El mundo es triste y hermoso, dice Roberto Benigni interpretando en Bajo la ley (1986) a un excéntrico turista italiano que apenas habla inglés pero que va por las calles de Nueva Orleans enunciando estas verdades. Como él, el cine de Jim Jarmusch se encuentra poblado de vagabundos y nómadas, exiliados y marginales, que parecen deambular un mundo post-apocalíptico donde nada queda del sueño americano, escenarios devastados por el capitalismo y sus voracidades. Entre ciudades decrépitas y desiertas, estos vagabundos y rebeldes sin rumbo viven un caos primigenio con su paraíso perdido a cuestas. Ya sean exconvictos o vampiros autoexiliados, poetas-choferes o una horda de zombis, Jarmush fielmente los acompaña con una calma que nos confunde el tiempo cinematográfico con el tiempo real con tal de mostrarnos tanto la desolación como el candor de sus antihéroes.
Hitchcock dijo una vez que el drama es la vida misma, pero sin las partes aburridas. Las películas de Jarmusch parecen diseñadas expresamente para poner a prueba esa máxima y darle la vuelta. Porque el cine de este director originario de Ohio no se construye de suspenso, acción frenética o emociones al límite, sino todo lo contrario, se trata de una vista sobre los pequeños detalles del mundo y la belleza que se encuentra en lo cotidiano; sobre los pasos errantes de los vagabundos, los buscadores, y los desvíos que construyen sus vidas.
Máximo representante de la llamada corriente del cine independiente de Estados Unidos, Jim Jarmusch ha extendido su obra por más de cuatro décadas en las que ha realizado 13 largometrajes, además de cortos, documentales y videos musicales, todos con claros denominadores comunes: un estilo a base de imágenes serenas pero contundentes, un estilo de lo esencial hablando en términos formales; y que temáticamente comparten a la globalización como un Big Bang, al progreso como un infierno, así como a la inocencia, la poesía o la música como las últimas señales de redención en el mundo.
Rebelde el director como sus personajes, aunque se resiste al término "independiente", Jarmusch es el director estadounidense contemporáneo más obstinadamente autónomo, no solo en términos formales. Desde sus primeras películas ha ejercido un grado de control creativo y de marketing con el que pocos otros de los llamados cineastas independientes pueden soñar. Posee los negativos de todas sus propias películas, excepto la de Year of the Horse (1997), documental que hizo para Neil Young, un fanático del control aún peor. Esto significa que ha podido rechazar constantemente las extravagantes propuestas financieras de los grandes estudios en favor del control creativo. Así que podríamos decir que este es el único autor en el cine independiente estadounidense porque, de forma lenta pero segura, ha consolidado su obra haciendo las cosas completamente a su manera.
Este Top #CineSinCortes está dedicado a celebrar la obra del acérrimo rebelde que nos sigue mostrando cuán triste pero hermosa puede ser esta existencia por medio de su cosmovisión extraña, maravillosa y desafiante, una que se encuentra lejos de ser pesimista, sino por el contrario, se presenta, como el propio Jarmusch se ha proclamado a sí mismo, a favor de la supervivencia de la belleza y por el misterio de la vida.
Titulada en español Extraños en el paraíso (1984), este segundo largometraje de Jarmusch fue realizado luego de su paso por la escuela de cine de la Universidad de Nueva York y su trabajo como asistente del director alemán Wim Wenders, quien le obsequió a Jarmusch 40 minutos de metraje en 16 mm de su película El estado de las cosas (Der Stand der Dinge, 1982). Jarmusch convirtió este regalo de celuloide en un cortometraje de 30 minutos y poco después completó un guion más largo, expandiéndolo hasta hacerlo esta comedia-road movie minimalista de tres actos sobre un inmigrante húngaro (John Lurie), su amigo Eddie (Richard Edson) y la prima adolescente Eva (Eszter Balint) mientras se desplazan inexpresivos desde el Lower East Side de Nueva York, las nevadas extensiones del lago Erie y las monótonas playas de Florida. Aquí la firma de comedia inexpresiva de Jarmusch está más que establecida, así como su minimalismo visual entre el blanco y negro de la fotografía que de algún modo resalta la belleza y elegancia en lo mundano: ya sea que los personajes estén viendo la televisión, jugando a las cartas o fumando en tiempo real lo que parece un millar de cigarros. La película de alguna manera se burló en la cara de las obras “de alto concepto” de la época y para colmo se alzó con la Camera d'Or en el Festival de Cine de Cannes de 1984, convirtiéndose finalmente en una de las películas independientes más influyentes de esa década.
