gratamente entusiasta de mucho cine. Por ahí se cuelan las icónicas fiestas escolares que nos ha regalado Hollywood, como en Vaselina o Carrie. También está presente La dolce vita de Fellini, Ojos bien cerrados de Kubrick, o Saltburn de Emerald Fennell, que nos recuerdan ese dejarse llevar propio de las fiestas. Hasta figuran las sagas ya míticas como El señor de los anillos o Indiana Jones.



Todo este entendido de que la fiesta es el caos primigenio bajo control se complementa con una selección de ocho fiestas que engloban los aspectos clave contados en la primera parte del libro, en las que el ciclo de suspender la normalidad para dar rienda suelta a nuestra parte más bestial (en medida de nuestros parámetros culturales) y regresar nuevamente a la normalidad, se vuelve más interesante al leerlo en breves narraciones a modo de chisme, ese boca en boca es parte esencial para que una fiesta se vuelva inmortal.

¿Por qué 8?, bueno, ¿Por qué no 7 o 9? Así, la autora mezcla un poco de personajes ficticios, con obras y sus autores, con hechos históricos. Por ejemplo, los banquetes casi grotescos de Trimalción, personaje que representa la decadencia moral del Imperio Romano. Por supuesto, también se habla de los saraos de la realeza española, en específico de los realizados por el nacimiento de Felipe IV; o cómo el arribismo de un francés venido a menos provocó al mismo tiempo su propia desgracia y también la inspiración para crear Versalles. Las fiestas de la nobleza parecen ser pieza angular en esta perspectiva.

Pero también viene otra clase de realeza, la de las personas que son rey o reina indiscutible de cualquier fiesta que hacen o a la que asisten, porque gran parte de sus biografías estarían determinadas por el desenfreno de la juerga eterna. Por ejemplo, los Fitzgerald y los gloriosos años 20, que tiene su máximo desarrollo literario en El gran Gatsby, donde, como sabemos, la fiesta es la orden del día. Otro indiscutible rey de la mascarada fue Andy Warhol, que se paseó por cada club y piso que pueda llamarse digno epicentro de una fiesta a la que asistiría el artista pop. Si la frase busca un trabajo que ames y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida incluyera la fiesta como un trabajo, ese sería el de Warhol.

Como nota, el ensayo que resulta La belleza de las fiestas es un breve y hermoso recuento de cómo hemos construido la historia con h minúscula a partir de la fiesta, pero este resumen hemos de decir que es sesgado, las historias y referentes que con picardía nos hablan de esta ensoñación vívida que son las fiestas, se mueven entre lo que solemos mal llamar occidentalismo, y más propiamente entre el eurocentrismo y el gringocentrismo. ¿Está mal?, no. La autora, con toda honestidad, no pretende abarcar el globo y la historia entera. Quizá se extrañen otro tipo de culturas, historias y el potencial de datos jocosos, pero con toda seguridad, le digo que pasará un grato rato cotilleando, como dicen en la tierra de Morán, sobre algunas fiestas a las que nos había gustado asistir, aunque sea por mirones.


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