Por: Arody Rangel

Zapata y la Revolución… ¿mexicana?

“La guardia parecía preparada a hacerle los honores. El clarín tocó tres veces llamada de honor y al apagarse la última nota, al llegar el general en jefe al dintel de la puerta, de tal manera más alevosa, más cobarde, más villana, a quemarropa, sin dar tiempo para empuñar ni las pistolas, los soldados que presentaban armas descargaron dos veces sus fusiles, y nuestro general Zapata cayó para no levantarse más”.

Parte de Salvador Reyes Avilés, secretario particular mayor del jefe del Ejército Libertador del Sur. 10 de abril de 1919


De ser apodado en la prensa de la época como El Atila del Sur a ser vindicado bajo el epíteto Caudillo del Ejército Libertador del Sur, Emiliano Zapata es reconocido hoy como uno de los personajes más importantes de ese episodio de la historia nacional que se ha dado en llamar Revolución mexicana. Mas, si hay que ser justos, se debe señalar que las demandas del movimiento que Zapata encabezó no fueron plenamente saciadas por el orden político que vino luego de aquella Revolución -ni aún hoy- y que ésta no fue una sola, sino una coyuntura de gestas que se disputaban lo que cada cual entendía como justicia. Cabe señalar, además, que de estas facciones, la que se hizo del poder y logró condensar en una carta constitucional lo que, se supone, eran las aspiraciones del país que se lanzó a la revuelta, fue la misma que tendió la trampa traicionera y mortal que acabó con el líder del movimiento campesino en el sur.

Sobre Emiliano Zapata se ha escrito mucho, al igual que de la causa social que lleva su nombre, el zapatismo, pero en lo que todos parecen estar de acuerdo es en el papel fundamental y fundacional del libro Zapata y la Revolución mexicana del historiador estadounidense John Womack Jr. Fundamental por cuanto la historiografía en torno al caudillo revolucionario y su movimiento tiene en este libro un punto tanto de partida como de referencia, y fundacional porque se debe a Womack Jr. la estampa mítica y heroica con la que Emiliano Zapata ha pasado, en parte, a la historia; en parte, porque el misticismo en torno a su figura se fraguó dentro del mismo movimiento que lideró en vida, fueron sus mismos pasos los que perfilaron de él todos los atributos con los que aparece en el imaginario colectivo y del que se alimentó el historiador para su épico relato.

El Zapata de Wockman Jr. abreva de las anécdotas que se cuentan aquí y allá sobre la infancia del postrer caudillo, quien desde pequeño se propuso pelear contra la impostura de un poder que despojó a los campesinos de su natal Anenecuilco de las tierras que por derecho les pertenecían para hacerlos trabajadores de los nuevos propietarios. Lo que nos cuenta el historiador es que los apellidos de Emiliano, Zapata y Salazar, tenían en este pueblo de Morelos su valía y prestigio debido a la participación de los hombres de ambas familias en gestas históricas que se remontaban a la Independencia, la Guerra de Reforma y la Intervención francesa, ni más ni menos. Esto, sumado al carácter imperturbable e incorruptible que caracterizaba al Zapata de 30 años, hizo que fuera elegido por el concejo de viejos representantes de Anenecuilco para sucederlos en sus funciones hacia 1909, momento en que el joven Emiliano trazó su senda en la historia.

Se sabe que entre la gente de Anenecuilco, los Zapata Salazar no eran propiamente una familia pobre, pues poseían unos terrenitos y algunas cabezas de ganado, con lo que se hacían del sustento sin tener que emplearse de jornaleros como las más de las gentes; no obstante, este hecho no los hizo indiferentes hacia la situación de su región, en la que el negocio del azúcar del que se beneficiaban hacendados y empresarios había desplazado las economías locales y el derecho de los campesinos sobre las tierras. Esta conciencia e indignación ante la injusticia son las razones por las que Zapata aceptó, primero, representar a su pueblo para hacer frente a los oprobios que perpetuaba con nuevos rostros el régimen porfirista en Morelos, como en todos los demás rincones del territorio nacional; y después, las que lo impulsaron a organizarse con sus semejantes en el momento en que Francisco I. Madero lanzó su llamado al pueblo de México a través del Plan de San Luis Potosí para derrocar al devenido dictador Porfirio Díaz.

