Arturo Ripstein supo siempre que el sentido de su vida se encontraba en el cine. Hijo de uno de los productores cinematográficos más prominentes de la llamada Época de oro del cine mexicano, nació y se crio literalmente en estudios de cine, observando las producciones, aprendiendo desde una edad muy temprana del caótico ajetreo que es hacer una película y, sobre todo, relacionándose con los cineastas más importantes de la industria nacional.
Entre esos grandes realizadores, sus mentores, en un lugar especialmente importante estuvo Luis Buñuel, tanto así que se mantiene el mito obstinado de que Ripstein fue alumno y asistente del surrealista español en una o varias filmaciones, algo que el director mexicano ha desmentido hasta el cansancio. Sin embargo, nadie puede negar que Buñuel se convirtió en un modelo intelectual y espiritual para las tempranas aspiraciones de Ripstein de convertirse en cineasta, y que éste, desde sus primeras películas juveniles, abrazó audazmente una cierta iconoclastia buñueliana, así como ese irreverente humor negro que sigue siendo firma importante de sus películas.
Es sorprendente que, partiendo de semejantes privilegios y facilidades, desde sus precoces inicios Ripstein se haya dedicado a realizar un cine a partir del rencor, como él mismo asegura, añadiendo que invariablemente ha filmado por odio, por revancha, por vengarse nada menos que de la realidad, que es espantosa; y ha filmado, especialmente, su visión de México como tierra de violencia. De ahí que el universo fílmico de Ripstein se encuentre permanentemente inquieto, afligido y poblado de personajes al borde del abismo al que están destinados a caer. Pero su cine no trata de ser documental, y a pesar de hundir sus raíces en la tragedia popular y las atmósferas del melodrama, es también una mezcla a partes iguales tanto de brutalidad como de belleza, violencia y compasión, tristeza e ironía.
Porque, aunque parezca lo contrario, el cine de Ripstein no es el de un inquebrantable pesimista. Claro que él se negará siempre a sentimentalizar las historias y sus patéticos protagonistas, pero no por ello pierde su humanismo y profunda melancolía, cualidades que forman la dimensión totalmente personal de su cine. Cualidades que son también las que conservan a Arturo Ripstein, incluso después de más de 50 años de trabajo, como un director activo y tenaz. Estas son además las características que lo convierten en el puente crucial entre dos generaciones opuestas del cine mexicano: los míticos directores de la era de los grandes estudios y la nueva generación de cineastas que vemos ganar tantos premios internacionales, como Reygadas, Pereda o Escalante.
En este Top #CineSinCortes presentamos una pequeña muestra de este cineasta que permanece vital y continúa sacudiendo sin remordimientos a nuestro cine con sus visiones devastadoras, contra el prejuicio y la miopía profundamente arraigados en la cultura y la historia mexicanas.
Con esta película, que es su debut como director, Ripstein, de apenas 21 años, le dio un giro brillante a su propia condición tanto de junior de la industria como de cineasta primerizo. Fue su propio padre, el prestigioso Alfredo Ripstein, quien le produjo a Arturo su primera película con la condición de que fuera un western, porque las historias de vaqueros eran las que más vendían entonces; y fue el privilegiado círculo intelectual con el que se codeaba el que le ayudó a consolidar el guion, nada menos que Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes para esta película. Con semejantes ingredientes Tiempo de morir (1966) pudo haber sido un ejercicio preciso de la fórmula western o un melodrama romántico más. En cambio, lo que Ripstein mostró aquí fueron sus primeros acercamientos a un elemento formal fundamental en su trabajo: el plano secuencia, con el que recorre a detalle sus desolados escenarios; y su inclinación permanente por las historias sobre el odio irracional, el amor dividido, así como los personajes condenados en su propia tragedia: Tiempo de morir cuenta la llegada de Juan Sáyago, quien ha regresado a su tierra después de estar preso 18 años por haber asesinado a Raúl Trueba. Con su retorno busca reencontrar su honor y a su gran amor, Mariana Sampedro. Pero los hijos de Trueba, que desde niños han anhelado vengarse, buscan impedir a Sáyago recuperar su vida.
