Un 13 de julio de 1954, en el Palacio de Bellas Artes, se reunía una multitud de artistas, intelectuales y entusiastas políticos para despedir la jaula de carne que aprisionó durante 47 años el alma de Frida Kahlo, que ahora yacía inerte a consecuencia de una embolia pulmonar, libre de dolor y sufrimiento.
A su funeral asistieron rostros bien conocidos: el muralista David Alfaro Siqueiros, el cinefotógrafo Gabriel Figueroa, el expresidente Lázaro Cárdenas y el pintor Juan O’Gorman, entre otras figuras. Al centro de esta congregación estaba el féretro con el cuerpo de la pintora dentro de él, y sobre el cual, un joven osado y bien intencionado Arturo García Bustos, colocó la bandera comunista como manera de honrar a una de sus más fieles militantes en el país. Pero la tensión de la Guerra Fría provocó que las autoridades y prensa conservadoras presentes se dieran a tarea de mostrar indignación frente a lo que denominaron “farsa rusófila”. Por su puesto, hubo que castigar a alguien, y ese alguien fue Andrés Iduarte, el entonces director de Bellas Artes. Hasta ahí la anécdota “incómoda” para recordar qué nos trae hoy aquí, el aniversario de una de las figuras artísticas y culturales más importantes que México dio al mundo.
Con su obra más famosa, el autorretrato La dos Fridas (1939), la pintora representó la dualidad que habitaba en ella. Si embargo, poseyó múltiples facetas que la volvieron una artista inclasificable, única, un ramillete de Fridas que formaron una inigualable Frida Kahlo. Sobre ella todo está dicho y contado; su biografía, donde se muestra toda una vida de sufrimiento aderezada por pequeñas alegrías, es de dominio público; y las puertas de su casa azul de Coyoacán han sido abiertas para que todos puedan acceder a su intimidad; en el cine está más que representada y el mundo del arte y el popular globalizado se han rendido a sus pies en una infrenable fridomanía.
En este Con-Ciencia, no pretendemos mostrar algo nuevo bajo el Sol, sólo hacemos un breve avistamiento por las ventanas de una Frida que, post mortem, ha sido moldeada en la contrariedad de su esencia.
Cuando asistía a la Escuela Nacional Preparatoria, Frida se encontró con decenas de cabezas llenas de ideas políticas afines agitadas y donde ahora había encontrado un nicho para compartirlas. Fue a través de grupos de estudiantes con posturas críticas hacia el sistema, que comenzó a formar parte de la juventud comunista de México y se volvió activista del movimiento nacionalista para, en 1928 -después de su trágico accidente-, enfilarse en el Partido Comunista de México. Ya casada con Diego Rivera, ambos siguieron fieles a los ideales socialistas y a partir de su estancia en Estados Unidos, cuando Rivera tomó los proyectos muralistas de Denver y Nueva York, Frida desarrolló obras con alto contenido crítico hacia el modelo capitalista impuesto por Estados Unidos que plasmó, por ejemplo, en Mi vestido cuelga aquí (1933) y en uno de sus últimos cuadros, El marxismo dará salud a los enfermos (1954). No menos importante fue el asilo que ofreció, junto con Diego, a León Trotsky, quien exiliado de la URSS vino no sólo a ser un refugiado, sino que se convirtió en (más que) amigo de Frida, hasta que el hacha de Stalin lo alcanzó. Con Trotsky se endurecieron los ideales socialistas de la pintora, cuyo pensamiento crítico del sistema le vienen casi de nacimiento, pues perteneció a esa generación de artistas e intelectuales mexicanos que se redescubrieron gracias al impulso nacionalista recobrado después de esos convulsos años revolucionarios y del cual surgieron el respeto por las raíces y la indignación colectiva por la injusticia social que nunca ha cesado. Su ferviente apoyo y lucha por los derechos de los oprimidos no acabó ni aun después de la pérdida de una pierna ni de la operación de columna que la postró en una silla de ruedas; hasta sus últimos días, participó en las manifestaciones contra la intervención estadounidense en Guatemala en julio de 1954.
¿Cómo fue que una figura que se pronunció contra la voracidad del imperialismo yanki y todo lo que representaba se convirtió en un modelo de mercancía cuyas ganancias llenan los bolsillos de un corporativo que se hizo con los derechos de su nombre para vender todo artículo inimaginable con su imagen? La compañía Frida Kahlo Corporation, fundada en 2004 en Panamá, compró los derechos en 2005 a la sobrina de Frida, Isolda Pineda Kahlo (hija de Cristina Kahlo), convirtiéndose en dueña de un programa de licencias que comercializan objetos, haciendo de su nombre, concepto e imagen distintiva la propiedad de una empresa privada.
Esa misma garra que la caracterizaba y que la marcó para la posteridad, la ha colocado en la lista de íconos feministas. Por su carácter rebelde; su desdén a pertenecer al círculo burgués donde se gestaba el surrealismo; su manera de enfrentar el sufrimiento y el dolor, físico y emocional, que determinaron su existencia; su incursión dentro del arte mexicano y su posicionamiento como una de las artistas pictóricas más importantes en la historia contemporánea a nivel mundial, hablando de las contadas mujeres que obtienen el reconocimiento entre un gremio que compete en su mayoría a los hombres; su aspecto característico fuera de las convenciones sociales y arquetípicas de su época, pues emulaba al mestizaje que representaba a la nación, rescataba y portaba con orgullo la cultura de los pueblos originarios, en especial los de Oaxaca, y ponía especial atención a su estética pese a ir contracorriente; por la libertad que, desde sus privilegios, tuvo para ser y hacer en su obra y vida privada; por los amores sin etiqueta que llegó a saborear sin temor; por todas estas singularidades es imposible no concederle un lugar dentro de la figura de las mujeres revolucionarias. No podemos hablar de una Frida feminista como concebimos ahora el feminismo, dadas las urgencias actuales, pero quizá Frida tampoco apelaba a esa segmentación. Sus ideales fueron mucho más allá, quizá, también, debido a que su condición de mujer no era ni el más mínimo de sus problemas ni tampoco motivo de preocupación. Mujer hecha a sí misma y para nadie más, Frida se aloja en un lugar donde su importancia radica, nada menos, que en la libertad de ser uno mismo.