Jarmusch siguió el éxito de sus primeras películas con otro estudio casi esotérico y existencialista de nuevo en una comedia inexpresiva pero que consigue ser desternillante: Bajo la ley (1986). Aquí los protagonistas están interpretados por los músicos John Lurie y Tom Waits, un proxeneta de grandes aspiraciones y un DJ indolente, respectivamente, que terminan en una sórdida prisión de Luisiana por crímenes que no cometieron. Poco después, se les une como compañero de celda un italiano (Roberto Benigni, mucho antes del reconocimiento internacional de La vida es bella) cuya especialidad es levantar el ánimo de los demás con acertijos, rimas y poesías en un inglés que apenas comprende. Los tres hombres escapan y se embarcan en un viaje mágico e impredecible a través de los pantanos del sur profundo estadounidense. Aquí Jarmusch deja claro nuevamente que no está interesado en la acción, sino que está mucho más fascinado por las peculiaridades y los gestos individuales de sus personajes, mientras que el diálogo que hace referencia a otras películas sobre fugas de prisión expresa cuán profundamente la cultura pop estadounidense ha definido gran parte de su personalidad y su obra.
El mundo fílmico de Jim Jarmusch es un mundo globalizado en el que participan artistas de Estados Unidos, Alemania, Japón, Francia, Italia o Islandia. Pero, además, tampoco existen las fronteras cuando construye historias y personajes. En sus películas desfilan americanos, indios, negros, húngaros, finlandeses, japoneses, franceses, italianos. Quizá el más grande ejemplo de este don es Noche en la tierra (1991), una historia en la que cada ciudad del mundo es la estación de un largo viaje nocturno en taxi, una especie de odisea moderna de la humanidad. Aquí cinco taxistas interactúan con sus pasajeros en una misma noche en Los Ángeles, Nueva York, París, Roma y Helsinki. Jarmusch nos plantea que hay ocasiones en las que un viaje en taxi ofrece una experiencia social curiosa: terminamos participando en algunas de las conversaciones más ricas y significativas de nuestras vidas con conductores que probablemente nunca volveremos a ver, lo que resulta en conexiones humanas pasajeras, valga la redundancia, pero profundas.
Flores rotas (2005) es lo más parecido a una comedia romántica tradicional que encontraremos en la filmografía de Jarmusch. Contada a través de su narrativa habitual, esta historia gira en torno a un tipo de Don Juan de mediana edad, literalmente llamado Don (Bill Murray), que recibe una misteriosa carta sobre uno de sus pasados enredos que produjo un hijo de ahora 19 años, lo que lo obliga a volver a conectarse con sus pasados romances con tal de averiguar la identidad de la madre. En retrospectiva, parece extraño que Murray, el rey de la comedia inexpresiva se haya tardado tanto en colaborar con el autor que usa por excelencia esta clase de humor tan seco como efectivo, pero valió la pena la espera. Don se embarca en una gira por todo el país para reencontrarse con antiguas amantes, interpretadas, entre otras, por Sharon Stone, Tilda Swinton y Jessica Lange. Claro que esto parece la sinopsis de cualquier chick-flick, pero Jarmusch sólo usa esta premisa para explorar de manera potente la idea del arrepentimiento, así como la necesidad de su protagonista de encontrar algunas respuestas a la crisis existencial que sufre después de que su última novia lo deja. Aunque la respuesta no la encuentra en las mujeres de su pasado, acaba por apreciar en su presente el irremediable paso del tiempo y el olvido.
Para cerrar este recorrido por una cinematografía de viajes, personajes variopintos a la deriva del olvido, hablamos de la penúltima película de Jarmusch (de 2016), la que tiene en contraste con las demás una inocencia casi milagrosa. Aquí el escaso Adam Driver interpreta a un conductor de autobús y poeta desconocido llamado Paterson, que curiosamente trabaja en Paterson, Nueva Jersey; éste pasa sus repetitivas jornadas de trabajo escuchando reflexivamente fragmentos de conversaciones de sus pasajeros y escribiendo versos durante su descanso para almorzar. Durante el transcurso de una semana, lo vemos mostrar afecto por su solidaria y creativa esposa, ser abierto y amigable con sus vecinos, pasear a su perro y escribir poesía en su tiempo libre, todo con la misma dignidad y pasividad. Paterson encuentra placer en observar el sueño de la mujer que ama, así como en una refrescante cerveza al final de un largo día. Él no hace poesía de los “grandes sentimientos” o hazañas, en cambio, encuentra que la rutina es importante, que lo pequeño es hermoso y que la creación del arte es tan natural como respirar. Porque sólo Jarmusch podría entender el mundo desde el horario de una jornada de autobuses y el cielo en las viejas calles destartaladas de una monótona ciudad industrial.