Escrita a finales de la década de 1940 para teatralizarse en un escenario dispuesto con un camino en el campo y sólo un gran árbol, un sauce; además, la luz debe simular las últimas horas del día. Allí se encuentran al final de sus jornadas, como de costumbre, como llevan haciéndolo quizá toda la eternidad, dos viejos amigos, un par de mendigos ‒como toda la humanidad‒. El de nombre Vladimir siempre le reclama a quien responde por Estragon el que se marche en medio de la noche y se exponga a los golpes y palos de no se sabe qué gentes ni por qué razones. ¿Qué hacen ahí? Esperan a Godot. Cada crepúsculo se dan cita en ese sitio para esperarlo, están cansados de hacerlo, pero simplemente no pueden desistir y marcharse, lo único que les queda siempre es esperar; entretanto, la espera pasa entre la fútil tentativa de colgarse de aquel árbol ‒nunca tienen una cuerda y siempre acuerdan que al día siguiente la tendrán, pero nada‒ u otras naderías como cantar, charlar, hacer flexiones, pensar o recordar…
No se puede decir con seguridad si la primera vez es aquella que se actúa en el primer acto o si el encuentro con Pozzo y Lucky lleva dándose también cada día, con alguna diferencia, pero siempre. Estragon, el más impaciente con la espera, suele creer que Pozzo es aquel Godot a quien esperan, pero pronto Vladimir, quien abraza con resignación la inútil espera, le hace ver que no se trata de Godot. Pozzo, a veces vanagloriado, a veces ciego como el destino, es el amo de Lucky, un pobre a quien tira de una cuerda y que trae a cuestas todo el equipaje del señor. El espectáculo de este par siempre consigue despejar a Vladimir y Estragon de su espera, sea que haya días en que Pozzo, despótico, pida a Lucky con tirones de cuerda bailar, cantar o pensar, o que en los días de su invalidez termine pidiendo auxilio a estos dos hombres por hallarse tirado en el piso junto a su siervo.
Todo parece suceder por primera vez en el primer acto, todo: los reclamos de Vladimir a Estragon, sus tentativas de suicidio, la búsqueda de algo con qué pasar el rato, el encuentro con Pozzo y Lucky, y la llegada de un muchacho, quien al caer la noche, lleva a los mendigos un mensaje de Godot: no llegará esta vez, pero mañana sin falta; y entonces Estragon le advierte a su compañero que se irá, Vladimir en vano se esperanza en el mañana y pronto resuelve que también ha de irse, antes de caer el telón, este par concuerda en que se marcharán, pero no logran moverse de ese sitio. Todo parece suceder por primera vez, hasta que, en el segundo acto, con la dosis de novedades que hace de todos los días distintos y por esto iguales, cada situación se repite religiosamente y el mañana en que por fin llegará Godot y estos pobres serán salvados de su circular tedio nunca llega porque siempre es hoy.
Así sucede en Esperando a Godot del dramaturgo dublinés Samuel Beckett, teatrero del absurdo. Está en el título y es un fantasma que recorre los dos actos de este drama, siempre como palabra, como promesa o como fatalidad, pero realmente poco importa quién es Godot, si es o no un ser real, si es un hombre de carne y hueso con barba blanca, dueño de tierras y ganado; él es la metáfora del ancla con la que buscamos inútilmente dar sentido a nuestras existencias, a la espera que es para nosotros el vivir y la esperanza de que algo por fin podrá salvarnos ‒del vacío, de la nada, del hastío, de vivir o de morir‒. Cada uno de nosotros somos como Didi y Gogo (los nombres que se dan de cariño nuestros hombres en escena, Vladimir y Estragon), mendigos sin qué hacer, apaleados por el pasar del tiempo, resignados a esta lucha incansable contra el tic tac del reloj, aferrados a la promesa de un mañana mejor y expuestos además al espectáculo del mundo con sus amos y esclavos, dinámica social de la que también somos parte.
Didi y Gogo encarnan pues a toda la humanidad, y el drama que se pone en escena es el de cada día de las absurdas y penosas existencias de nosotros los mortales. Dicho esto, ¿qué se espera cuando se espera a Godot? Un salvavidas que nos arroje lejos del abismo, sin duda. Espera el que tiene esperanza, pero no es menos cierto que esperar desespera, ¿qué hacer para matar el tiempo? Inventarse algo, ocuparse en algo, el gran teatro de la vida: “Siempre encontramos alguna cosa que nos produce la sensación de existir, ¿no es cierto, Didi?”. Pero la duda acecha: ¿vivimos o soñamos? El paso del tiempo, ¿pasa realmente y eso qué sentido tiene? En vano, como Vladimir, nos obstinamos en apelar a nuestra memoria para creer que el día de ayer es suelo firme desde donde vivimos el ahora. También en vano esperamos a Godot, pero no parece que algo de este gran drama que es el existir no sea vano:
“[Pozzo a Vladimir] ¿No ha terminado de envenenarme con sus historias sobre el tiempo? ¡Insensato! ¡Cuándo! ¡Cuándo! Un día, ¿no le basta?, un día como otro cualquiera, se volvió mudo, un día me volví ciego, un día nos volveremos sordos, un día nacimos, un día moriremos, el mismo día, el mismo instante, ¿no le basta? Dan a luz a caballo sobre una tumba, el día brilla por un instante, y, después, de nuevo la noche”.