Con-Ciencia

Busco algo que me saque este mareo, busco calor en esa imagen de video, ¡y no encuentro nada, nada personal!

Por: Arody Rangel
Gaceta Nº 202 - 2 de enero, 2024


Adiós 2023 que nos diste tanto (o casi nada), bienvenido 2024 (ojalá tu apaleada esté menos recia) … Además de nuestros mensajes de gratitud hacia esas entidades abstractas del “año viejo” y “año nuevo”, aprovechamos este momento del calendario para hacernos o rehacernos propósitos para nuestras vidas, los objetivos son cosa de cada quien, pero lo cierto es que al decretarlos creemos que nuestras existencias serán ¿más felices?, ¿plenas?, ¿llevaderas? Ya sé que a nadie le gustan las personas aguafiestas, pero quiero invitarles a preguntarse ¿qué sentido hay en todo esto? Porque alguno ha de haber.

Una veloz googleada sobre “el origen de los propósitos de Año nuevo” da como resultado un montón de notas de diarios y portales que datan el inicio de esta costumbre en la Antigua Babilonia, hace más de 4 mil años, con la reserva de que, por entonces, el año iniciaba con la temporada de cosechas, por ahí de marzo en nuestro calendario actual, y que “los propósitos” eran en realidad promesas hechas a los dioses de “ser mejores” ante sus ojos y para obtener sus favores. Una segunda googleada al nombre de esta festividad, la Akitu o Zagmuk, nos verifica los datos, con el añadido de que en ese “Año nuevo” babilonio la mentada ceremonia era un asunto de las clases sacerdotal y monárquica… ¿En qué momento de la historia el resto de las y los mortales comenzamos a hacernos propósitos de Año nuevo?

Todo tiene una historia, hasta esto de los propósitos de Año nuevo, por baladí que parezca. Sé que para muchas y muchos todos los propósitos y buenos deseos que afloran en nuestros corazones la víspera del 1 de enero se van al traste antes de que acabe ese primer mes, quizá por esta razón resulte chocante que alguien (yo) se ponga quisquillosa con algo que todas y todos sabemos que es tan serio como el “este año sí” con el que sellamos, año con año, nuestros decretos. Pero, si en algo les alivia, no se crean que la historia es muy larga, a pesar de que el Año Nuevo se celebra el 1 de enero desde tiempos del Imperio romano, nuestros propósitos y deseos para recomenzar, que giran alrededor de lo que se llama “superación personal”, llevan la marca registrada de nuestros tiempos.

Vida fit, ahorrar, viajar, o bien, cambiar de look, de casa, de transporte, de trabajo, de amistades, de pareja y un largo etcétera con el que creemos llegaremos a ser mejores personas; todas estas cosas están enmarcadas en la lógica de consumo de nuestros días. Queremos, deseamos todas estas cosas porque se nos ha dicho que eso es lo que y así es como debemos desear. Lo que está en juego es el placer, pulso vital que nos gobierna a todas y todos, somos seres deseantes y en la consecución de nuestros deseos se nos va lo que llamamos felicidad. El asunto aquí es que lo que deseamos, estereotipos e ideales, es lo que se nos presenta mediáticamente, la publicidad apela, sin importar lo que trate de vendernos, a nuestra excitación y por esta razón se la puede calificar de pornográfica: de las maneras más obscenas pone delante de nosotras y nosotros los objetos que debemos anhelar.

¿Que me excedo con la palabra? Ya sé que, cuando nos conviene, apelamos a la literalidad, pero pensemos en la diferencia que hay entre una cinta de sexo explícito y cualquier comercial, serie, película, videoclip en el que aparezca una mujer: ¿cómo se nos presenta?, ¿cuáles son sus características físicas?, ¿tiene algún atributo intelectual? Ese estereotipo que se impone a partes iguales en lo que creemos un inocente producto de la industria cultural y la mercadotecnia sólo difiere del que está en la pornografía en lo explícito del acto de consumirlo. Porque de eso se trata, de consumir eso y de esa manera, y aplica para lo que sea: desde un libro hasta una hamburguesa. Andamos por ahí creyendo que elegimos cuando en realidad no hacemos más que ajustarnos al mandato del régimen pornográfico. Y no, no me lo saqué de la manga, el planteamiento es filosófico y se lo debemos al filósofe español Paul B. Preciado.

Para elle, este régimen en el que vivimos, además de pornográfico es farmacológico. Y de nuevo, ya sé que me van a decir que no, que no andamos todos medicados, pero los invito de nuevo a salir de su literalidad moralina. No hay droga más dura que el azúcar que consumimos en cualquiera de sus presentaciones y su efecto en nuestros cuerpos es comparable al de cualquier droga de farmacia o del mercado ilícito: aliviar, anestesiar o extasiar. ¿Para qué? Para sobrellevar este mundo que nos agota y del que estamos tan cansados, pero del que no podemos escapar. Gracias a un montón de fármacos, en el sentido más amplio del término, logramos ser productivos y también disociarnos de vez en cuando. Pero no nos engañemos: desde el café de la mañana hasta las chelas del finde, todo eso está al servicio de un régimen que demanda nuestra productividad y consumo.

Pienso que llegados a este punto no vamos a creer que hay algo personal en todo esto: ¡nada especial! Nada que podamos llamar genuinamente nuestro se juega en este régimen farmacopornográfico, salvo el deseo, que es de lo que se vale para sujetarnos a su lógica de consumo. Lo encarnamos, lo llevamos a flor de piel y así conducimos nuestras vidas, pero paradójicamente, no nos pertenecemos. Para pensar, amistades, ¿al servicio de qué está sujeto nuestro deseo? ¿Es nuestro el placer?


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