De ordinario, asumimos sin más que el mundo que nos rodea, eso que llamamos realidad, es algo dado, que existe con independencia de nosotros, que hay leyes y mecanismos que gobiernan el modo de ser de las cosas; nos movemos como peces en el agua en esto que llamamos el mundo y difícilmente cabe en nosotros la sospecha de que todo lo que está a nuestro alrededor pudiera ser una fantasía, una ensoñación o una alucinación, y es que, en todo caso, no parece razonable poner en entredicho que el mundo está, que la realidad es… ¿pero esto es en verdad así? Y en tal caso, ¿cómo es que el mundo de hecho está y la realidad de hecho es?
A riesgo de perder el juicio y sin ánimos de sugerir que todo lo que percibimos de ordinario sea producto de nuestra imaginación, del sueño o de una pesadilla ‒como de cuando en cuando es el caso‒, notemos tan solo que eso que llamamos realidad, mundo, alrededor, aparece delante nuestro de una particular manera, que lo que sea que sea la realidad, lo que de ella sabemos es lo que de ella percibimos; incluso, podríamos hacernos perfectamente a la idea de que la realidad, tal como la perciben un ave o un insecto, debe ser bien distinta a la nuestra y de eso va todo el asunto. Hay algo fuera de nosotros, eso que es el mundo, pero la forma en que lo percibimos es muy nuestra, en esto juegan un papel crucial nuestros sentidos y el modo como nuestros cerebros ordenan la información que ellos les suministran. Un impulso entra a través de nuestra percepción, esa información es traducida por nuestra mente en imagen, luego esa imagen se traduce en palabra y entonces pensamos o expresamos: árbol, hoja, salto, luz… y así es como el mundo, la realidad, aparecen, son.
Habituados como estamos a esta sutil operación, no advertimos que eso que nombramos mundo o realidad son más bien el modo como nos los representamos. Es en este sentido que se puede afirmar que la realidad proviene de la ficción, en la medida en que ficcionar es otra forma de llamar a ese imperceptible proceso por el que nuestras mentes traducen o transforman impulsos en imágenes, en ideas, en palabras y crean el mundo. Mucha filosofía se ha escrito y mucha ciencia se ha hecho también en torno a esto, pero ahí donde estas no alcanzan a explicar, ahí donde topan con pared aparece el arte y contra toda limitante o línea fronteriza nos permite ver, e incluso, acercarnos al otro lado, bordear la otra orilla. Así sucede con el cine de Satoshi Kon, poeta japonés de las imágenes en movimiento, demiurgo que plasmó en sus animaciones la forma misma como trabaja nuestra imaginación, el modo como ficcionamos el mundo.
Uno de los casos en que, pese a todo prejuicio, se ve claramente el modo como nuestras mentes son capaces de crear realidad es la alucinación. Quien alucina habita un mundo en el que las imágenes que provienen de su fantasía y las que percibe “en realidad” se entremezclan, se confunden y confabulan para hacer aparecer monstruos o ensoñaciones, la materialización de sus miedos o de sus anhelos. En Perfect Blue (1997), Kon da una muestra de cómo sería entrar a un mundo alucinado, en este caso, el de Mima Kirigoe, una cantante pop que decide abandonar el trío juvenil que forma con dos chicas más para incursionar como actriz. De una forma genial, a través de las puras imágenes, el director japonés nos transporta de una vivencia de Mima hacia sus recuerdos o a la puesta en escena de la serie en la que está debutando, para esto basta un gesto: Mima ladea el rostro, alza la mirada o abre una puerta y entonces nos encontramos junto a ella en un nuevo espacio, en otra situación y, a medida que avanza el filme, cada vez estamos menos seguros de cuándo se trata del presente, de la realidad, de la memoria o de la fantasía trastornada.
En ese momento de la vida, a Mima le están sucediendo cosas tremendas. Vemos que no termina de sentirse segura con su decisión de dedicarse a la actuación y que un fan que la sigue a todas partes, comienza a perturbarla en sus nuevos proyectos y en su vida cotidiana: primero un atentado en el que muere el escritor de la serie en la que ella actúa; luego una misteriosa página web, El cuarto de Mima, una especie de diario con información precisa sobre cosas tan suyas como las compras exactas que hizo ese día en el supermercado, situaciones que la hacen sentir observada y perseguida; y además, la proyección de sí misma, cada que puede ver su reflejo en un espejo u otra superficie, de esa versión suya que la acecha y le recrimina haber dejado el pop… Estas situaciones avanzan en escalada, dejando tras sí muertes y violencia, y en un punto podríamos estar casi seguros de que esta pobre chica está perdiendo la cabeza, hasta que su reflejo toma forma y se nos revela que detrás de todo el embrollo está Rumi, su representante, quien tiene una obsesión tal con ella que quiere matarla y tomar su lugar...
Al final, este mundo alucinado encuentra su cauce: el fan acosador es ajusticiado, Rumi termina en un psiquiátrico y Mima se encumbra como actriz… Pero ese feliz arreglo de las cosas no opaca el hecho de que, luego de lo que acabamos de presenciar, podamos decir con certeza qué fue real y qué ficción, o qué de lo que vimos era de Mima y qué de Rumi, o en última instancia, que aún tenga sentido preguntárnoslo...