El Ejército Libertador del Sur, cual fue el nombre oficial de la insurgencia formada por Zapata, como bien se avista en el nombre, reunió no sólo a la gente de Anenecuilco y Morelos, sino que se extendió hacia los vecinos estados de Puebla, Oaxaca y Guerrero, e incluso permeó en las zonas agrícolas del sur de la ciudad, como Xochimilco y Milpa Alta. La causa, de la que se dijo velador el maderismo, era una causa centenaria y unía a las diversas regiones del sur del país en un mismo interés: el reconocimiento de una posesión ancestral de los pueblos sobre esos territorios, arrebatados desde tiempos de la conquista y que hasta ese momento habían cambiado de manos, pero nunca en favor de las personas que efectivamente vivían y trabajaban esas tierras. Llegado al poder, como se sabe, el maderismo olvidó las promesas que había hecho a las personas de los sectores marginados para ganarse su apoyo a lo largo y ancho del país, una traición, como la entendió el jefe del Ejército Libertador del Sur, que no era menor, pues fue un dar la espalda a quienes hicieron posible su victoria.

Traición es el común denominador cuando se cuentan los sucesos de la Revolución mexicana y la cosa más detestada e imperdonable para Emiliano Zapata. La del maderismo impulsó la elaboración del Plan de Ayala, una carta de principios de lo que hoy conocemos como zapatismo que desconoció el gobierno de Madero y exigió que se cumpliera con las demandas del reparto agrario. Este documento, promulgado en diciembre de 1911, fue el credo del movimiento sureño durante los años de revuelta y sus demandas las que lo mantuvieron en pie de lucha frente a los embates de los sucesivos grupos que se hicieron del poder. Además del Plan, en 1915 el zapatismo formuló su Ley Agraria, un documento que buscó formalizar sus demandas frente a la facción constitucionalista que dirigía el país.

Así, el gran relato de Wockman Jr. traza no sólo el camino heroico de Emiliano Zapata sino la loable organización de la rebeldía campesina zapatista, la cual, paradójicamente, quizás sea la más manida de todas las que hicieron la Revolución: desde los primeros regímenes posrevolucionarios la causa agraria es parte del discurso panfletario con el que los candidatos a ocupar cargos locales, estatales y federales han buscado congraciarse con el pueblo para ganar sus votos; pero del dicho al hecho la realidad es que a más de un siglo del surgimiento del zapatismo, las demandas de expropiar tierras, montes y aguas en beneficio de las comunidades originarias sigue desplazada en todas las agendas que sólo perpetúan la precarización en la que viven las personas del campo.

Entre una demagogia cínica que colocó el retrato de Emiliano Zapata en cada evento que atañía al sector agrario, al tiempo que modificaba el articulo 27 constitucional para permitir que privados, extranjeros además, adquirieran tierras para su único beneficio, por un lado; y un relato épico sobre este héroe que, las más de las veces, sacia una sed de misticismo y lo coloca muy atrás e incluso fuera del tiempo histórico, por otro; tenemos a veces un Zapata desarraigado, un personaje que incluso se ha considerado un santo y se nos escapan la carne y los huesos, la sangre con que se ha hecho historia y también con la que se ha querido borrar la memoria. Entre esos dos extremos, muchas rebeldías resisten y hacen patente que en México la Revolución no fue, al menos no para ellos, no para todos; a Zapata lo cargan en el nombre, a veces, pero comprenden tanto como él mismo lo hacía, que no se trata de un hombre, sino de un pueblo, de toda una comunidad.

El historiador mexicano Gastón García Cantú señaló que “En Anenecuilco se abre, como una herida, la historia del país…”, esa herida es una demanda de justicia jamás saldada y por esto mismo, vigente aún; es el reclamo, parafraseando a Wockman Jr., de esa gente del campo que no quiere irse de donde es y que, por eso mismo, sigue haciendo su revolución, la que ha sido aplazada e invisibilizada por lo que se pretende nacional.