En el cine no ha existido un maestro de la angustia humana tan grande como Ingmar Bergman (1918-2007), creador sueco que marcó la cinematografía del siglo XX de manera tan apasionante y total que para muchos se trata del director más importante en la historia. Sin embargo, aun con toda la admiración que le persigue, Bergman tiene fama de dos cosas: de artista soberbio, en la doble extensión de la palabra, y también complejo, por no decir inaccesible. Y sobre esto último no hay nada más sesgado, porque si el trabajo de Bergman en ocasiones nos resulta difícil de ver, quizá es porque nos está confrontando con aspectos de nosotros mismos que preferiríamos evitar.
Porque lo más valioso en el cine de Bergman no es su técnica impecable, ni la belleza de sus icónicos primeros planos de rostros o juegos de sombras; es la fuerza de sus reflexiones acerca de la condición humana, reflexiones que nos afectan por igual y son capaces de describir todo aquello que perturba las entrañas. Provocador, Bergman hizo sin rodeos preguntas existenciales con respecto a la muerte, la fe, la familia y el valor del amor en un mundo sin Dios, ¿y cómo salir intacto de eso?
Este Top #CineSinCortes lo dedicamos a Ingmar Bergman para recordarnos que no se trata de un cineasta inalcanzable sino necesario, ya que detrás de la densidad de todos los simbolismos presentes en su cine, se encuentra un hombre cuyo mayor talento fue haber aprovechado, como nadie, al cine como auto exploración (¿o auto exorcismo?) de sus demonios personales.
Ahora, ¿por dónde comenzar con el cine de Ingmar Bergman? Es una pregunta normal tomando en cuenta que, en sus 59 años de carrera como cineasta (desde 1946 hasta 2003), dirigió y/o escribió más de 60 filmes —admirable cifra para alguien que consideraba al cine una simple amante junto a su verdadero amor, el teatro—, varios de los cuales se cuentan entre los más celebrados en la historia del séptimo arte. Pero aquí te proponemos una lista basada en los demonios más claros de Bergman, esos que lo acecharon toda la vida y que él volcó con insistencia en su cine íntimo, reflexivo, y siempre inquietante.
Ingmar Bergman creció en un ambiente estricto y conservador, hijo de un severo pastor luterano que fungió como capellán de la corte real sueca. Así que desde niño fue rodeado de símbolos religiosos mientras le acechaban resentimientos e inquietudes en torno a la espiritualidad y la existencia de Dios, temas que explotó en la llamada Trilogía de la fe: A través de un vidrio oscuro (1961), Luz de invierno (1962) y El silencio (1963). En los tres filmes, Bergman muestra un Dios silencioso al que le gusta ocultarse y hacerse desear, que nunca muestra su rostro y parece jugar al escondite para perturbar la existencia a su creación. Si hay que destacar alguna, sería A través del espejo, que gira en torno a un día en la vida de una familia que vive en una pequeña isla del mar Báltico. La hija es una joven esquizofrénica que tiene alucinaciones sobre Dios, quien se le aparece en forma de una araña monstruosa. Su colapso mental y descenso irremediable a la locura ilustran las preocupaciones de Bergman sobre lo caóticos que pueden ser los efectos de la fe en el desarrollo psicológico, emocional e integral de las personas.
Antes de su Trilogía de la fe, Bergman ya había realizado dos de sus películas más icónicas y admiradas: Fresas salvajes (1957) y El séptimo sello (1957), obras maestras que también plantean reflexiones acerca de la existencia de Dios, pero sobre todo abordan el temor y angustia frente a la cercanía del fin de la vida. ¿Quién no se inquieta ante su propia muerte? La historia de Fresas salvajes es sobre el viaje del profesor Isak Borg en camino a recoger un premio que le otorga su antigua universidad. Envejecido, solitario, alejado de sus seres queridos, en su viaje Borg va atravesando tanto sueños, pesadillas, como recuerdos y encuentros con familiares y extraños por igual. Al enfrentar su pasado y sus errores es como hace las paces con la inevitabilidad de su inminente muerte. Aquí Bergman dramatiza un trayecto hacia el autodescubrimiento y redención de un hombre gracias a la conciliación con su pasado y con un amor al prójimo que antes ignoraba.
Este es quizá el Bergman más optimista que podamos encontrar.
Un tema mucho más terrenal que le obsesionaba a Bergman son las relaciones de pareja —y cómo no si el hombre era un mujeriego empedernido que se casó en cinco ocasiones y tuvo nueve hijos—, y en su cine lo exploró ampliamente en cintas como Noche de circo (1953), Una lección de amor (1954) y Secretos de un matrimonio (1973). También, rompiendo con su solemne fachada de director serio realizó comedias ligeras pero punzantes como Una lección de amor (1954) y Sonrisas de una noche de verano (1955). Impulsada por diálogos brutales, Secretos de un matrimonio es la película más impactante de este tema y además es sumamente autobiográfica: para empezar, se rodó en la propia casa del director en la isla de Fårö, y es protagonizada por Liv Ullman, la musa definitiva de Bergman que estuvo casada con él cinco años. Se trata de un retrato brutalmente honesto e íntegro de la desintegración de un matrimonio y la relación que le sigue. En medio se muestran la desesperación, la duda, la soledad y la confusión que sólo son posibles en las crisis de pareja.
Luego está otro demonio predilecto en Bergman: las tortuosas dinámicas familiares. Aquí hay ejemplos para aventar, pero las más entrañables son sin duda Gritos y susurros (1972), sobre la relación de una mujer moribunda con sus dos hermanas; Sonata de otoño (1978), sobre la visita de una madre a su hija divorciada; y la enorme Fanny y Alexander (1982), considerada por muchos el testamento fílmico de Bergman, una mezcla de realismo mágico y confrontaciones traumáticas, es la historia de dos niños que viven felices en Upsala (ciudad natal de Bergman), en la Suecia de principios del siglo XX, creciendo en una familia dedicada al teatro, hasta que muere su padre y su madre se casa de nuevo con un cruel y severo obispo. Se trata de un drama familiar épico que habla no sólo del duelo y las dudas existenciales, también del poder de la fantasía (que, para Bergman, siempre fue sinónimo de arte).
Finalmente, es indispensable abordar un demonio fascinante: la imposibilidad de comunicarse, un tema que Bergman pudo explorar mejor a través de personajes femeninos, capaces de la mayor complejidad y profundidad. Aquí el mayor ejemplo es Persona (1966), la historia de una enfermera (Bibi Andersson) que cuida a una actriz (Liv Ullman, en la primera de muchas actuaciones para Bergman) que se retira tras quedar inexplicablemente muda. Este trabajo formalmente innovador sobre la incapacidad de tener algo que decir (o de tenerlo y no hacerlo), fue el resultado de una profunda depresión que mantuvo al realizador internado en un hospital psiquiátrico.