Entre esas frases tan manoseadas que resultan triviales está la que reza “recordar es volver a vivir”, no obstante, nada hay más cierto, lo experimentamos a diario: basta con traer a la memoria un momento del pasado para que aparezca en nuestra imaginación con sus colores, aromas, detalles, incluso con movimientos de nuestro ánimo, emociones y sentimientos; y según la fuerza del recuerdo, los hay tales que tan sólo con rememorarlos parecemos transportados viva o violentamente hacia el pasado, casi como si lo experimentáramos de nuevo, como si fuera de nuevo real. He ahí otra forma en que la fantasía crea realidad. Esa vitalidad que acompaña a la memoria también figura en la filmografía de Satoshi Kon, particularmente en Millennium Actress (2001).
La cinta nos muestra a Tachibana, un director de cine que quiere hacer un documental sobre Chiyoko Fujiwara, una conocida y reverenciada actriz japonesa que se retiró hace tiempo del medio y vive solitaria en una casa en el campo. Hasta su residencia arriba Tachibana en compañía de un camarógrafo y encuentran a una envejecida Chiyoko, quien sin dudar comparte con ellos la historia de su vida, de cómo y por qué se hizo actriz. De nuevo, basta un gesto de Chiyoko para hundirnos desde el presente al mundo de sus recuerdos, pero esta vez, no sólo somos nosotros, los videntes, quienes entramos a ese mundo de la memoria, vemos también al documentalista y al camarógrafo inmersos en el pasado de Chiyoko, transportados ahí por la misma fuerza que hace presente el pasado al momento de recordarlo-recobrarlo.
El artilugio del flashback alcanza en esta cinta animada las cimas de la poesía, la memoria de la senil actriz muestra con vivacidad el momento en que topó con un pintor, desertor del ejército en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y cómo luego de ayudarlo a escapar de sus perseguidores, se hicieron la promesa de volverse a encontrar. Descubrimos así que fue el afán de reencontrarse con ese juvenil amor el que animó a nuestra actriz a filmar películas, y entre sus recuerdos se confunde aquello que corresponde a las cintas en las que actúo con lo que ella vivió en carne propia, un recorrido emocionante y profundamente emocional que traza la búsqueda amorosa de esta mujer, encarnada en heroínas del Japón desde su época medieval hasta el siglo XX, todas ha sido ella en el cine y sus sucesivas interpretaciones están hilvanadas con los sucesos de su vida personal.
Es de nuevo infructífero tratar de separar la memoria de la ficción y, asimismo, éstas de la realidad y el momento presente, pues constatamos cuanta verdad y vida están contenidas en la memoria y cómo puede ésta proyectarse en la realidad, hacer mundo.
Mientras soñamos, no sabemos que soñamos, estamos entregados por completo al entramado que nuestra imaginación produce, viviendo situaciones, actuando, sintiendo, pensando; en el sueño, eso que experimentamos es para nosotros real y sólo deja de serlo cuando despertamos y nos espabilamos de esas ficciones. Soñar es otra de las formas en que nuestra facultad de ficcionar crea realidad y al parecer, nadie niega la vivacidad con la que experimentamos esa realidad. El mundo onírico, motivo irrebatible del arte, también tiene en Kon un lugar especial: Paprika (2006) es un viaje dentro de los sueños, en una historia de ciencia ficción.
En un punto dado de la historia humana, en algún lugar de Japón, el trabajo de científicos y tecnólogos ha dado lugar a un dispositivo genial, el DC Mini, un artefacto que se coloca en las sienes y que permite entrar al mundo interior de las personas, específicamente a sus sueños, con el propósito de encontrar respuestas ahí sobre las perturbaciones mentales de la gente y ayudarlas a sanar. La cinta parte de la problemática que conllevan todos los avances tecnocientíficos: el de ser usados para malos propósitos; así, en esta ficción, un DC Mini es robado por un terrorista de los sueños, quien parece estar dispuesto a destruir al equipo de trabajo detrás de esta maravilla tecnológica yendo hasta el fondo de sus mentes, entrar en su inconsciente y enajenarlos, despojarlos del control de sí mismos y sumirlos en la locura o precipitarlos a la muerte.
En este filme la superposición de escenas que se funden y crean una nueva, o el ir y venir a voluntad de la protagonista, Paprika, entre el sueño y la realidad, son los movimientos que nos adentran al mundo de la fantasía y al modo ilógico y anárquico en que esta construye su realidad. Por cierto que, Paprika, quien en el mundo de la vigilia es una de las científicas detrás del proyecto DC Mini, la Dra. Atsuko Chiba, en el mundo onírico es algo así como la heroína del inconsciente.
El sueño nos fascina, pero también nos ha hecho dudar de qué tan real es la realidad, ¿podemos probar ahora mismo que no estamos soñando? La película pone esto en escena: una vez que el villano se ha hecho de más de una mente a través del DC Mini, el mundo de los sueños y el real terminan entremezclados, confundidos, indistinguibles uno del otro. Llegados a este punto, no cabe más que afirmar, junto a Satoshi Kon que la realidad proviene de la ficción.