De nuevo abrevando del más alto círculo intelectual mexicano, (Octavio Paz fue quien le dio a Ripstein el título de esta película, tomado de un ensayo seminal sobre Marcel Duchamp; y José Emilio Pacheco colabora en la escritura del argumento, basado en hechos reales) Ripstein logró este delirante y claustrofóbico relato, una de sus películas más premiadas y reconocidas por la crítica nacional e internacional. Esta cinta es protagonizada por un actor preferido de Buñuel, Claudio Brook, como un padre que encarcela a su esposa e hijos en su casona en ruinas durante dieciocho años, convenciéndolos, y a él mismo, de que el mundo exterior es corrupto, inmoral y peligroso. Los días pasan, mientras la familia vive su cautiverio fabricando un raticida en polvo que sólo el padre sale a vender a las tiendas del barrio. A medida que el encarcelamiento incuestionable se ve sometido a una tensión cada vez mayor (los hijos han crecido, viven un despertar sexual y de conciencia), mientras que la voluntad del padre nunca flaquea, El castillo de la pureza comienza a inspirar varias lecturas, todas escalofriantes, desde la podredumbre del orden patriarcal en la sociedad, hasta una crítica a los métodos del Estado o la explotación en el Tercer mundo.
La siguiente década consolidó a Ripstein en temática y técnica, entre proyectos menores de encargo (colaboró con el gobierno federal en diversos documentales educativos, por ejemplo) y varias de sus obras más logradas. Pero en 1975, con la realización de El imperio de la fortuna, una nueva adaptación del relato de Juan Rulfo El gallo de oro, el estilo de su cine se define por completo gracias al inicio de una larga y notable colaboración con la guionista Paz Alicia Garciadiego. A partir de aquí, la obra de Ripstein es difícilmente entendible sin ella, quien es también su esposa, porque gracias a Garciadiego y a su buen oído para la música del lenguaje y su consumada habilidad para la adaptación literaria, el cine de Ripstein cobró una nueva dimensión, una complejidad novelística que dio lugar a obras tan célebres como Principio y fin (1993), así como a clásicos menos conocidos como La perdición de los hombres (2000). Pero aquí en El imperio de la fortuna, el pesimismo, la sexualidad oscura, el humor negro y la extraña ternura con la que la película muestra a sus deformes personajes, se convierten en distintivos definitivos de las siguientes películas de Ripstein-Garciadiego.
Podríamos seguir mencionando las más reconocidas cintas de Arturo Ripstein, que le cosecharon varios premios nacionales y extranjeros, y lo consagraron como uno de los autores más importantes de las décadas de los 60 y 70, los giros radicales para el cine mexicano. Sin embargo, aquí daremos un salto hasta su película más reciente, para reconocer esta obra que tiene igual o mayor fuerza que esas famosas películas, y deja muy clara la vitalidad de este autor próximo a cumplir 80 años. El diablo entre las piernas (2019) vuelve a los ambientes y los personajes habituales del universo Ripstein: una pareja disfuncional, tóxica, podría decirse, aislada del mundo e inmersa en los corrosivos sentimientos de celos, rencor, codependencia. Pero aquí Ripstein hace sin rodeos exploraciones temáticas nuevas y fascinantes, como el deseo y el sexo en la vejez, algo que el cine no retrata normalmente o lo ignora por completo. Los cuerpos envejecidos se seducen, se aproximan, porque ni la atracción, la repulsión, ni la violencia o el amor se terminan con la edad. Formalmente también se aventura, esta vez en un formato en blanco y negro que sirve para acentuar los sórdidos espacios que habitan estos personajes en decadencia.
Para cerrar contamos con la película, quizá la más poderosa de la filmografía de Arturo Ripstein, que marcó un hito importante en el cine mexicano a través de su descripción franca, sin precedentes, de la homosexualidad y la homofobia violentamente reaccionaria. Esta es la adaptación cinematográfica de la novela corta El lugar sin límites (1966) del escritor chileno José Donoso. Aunque Ripstein es el único que figura en los créditos del guion, también contó con la colaboración del propio Donoso, con el novelista, dramaturgo y guionista argentino Manuel Puig, así como con otros escritores mexicanos que no se mencionan en los créditos, como José Emilio Pacheco, Cristina Pacheco y Carlos Castañón. La historia es sobre la Manuela, un trasvesti, y la Japonesita, una joven prostituta hija de un desliz de la Manuela, que sobreviven juntas regenteando el prostíbulo en un pequeño pueblo perdido en algún lugar del México más sórdido, patético, doloroso. Roberto Cobo es un portento interpretando a la Manuela, ya uno de los personajes más grandes en el cine mexicano, que en la historia, a pesar del miedo que le genera el escarnio, le hace frente a la pasión que siente por un joven camionero que regresa al pueblo.
Aquí Ripstein arma un retrato devastador de la masculinidad encarnado en personajes deliberadamente contradictorios que rompen los límites y roles tradicionales de género. También revela una inestabilidad inquietante en el corazón del patriarcado mismo, encarnado en Don Alejo, el anciano cacique que abusa despiadadamente para estrangular lentamente la vida del pueblo. El director abordó con fuerza el tema que le ha fascinado siempre: la intolerancia, y cómo la imposibilidad de reconocimiento del otro genera la violencia más terrible y triste. Como para narrarla desde el rencor.