“…las dos negras y brillantes pupilas de la perra atisbando por el pequeño ojo de buey. ¿Qué debía de mirar en aquella soledad infinita del cosmos?”
Sputnik, mi amor. Haruki Murakami
En High Life de Claire Deniss, a un grupo seleccionado de presos condenados a muerte les es ofrecida una alternativa: se les otorga indulgencia a cambio de que participen en un experimento espacial en pro de la ciencia. El proyecto es una misión sin retorno: viajar en una nave a través del extenso cosmos con un objetivo específico, encontrarse con un agujero negro. Al final, esa falsa promesa de salvación no es más que un aplazamiento de su propia muerte, sólo que en medio de la nada. Entre esta hipotética situación y lo que vivieron decenas de perros callejeros rusos en la década de los 50 y 60, hay contadas diferencias.
El 14 de abril de 1958 en medio del Atlántico, en las latitudes del mar Caribe se impactó un objeto incandescente. Quienes lo miraron surcar el cielo pensaron que era un meteorito, un cometa o, incluso, un OVNI. Lo único cierto de estas suposiciones era que tal objeto venía del espacio, sin embargo, no era extraterrestre, sino un artefacto hecho por la mano humana y que tenía seis meses de haber sido expulsada fuera de la atmósfera. Lo que se estaba presenciando era el “regreso” del satélite de la Unión Soviética, el Sputnik 2.
Con todo ese armatoste de metal venía también el personaje más famoso de la carrera espacial, por encima de Neil Armstrong y el propio Yuri Gagarin: Laika, la perra mestiza moscovita de tan sólo siete kilos que se convirtió en el primer ser vivo en orbitar la Tierra. Pero la heroica historia de este can es probablemente uno de los episodios más oscuros de la era espacial, de la ciencia y de la constante rivalidad entre Estados Unidos y la URSS. Esta cruel misión pensada y ejecutada como una estrategia propagandística comunista, cobró el bienestar de decenas de animales (no sólo perros) en pro de ver quién conquistaba primero el espacio exterior. Por supuesto, la ética científica y los derechos de los animales importan más ahora que hace más de 50 años.
El 4 de octubre de 1957 la URSS lograba un hecho sin precedentes, poner en órbita el primer satélite artificial de la historia, el Sputnik 1. Debido al éxito, el entonces dirigente de la URSS, Nikita Kruschev, decidió poner la vara aún más alta y dio un mes a Serguéi Koroliov, el fundador del programa espacial soviético, para que preparará una hazaña aún más épica con motivo del aniversario de la Revolución rusa (7 de noviembre). El siguiente paso en la lista, por su puesto, era llevar al primer hombre (ruso) al espacio; pero ese brinco era imposible de realizar con tan poco tiempo. Nada más dócil y sencillo de entrenar para estas pruebas que un perro, y nada más enternecedor y carismático que uno de ellos para crear un vínculo entre el resto de población y los ideales comunistas de la URSS. Así, se planeó en tiempo récord que un perro fuera el elegido para orbitar por primera vez el planeta Tierra. De entre tres candidatos recogidos de las calles de Moscú -considerados más resistentes por su experiencia en las penurias del abandono urbano-, Albina, Mukha y Laika, fue esta última quien tuvo el desafortunado honor de convertirse en la primera astronauta.
Previamente, otros perros rusos ya habían tripulado vuelos en cohetes para suborbitar la Tierra, sin embargo, nada se sabía sobre lo que pasaba más allá de los 100 km de altura sobre la atmosfera terrestre. No había tiempo para pruebas suficientes que aseguraran la integridad física de Laika, pero quizá poco importaban. El vuelo de Laika estaba estipulado de antemano que tenía un ticket sólo de ida, sin retorno. El regreso de la nave, que se preveía en el espacio seis meses, no implicaba devolver a Laika sana y salva, pues la velocidad a la caería el Sputnik de regreso a la Tierra causaría inevitablemente que el artefacto ardiera en llamas. Lo que nadie previó y que se mantuvo oculto por mucho tiempo, fue el hecho de que Laika, sin el entrenamiento adecuado y encerrada en esa cápsula con espacio limitado para echarse o sentarse y en la que permaneció desde tres días antes del lanzamiento del Sputnik, sólo sobrevivió seis horas en la órbita terrestre. En completa soledad, viajando a una velocidad de más de 28 mil kilómetros por hora, y víctima de la falla del enfriador de la nave y por ende su sobrecalentamiento que registró hasta 43° en su interior, murió de hipertemia y estrés.
Esta todavía más cruel revelación que el sacrificio premeditado de Laika, no se dio a conocer sino hasta el nuevo milenio, pues la URSS no aceptó en sus reportes oficiales que la primera misión de enviar a un ser vivo al espacio había sido un rotundo fracaso y que le había costado la tortura y muerte a uno de los personajes más entrañables de su propaganda política.
La fama mundial que adquirió Laika antes y después de su muerte, la convirtió también en su contraparte capitalista, en objeto de consumo y producto para la cultura pop a costa de su cruel destino. Una total falta de sensibilidad para ella y los subsiguientes mamíferos -y reptiles- enviados a orbitar nuestra esfera, en cuyos ojos no se reflejó el heroísmo, sino la fragilidad y el terror resultado de los niveles de estrés intolerables a los que fueron sometidos.
Años después, la experimentación con monos, conejos, ratones y hasta tortugas, además de otros muchos perros, no sólo en la URSS sino en Estados Unidos, tuvo frutos menos grotescos. Al menos fueron planeados para volver y la gran mayoría pudieron considerarse viajes exitosos tripulados por seres vivos porque estos cosmonautas regresaron con vida a la Tierra, pero ¿a qué costo? En 1960, a bordo del Sputnik 5, Belka y Strelka fueron las siguientes “voluntarias” en ser enviadas al espacio, pero corrieron con más suerte que Laika: volvían a salvo y acompañadas del resto de la tripulación: un conejo gris, cuarenta ratones, dos ratas, moscas, plantas, hongos y algunas bacterias.