Hace casi 400 años, un filósofo de origen inglés publicó una de sus obras más importantes, De cive o Del ciudadano, escrito en el que asentó, a su vez, la célebre frase por la que es ante todo conocido: “El hombre es el lobo del hombre”. Con esta sentencia ‒original del comediógrafo latino Plauto‒, Thomas Hobbes, el aludido filósofo, buscó describir lo que distingue al hombre en tanto hombre: amor propio, deseo de poder y uso de la fuerza para obtener lo que quiere. No obstante, la filosofía de Hobbes no arriba a esta sentencia como su gran conclusión sobre los asuntos humanos, sino que parte de ella para desarrollar su teoría política.
Hobbes es considerado uno de los fundadores de la filosofía política moderna, la cual se basa en el contractualismo, esto es, en la premisa de que si los hombres han formado sociedades e instaurado regímenes políticos, esto no ha sucedido por la sola obra de la naturaleza o de la divinidad, sino que es resultado de un pacto o contrato por el cual todos los que forman parte de un ente colectivo o se subordinan a un poder político lo hacen libre y concienzudamente.
Al igual que Hobbes, muchos otros filósofos modernos fueron tras la pista de este supuesto contrato social, pero en el caso particular de nuestro pensador, sus ideas quedaron escritas en el citado De cive y en su Leviatán (1651). Para Hobbes, como ya hemos dicho, el hombre tiende por naturaleza al egoísmo y a la violencia, pues, si nos figuráramos un momento en la historia del mundo en que no existieran moral, ley ni poder político, lo que se ha llamado estado de naturaleza (ojo, algo supuesto, figurado, una hipótesis de trabajo), nadie discutiría que, al igual que el resto de los animales, los hombres estarían impelidos ante todo a salvaguardar su vida, ya sea de forma positiva asegurándose comida o un lugar donde pernoctar, ya sea de forma negativa cuidándose de que los otros hombres no le impidan saciar sus necesidades y conseguir sus propósitos. Es por este estado de alerta de unos hacia otros que Hobbes señala que, en estado de naturaleza, los hombres están en una guerra de todos contra todos, lo cual es otra forma de decir que el hombre es un lobo para el hombre.
Pero, atina a observar nuestro filósofo, hay en el hombre más que violencia, por ejemplo, entendimiento y prudencia, esto es, su capacidad de aprender y de prever a partir de sus experiencias lo que puede esperar frente a cada situación; esta capacidad de calcular, de anticipar, piensa Hobbes, habría llevado a los hombres en estado de naturaleza a plantear una solución más idónea y menos tortuosa que la guerra para asegurarse cada cual su supervivencia y bienestar. Fue así, que, entrando en razón, los hombres en disputa continua acordaron en un punto dado de la historia cesar los ataques y crear un ente que representase la voluntad de todos de vivir en paz, este ente es el Estado.
El Estado, dice Hobbes, es el gran Leviatán, que al igual que el mítico monstruo bíblico, posee un poder descomunal, pero el origen de este poder radica en la suma de las voluntades de todos los hombres que han pactado ceder su natural derecho al uso de la fuerza para depositarlo en este ente, el cual una vez instituido, posee el monopolio del uso de la violencia y su principal objetivo es asegurar la vida de todos sus integrantes, establecer la paz e impartir justicia. El Estado o Leviatán es la gran creación humana por la que el hombre abandonó su estado de natural violencia y se dispuso una vida social, en comunidad.
Claro que con la creación de este gran Leviatán no desapareció en el hombre la tendencia a la guerra, pero las bases sobre las que este monstruo fue construido fueron el reconocimiento de que todos los hombres son iguales unos a otros y también libres, así, el Estado debe asegurar el bienestar de todos en tanto que todos sus integrantes son iguales e igualmente libres; y para garantizar que nadie pase por encima de la persona y de los intereses de los demás, se estipulan después las leyes y los mecanismos de impartición de justicia. El Estado es el único que puede ejercer el poder y el uso de la fuerza, esto en beneficio del pacto común para mantener el orden público, pero también hacia afuera, para garantizar su soberanía frente a otros Estados.
Del estado natural de guerra al estado social político, como se ve, el uso de la fuerza, de la violencia, sólo cambia su modo, sus medios, y así se legitima. La violencia es, de esta forma, seminal, en el sentido de ser la semilla que de algún modo ha llevado a los hombres a formar sociedad e instaurar el poder político. Pero seminal también en el sentido de ser algo propio de los varones, pues, como bien se ha visto, ninguna mención hay en toda esta alegoría del estado de naturaleza y el pacto social a las mujeres. Y no, no se trata de una mera omisión del tipo “al hablarse del hombre, se habla de la especie, por lo que también se incluye a la mujer”, baste para esto mencionar que en su Leviatán, Hobbes señala claramente que las mujeres no formaron parte del contrato social y en otro lugar de su bibliografía sentenció que las mujeres, tanto como los infantes, al igual que las tierras, el ganado y demás posesiones, forman parte del botín de guerra con el que se hace el pueblo que ha vencido a otro por las armas.
A este respecto, la filósofa británica Carole Pateman hizo un estudio de esta gran omisión de las mujeres en el pacto que da origen al Estado, tal como Hobbes y otros pensadores políticos modernos lo plantearon. En su obra El contrato sexual de 1988 (a más de 300 años de distancia de Hobbes), la filósofa feminista señala que la razón por la que las mujeres no figuraron, ni en el hipotético contrato social ni fácticamente como sujetos de derechos en la conformación de las sociedades y Estados modernos, es el pacto previo hecho entre varones por el cual ellos legitimaron su superioridad respecto a ellas y su derecho a someterlas a su voluntad.
Este contrato previo al contrato social es un pacto por el que los hombres reconocen entre sí su igualdad y libertad, a la vez que subordinan a las mujeres a este orden de mundo hecho a su medida que se llama patriarcado. Y en los hechos, se trata de un contrato sexual, no entre hombres y mujeres, sino entre hombres para asegurarse el derecho a los cuerpos de las mujeres, el cual, en un estado de naturaleza supuesto, asegura que la descendencia de uno es suya y no de otro, y así, es también un derecho de propiedad. Resulta claro asimismo que, en un estado de naturaleza tal, si los hombres no pactaron con las mujeres, entonces les impusieron este acuerdo suyo por la fuerza. Llegados a este punto, no podemos dejar de obviar que el Estado moderno, el gran Leviatán, es patriarcal e incluso ha surgido también para legitimar ese dominio de los hombres hacia las mujeres.
Tiempos corren en que esta revisión crítica del feminismo sobre los grandes supuestos en los que descansa nuestro mundo tardomoderno nos pone en la mira de entender mejor las grandes estructuras e instituciones en las que vivimos, de ver la profunda desigualdad en la que descansan y poder cambiarlas. Para Hobbes, una vez instituido el poder político, cualquier tentativa de disolverlo es un contrasentido, pues este poder sólo es tal por consenso general… pero también para Hobbes resulta un contrasentido que alguien renuncie a su libertad en beneficio único de alguien más, a menos que esto suponga protección, seguridad y bienestar. Una ojeada basta para darse cuenta de cuán vulneradas están las vidas de tantas y tantos, pero siempre de tantas en nuestro actual orden del mundo y de lo urgente que es que se haga justicia o que se rescinda el gran contrato. Y que pensemos, pero, sobre todo, que nos hagamos cargo de la violencia, ¿acaso no tenemos otro recurso que la guerra para escribir y hacer nuestras historias?